– No sé cuánto tiempo voy a poder seguir con esto, Kevin. Lo echo mucho de menos.
– Yo también. Es extraño, pero este silencio excesivo me hace daño en los oídos.
– ¿Crees que ya habrá funcionado?
– No creo, cariño. Supongo que no la van a poner en la calle de inmediato. Y menos con un bebé.
– ¿Tú crees?
– Dijimos que íbamos a darle una semana, Faye.
– No creo que pueda aguantar sin él tanto tiempo. Supón que no se las arregla bien. Imagina que…
– Jessie es la mujer más competente que conozco. Recuerda lo bien que se le dio cuidar de Bertie el domingo.
– Sí, pero el domingo, yo estaba allí.
– Dejaste suficientes instrucciones como para escribir un libro sobre cuidados infantiles. Además si tiene algún problema…
– Eso, si tiene algún problema, ¿qué?
– Hará lo que hace siempre: recurrirá a Internet. Anda, ven que te dé un abrazo.
– Sí, esto fue el inicio de nuestros problemas.
Cuando Bertie despertó, ella llevaba ya una hora levantada. Tal vez se estuviera empezando a acostumbrar a dormir menos, o fuera la tranquilidad de tener ya un techo, pero se sentía en plena forma. Radiante de felicidad se inclinó sobre la cuna para tomar en brazos al niño.
– ¿Tienes hambre, cariño?
El bebé se metió el puñito en la boca y Jessie se echó a reír.
Conectó la hervidora de agua y después preparó el biberón de Bertie y se hizo un té. Vio una marca en una de las esquinas del mostrador y se preguntó si se habría golpeado allí Patrick Dalton, si es que aquel era su verdadero nombre. ¿Se habría hecho una herida seria? Se estremeció solo de pensarlo, y se dijo que tal vez debería ir a visitarlo al hospital.
Aunque también podía estar ya en una celda. Aquel pensamiento no le produjo ninguna felicidad. No le había parecido un ladrón, ni había hablado como uno, pero tal vez fuera que procedía de una buena familia, pero había equivocado su camino.
– Lo siento, señor Dalton, pero dadas las circunstancias, no nos quedó más remedio que creer en la versión de la señorita Hayes sobre lo sucedido:
– Supongo que ella creyó haber dicho la verdad.
– Entonces, ¿no va a presentar cargos?
– ¿Qué cargos? Sus hombres vieron el contrato de alquiler. Parece ser que mi sobrina ha alquilado mi casa a esa mujer -se tocó la venda de la frente-. Le devolveré su dinero y cuando se marche iré a buscar a mi sobrina, para asegurarme de que este verano no se le olvide en la vida.
– Sí, señor. ¿Es esa su bolsa? -el jefe de policía hizo una seña a uno de sus empleados que se apresuró a ocuparse de ella-. Lo menos que puedo hacer es ofrecerme a llevarlo a su casa.
La cocina estaba limpia y ya había bañado y dormido a Bertie, así que se daría una ducha, se arreglaría, y cuando el niño despertara, lo pondría en la sillita e irían a la comisaría, para declarar y preguntar si el ladrón se había recuperado. No se sentía responsable, porque la había agarrado del tobillo, dándole un susto de muerte, pero cuando estaba encima de él, y la miraba con aquellos ojos grises, nada amenazadores, sino tal vez perplejos, ella se había sentido muy rara, como mareada, y no porque se hubiera dado ningún golpe.
Pero aquello era ridículo. Lo que le hacía falta era dormir una noche entera.
El baño, que se encontraba dentro de la habitación, estaba decorado a juego con ella, en colores cálidos que invitaban al descanso. Jessie cambió de opinión respecto a la ducha y abrió los grifos de la bañera antigua de patas para que se llenara. No le había dado tiempo todavía a deshacer la maleta, pero en el baño había de todo, así que se permitió echar un aromático gel y, tras dejar la puerta abierta para oír a Bertie si se despertaba, se sujetó el pelo para que no se le mojara y se metió entre la espuma.
– ¿Está seguro de que no necesita ayuda? -le dijo el jefe de policía, que estaba abochornado porque sus hombres habían confundido a Patrick Dalton con un ladrón, cuando era uno de los abogados más importantes y conocidos del país. Había sido un error sin ninguna mala intención, pero el señor Dalton tenía fama de no olvidar los errores que cometía la policía.
– Creo que me las puedo arreglar, pero gracias por ofrecerse. Y respecto a lo de anoche, bueno si usted no se lo comenta a nadie, le prometo que yo tampoco lo haré.
– Es muy generoso de su parte, señor Dalton.
– Lo sé.
– Está seguro de que no quiere que le explique yo lo sucedido a la señorita Hayes -le dijo el jefe de policía, desconcertado por tanta franqueza.
– Creo que me las podré arreglar. Además le puedo enseñar el periódico de ayer, si todavía no está convencida -no le gustaba el titular, pero gracias a la fotografía la policía lo había reconocido.
Patrick se puso el periódico bajo el brazo y tomó su bolsa de manos del oficial de policía. Subió las escaleras que daban a la puerta de su casa con ligereza, a pesar de que le dolía un poco la cabeza, pero no tocó el timbre. Sabía que lo más normal hubiera sido hacerlo, pero corría el riesgo de que la chica pusiera la cadena y se negara a dejarlo entrar. Así que esperó a que se alejara el coche de policía y entró.
Esta vez la alarma estaba conectada. Posó la bolsa en el suelo, dejó el periódico en la mesa del vestíbulo, y la desconectó.
– Hola. ¿Hay alguien ahí? -dijo en voz alta.
Como nadie respondió se dirigió a la cocina, que parecía haber recuperado la normalidad.
Enseguida le vino el olor al líquido desinfectante de biberones, y se sintió abrumado por tristes recuerdos que lo remitieron a diez años atrás. El gato se frotó contra sus pantalones, pero no había ni rastro de su inquilina, aparte de una huella de leche en la moqueta del vestíbulo.
Tal vez hubiera salido de paseo con el niño.
De repente se dio cuenta de que llevaba un buen rato conteniendo la respiración e inspiró profundamente tratando de relajarse, mientras recogía la bolsa del suelo y empezaba a subir las escaleras, decidido a darse una buena ducha y a dormir ocho horas seguidas. Se detuvo en seco al ver la cuna al lado de la cama, y se dio la vuelta enseguida, diciéndose que se encargaría de que estuviera plegada al lado de la puerta para cuando ella regresara. Tal vez si se encontrara con una furgoneta y un cheque esperándola se mostraría razonable, aunque le parecía improbable, a juzgar por la determinación con que la había visto blandir el bate de cricket, a pesar de que estaba muerta de miedo. De todos modos merecía la pena intentarlo.
Se quitó los zapatos y después la camisa, mientras cruzaba la puerta del baño, encestándola después con pericia en el cesto de la ropa sucia. Entonces se volvió y se llevó una buena sorpresa porque Jessie estaba en su bañera, con sus rizos castaños cayéndole sobre la frente y las mejillas, y las partes púdicas de su cuerpo escultural apenas cubiertas por islotes de espuma. Sin el bate en la mano y las gafas de búho estaba muy diferente, y no parecía en modo alguno amenazadora. Hasta el más duro de los corazones se ablandaría al verla así.
Desde luego el suyo tenía fama de ser de acero, y así quería que lo siguieran creyendo, pero tenía que reconocer que si un hombre tenía que encontrarse a una mujer en su bañera al llegar a casa, él había tenido suerte de que fuera una tan atractiva.
Sin embargo, podía entender que Jessie no encontrara la situación tan agradable, y estaba seguro de que si no estaba gritando como una loca en aquel momento, era porque estaba profundamente dormida.
Capítulo 3
Patrick dio un paso atrás. Moralmente tenía todo el derecho a estar en su propio baño. Él no había alquilado su casa. Jessie Hayes era quien no tenía derecho a estar allí. Podía haber firmado un contrato, pero le parecía increíble que se hubiera creído que esa casa pertenecía a una chica de dieciocho años, cuya idea de la elegancia era teñirse el pelo de color morado y ponerse un pendiente en la nariz. A cualquiera con dos dedos de frente, le hubiera saltado a la vista con solo mirar un poco a su alrededor.