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– Y que usted lo diga. Sobre todo porque esta es mi casa.

Jessie pensó que aquel hombre se encontraba peor de lo que pensaba. Miró el reloj, impaciente por que llegara la ambulancia.

– Así que esta es su casa, ¿verdad? -le dijo con incredulidad.

– Sí, señora -le respondió Patrick, cortante-. Y le aseguro que odio los gatos, al igual que mi perro. Así que tal vez le gustaría decirme qué está haciendo aquí.

Jessie se puso muy nerviosa al oír hablar de perros, y deseó con todas sus fuerzas que la ambulancia no tardara en llegar, y se llevara a aquel loco de su casa. Decidió que lo mejor sería seguirle la corriente.

– Me encantaría, pero…

– ¿Por qué no empieza por decirme…?

De repente, se oyó llorar a Bertie en la planta de arriba. Jessie pensó que iba a dar un beso muy fuerte al bebé en agradecimiento.

– Me encantaría quedarme a charlar con usted, pero tengo que ir a ver que le pasa al niño.

– ¿Un bebé? -de repente fue como si le hubieran vuelto a golpear-. ¿Tiene un bebé aquí?

– Al pobrecito le están saliendo los dientes -le dijo y se apresuró a marcharse, tropezando con la bolsa que el desconocido había dejado en el vestíbulo. Era negra, de aspecto caro, y sin duda muy pesada. Seguramente estaba llena de objetos de otra casa que acababa de robar-. No se mueva, la ambulancia no tardará en llegar.

Dejó la puerta entreabierta para que pudieran entrar los servicios de emergencia y se marchó escaleras arriba.

Bertie se quejaba y se metía el puño en la boca, de vez en cuando. Jessie se puso lo primero que encontró y lo tomó en brazos. Se dio cuenta de que los pañales estaban abajo, seguramente en la cocina.

– Un bebé -murmuró Patrick, mientras trataba de ponerse de pie, haciendo todo lo posible por no prestar atención al tremendo dolor de cabeza que notaba y a las náuseas que sentía.

De repente se dio cuenta de cuál era el olor que le resultaba tan familiar: una mezcla del olor a leche infantil, polvos de talco, crema hidratante para bebés y aquel producto que Bella utilizaba para esterilizar los biberones. Se preguntó cómo podía haberlo olvidado, si a su regreso del funeral, la casa parecía impregnada de aquel aroma, y le había costado meses deshacerse de él. Hubo un momento en el que pensó que tendría que mudarse, hasta que se dio cuenta de que, en realidad, aquel olor solo existía en su mente, que no era más que el fantasma de la familia que había perdido que lo perseguiría toda la vida, así que de nada le serviría cambiarse de casa.

Mientras se apoyaba en el fregadero porque todo le daba vueltas, se preguntó dónde demonios estaría Carenza. Cuando se sintió con fuerzas para abrir los ojos, se dio cuenta de que un policía lo estaba observando con desconfianza.

– Gracias a Dios, agente -le dijo-. Se ha metido en mi casa una loca, que me golpeó con un bate de cricket.

– ¿Por qué no se sienta, señor? La ambulancia no tardará en llegar -Patrick no esperó a que se lo volvieran a decir, para sentarse en la silla más cercana. Enseguida notó que tenía los pantalones húmedos-. Tal vez mientras esperamos, me podría dar algunos detalles, si le parece. ¿Cómo se llama usted, por favor?

– Dalton. Patrick Dalton.

El hombre tomó nota.

– ¿Y su dirección?

– Calle Cotswold, 29.

– Esa es la dirección en que nos encontramos, señor.

– Exactamente. Me llamo Patrick Dalton y vivo aquí -le dijo lenta y cuidadosamente-. Esta es mi casa.

El policía tomó nota y después se volvió hacia la puerta que se acababa de abrir.

– Ya ha llegado la ambulancia, señor. Continuaremos hablando en el hospital.

Patrick se dio cuenta enseguida de que le estaba hablando en el mismo tono en que se habla a alguien que se cree que ha perdido la razón. Estuvo a punto de decirle que era abogado, pero le dolía demasiado la cabeza. Primero iría al hospital. Ya habría tiempo para las explicaciones.

Después se daría el gusto de poner a aquella mujer, su hijo y el gato en la calle. Por supuesto, después de que le dijera dónde encontrar a Carenza.

– ¿Sería tan amable de decirme lo que ha sucedido, señorita? -le preguntó el policía, mientras Jessie cambiaba a Bertie con las manos tan temblorosas que casi no podía despegar las tiras de los pañales.

El policía, al ver en que estado se encontraba, le echó una mano, mientras ella explicaba nerviosa lo que había sucedido.

– El señor Dalton dice que usted lo golpeó con un bate de cricket.

– ¡Eso es mentira! -dijo, y acto seguido se sonrojó al ver el bate que estaba en el mismo sitio en el que Patrick lo había dejado caer-. ¿Se apellida Dalton?

– Patrick Dalton, según dice. Tiene una herida muy fea en la frente.

– Lo sé. Creo que se la hizo al caerse -tomó a Bertie en brazos, y lo estrechó contra su cuerpo-. Por el ruido supuse que se tropezó con el gato y perdió el equilibrio, mientras buscaba algo en la nevera. Lo que no entiendo es el qué.

– La sorprendería saber que la gente acostumbra a guardar sus objetos valiosos en la nevera o el congelador. De todos modos el caballero dijo que vivía aquí.

– A mí también me lo dijo, pero no es verdad. Le alquilé la casa a la señorita Carenza Flinch. Acabo de mudarme. Tal vez haya sufrido una conmoción cerebral.

– Tal vez. Sin embargo no se ven signos de que haya entrado por la fuerza en la casa. Espero que no le importe que le pregunte si no es un problema doméstico.

– ¿Doméstico?

– Si, una pelea de enamorados que se les ha ido de las manos.

– ¿De enamorados? -repitió Jessie, encontrando dificultad, de repente, para articular palabra-. Agente, no había visto a ese hombre en mi vida. Ya le dije que me he mudado hoy. La dueña se iba de vacaciones al extranjero y necesitaba encontrar a alguien enseguida que cuidara de la casa, el gato y las plantas. ¿Es un barrio con mucha delincuencia?

– No, pero la mayoría de la gente tiene instalada una alarma en casa. Incluso usted. ¿No estaba conectada?

– Bueno… no. Estaba tan cansada por el niño que se me olvidó conectarla. Tal vez hasta se me olvidó cerrar la puerta con llave -el agente asintió comprensivo-. ¿Desea ver el contrato de alquiler? Está sobre la mesa que hay en el vestíbulo. Ah, y ese hombre también dejó una bolsa, ahí. Está claro que ya había cometido otros robos esta noche.

El policía miró el contrato, tomó algunas notas y después agarró la bolsa.

– La voy a dejar en paz, señorita -dijo a Jessie-. Tal vez podría venir a la comisaría a hacer una declaración a lo largo de la mañana.

– Sí, por supuesto -le dijo, aunque en su fuero interno lamentó tener que perder más tiempo con aquel asunto. No entendía por qué aquel hombre había decidido escoger su casa. Acompañó al policía hasta la puerta-. ¿Qué le sucederá al señor Dalton? Si es que ese es su nombre.

El policía leyó una de las etiquetas de avión que colgaban de las asas de la bolsa. Venía el nombre, pero no la dirección.

– Tal vez robó la bolsa -dijo Jessie-. Y el nombre.

Lo dijo muy segura, pero no lo estaba. ¿Y si tuviera razón y aquella fuera su casa. Su mirada no era la de un delincuente, aunque la experiencia le había demostrado que no era muy buen juez, porque la de Graeme le había prometido la luna, y ella lo había creído a pies juntillas.

– Bueno, la dejo tranquila para que pueda acostar al niño. Esta vez no se le olvide conectar la alarma.

– No se me olvidará -le dijo, y tras despedirlo cerró la puerta y la conectó. No estaba dispuesta a pasar otra vez por lo que acababa de vivir.

Como estaba demasiado nerviosa como para quedarse dormida otra vez, decidió ponerse a limpiar la cocina, tratando de no pensar en su guapo ladrón de mirada sincera; o en lo que había sentido al estar encima de él, pero no le resultaba fácil, así que decidió como último recurso concentrarse en el trabajo y puso en funcionamiento el ordenador.