Patrick se volvió, y la miró un momento. Después dijo:
– Estaba llorando.
– Claro que estaba llorando. Es lo que suelen hacer los bebés cuando los acuestas. Pero si no les haces caso un rato, dejan de llorar.
– Pero, ¿por qué dejar que sufra, si tomándolo en brazos puedo hacerlo feliz? Es solo un bebé, Jess. Le han sacado de su ambiente habitual, y necesita que le den cariño. Vamos, Bertie. Es hora de acostarse -se acercó a la cuna, y lo acostó. Bertie siguió mordiendo su juguete, tranquilamente.
– Espero que hayas lavado eso antes de dárselo.
– Sí, Jessie. Lo he lavado. Y ahora, ¿crees que podemos firmar una tregua? Me he encargado de la cena.
– No. Yo me he encargado de la cena -dijo ella.
– Paso de las judías de lata. Gracias de todos modos.
– No, me refiero a… -sonó el timbre, y Jessie pensó que sería mejor que lo viera él mismo-. ¿Te importa abrir la puerta, mientras me visto?
– Por mí no te preocupes. Me gusta la toalla -sus ojos descendieron hasta los muslos de Jessie-. Y me encanta la mariquita.
Jessie enrojeció, y trató de taparse el tatuaje con la toalla, sin dejar al descubierto otras partes de su cuerpo.
– ¡Ese comentario es demasiado personal!
– ¿Ah, sí? -sonrió abiertamente-. Bueno, pues añádelo a tu lista de quejas, y demándame.
Patrick no se podía creer que hubiera sido capaz de hacer un comentario semejante, pero la verdad era, que una semana antes se habría reído de cualquiera que le hubiera sugerido que iba a compartir su casa con una mujer. Sobre todo con una mujer que tenía un hijo. Llevaba pegado a la piel el persistente olor del cálido cuerpo de Bertie. Su aliento a leche. Se lo había perdido. Se lo había perdido todo: el primer diente, los primeros pasos y su primer día de colegio.
Se pasó las manos por la cara. No debía pagarla con Jessie. No era culpa suya que todos aquellos recuerdos acudieran a él. Parecía cansada, y no lo extrañaba. Había tenido un día de los que no le desearía ni a su peor enemigo.
Y él lo había tenido aún peor. El tipo de días que no habría deseado nunca vivir, pero tal vez era el comienzo de algo. Los dos estaban teniendo un mal día. Tal vez juntos pudieran hacer que terminara bien.
Abrió la puerta, y vio que traían la comida que había encargado él. Era un poco pronto, pero tal vez no importara. Dio una propina al repartidor, y puso en funcionamiento el horno para que no se enfriara. Estaba abriendo la primera caja de cartón, cuando la puerta de la cocina se abrió detrás de él. Allí estaba Grady, gimiendo lastimero, hasta que olió la comida, y empezó a mover la cola, alegremente.
Volvió a sonar el timbre, y esta vez nadie respondía, así que Jessie suspiró, apagó el aspirador, y bajó a atender ella la llamada. Era el pedido que había hecho al restaurante italiano. Dio una propina al repartidor, y cerró la puerta. Se dirigió a la cocina, pero no vio a Patrick por ninguna parte. Se encogió de hombros, abrió la bolsa de plástico, y comprobó el contenido de las cajas de cartón.
– ¡Vaya! ¿De dónde ha salido esto? -oyó cómo se abría una puerta detrás de ella, y se volvió. Grady estaba allí, mirándola con cara de satisfacción, y detrás de él Patrick, parecía simplemente confuso.
– Tenías razón, Jessie.
– ¿No sé de qué te extrañas? Pasa muy a menudo -le dijo, mirando al perro, con nerviosismo-. ¿A qué te refieres?
– Sal fuera, y te lo mostraré.
Lo primero que se le ocurrió pensar era que se trataba de una estratagema, para dejarla en la calle con el perro.
– Te juro que si me dejas en la calle, llamaré a toda la prensa -señaló su móvil, para mostrarle que no bromeaba. Tenía la batería baja, pero tal vez no se diera cuenta.
– Casi no te queda batería, pero no te preocupes que estás a salvo. Si te dejara fuera, acudirías a alguna asociación feminista que organizaría una sentada, y mientras yo tendría que encargarme del bebé. Vamos -sujetó a Grady por el collar, mientras ella pasaba a su lado con precaución, y después cerró la puerta.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora Grady te va a enseñar lo que es capaz de hacer. Abre la puerta, Grady -el enorme perro levantó una pata, y apretó el picaporte hacia abajo. La puerta se abrió al momento-. Molly me dijo algo sobre enseñar trucos nuevos a perros viejos, pero no le presté mucha atención -mandó al perro que se sentara, y después se agachó a su altura-. Grady, esta es Jessie. La pones muy nerviosa, así que quiero que le demuestres lo bien que te sabes portar -Patrick se volvió hacia ella, y le tendió la mano-. Ven que te presente como es debido.
Jessie retrocedió.
– No, gracias. Paso.
– Si te vas a quedar aquí…
– Y así va a ser…
– … hasta que puedas encontrar tu propia casa, tendréis que ser amigos.
– No, si tú te marchas, y te lo llevas contigo.
– Pero eso no va a suceder, así que dame la mano.
– Por favor, no me hagas esto… -le suplicó. Patrick esperó. En el fondo, Jessie sabía que él tenía razón, y que el problema era de ella, no del perro. Aun así, era consciente de que le estaba pidiendo mucho.
– Jessie, no voy a dejar que te pase nada malo. Te lo prometo.
Era tan convincente. Estaba segura que de haberse encontrado declarando como acusada, hubiera reconocido haber cometido un asesinato sangriento, por una promesa como aquella. Sin embargo, tocar a Grady era otra cosa.
– No puedo.
– Es hora de que superes lo de aquel perro que te mordió. Estoy seguro de que Grady te puede ayudar, si tu lo dejas -Jessie no se movió todavía-. Si Bertie estuviera en peligro irías hasta el mismo infierno por ayudarlo, ¿verdad?
– Sí -susurró Jessie.
– Bueno, pues tocar a Grady no supone tanto sacrificio. Es un buenazo que no mataría ni a una mosca.
– Eso cuéntaselo a tus platos.
– Fue tu gato el que los tiró, cuando se subió al aparador -Jessie se dio cuenta de que tenía los dedos de Patrick muy cerca. Eran unos dedos largos y elegantes. Tocarlos sería tan peligroso como tocar a Grady-. Tu gato dominó a Grady sin el más mínimo esfuerzo. Tú también puedes conseguirlo.
– No es mi gato -le dijo, mientras ponía su mano en la de Patrick, que se la apretó un poco.
– Después discutiremos eso -se dio cuenta de que Jessie temblaba, y se sintió tentado a apretarle más la mano para tranquilizarla, pero se contuvo porque sabía que solo conseguiría asustarla más. Se puso de pie, le besó la mano, y le dijo-: así tu mano tendrá también mi olor -le explicó, cuando lo miró asustada-. Ahora somos uno. Deja que te huela los dedos -le dijo con suavidad. Jessie emitió un gemido de angustia-. No te preocupes te tengo agarrada la mano. No te va a pasar nada.
– ¿Y si le da por aparecer al gato?
– Si apareciera el gato, te aseguro que tú serás lo último en que piense Grady. Deja que te huela los dedos -Jessie dejó asustada que Grady la oliera, sin rozarla-. Muy bien. Ya es suficiente. Échate Grady -se volvió hacia Jessie-. Ahora dilo tú.
– ¿Échate Grady?
– Pero en tono de orden -Jessie se aclaró la garganta, y lo repitió con más energía, aunque con la voz aún temblorosa. Grady no pareció impresionarse, pero Patrick no insistió.
– Muy bien. Díselo cada vez que se te acerque demasiado, o te ponga nerviosa.
Patrick volvió a entrar en la cocina, seguido de Jessie, que cerró bien la puerta tras ella.
– ¿Ya está? -le preguntó, sorprendida.
– ¿Qué pensabas que iba a hacer? ¿Meter tu mano en su boca?
– Pensé que tendría que acariciarlo, o algo así.
– Primero lo saludas, y después lo tocas, si te apetece. No es obligatorio. Y ahora, ¿podemos cenar?
– Ah, sí -casi se desmaya de lo aliviada que se sentía-. Te quería decir…
Patrick pensó en lo asustada que estaba y lo valiente que había sido, y sintió deseos de abrazarla. Pero en cambio se limitó a decir: