– ¿Y cree haber hecho bien? -preguntó Jessie.
Patrick pensó que estaba muy guapa, y el bebé completaba su belleza, igual que le había pasado a Bella cada vez que tenía al hijo de ambos en brazos.
– No me fío demasiado de los hospitales -le dijo, al tiempo que se hacía a un lado para dejarla pasar. -¿Se las puede arreglar usted sola? -le preguntó con ansiedad, temiendo aún que pudiera dejar caer al niño.
– Por supuesto que me las puedo arreglar sola. No voy a estar esperando a que me venga a echar una mano el primer ladrón que pasa por la calle. ¿Por qué no se lleva lo que… lo que haya venido a buscar, y se marcha? -respiró profundamente, tratando de tranquilizarse-. Le aseguro que fingiré no haberlo visto.
Patrick pensó que le estaba siguiendo la corriente, y estaba dispuesta a que se llevara lo que quisiera con tal de que no hiciera daño al niño. Era una chica lista, porque de haber sido un verdadero delincuente, estaría haciendo lo más conveniente.
– ¿Se está ofreciendo a mirar a otro lado, mientras me llevo la plata? -le preguntó, conteniendo las ganas de reír.
– ¿La plata? -Jessie pensó que no había visto objetos de plata, pero tampoco había mirado mucho-. Sírvase usted mismo. Estoy convencida de que está asegurada -le dijo Jessie, con el tono de voz más tranquilo que pudo, mientras daba otro paso hacia la puerta.
– Gracias, es usted muy amable, pero lo único que estaba pensando tomar era una ducha.
– ¿Una ducha? -Patrick la vio mirarlo al pecho, y se sintió muy desnudo de repente. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para evitar pensar en ella mientras se estaba bañando; en aquel diminuto tatuaje tan sexy. Desde luego necesitaba una ducha…
– Sí, una ducha. Si es que ha dejado agua caliente.
– Um… sí… Por lo menos… Probablemente sí… -parecía confusa y no le extrañaba, pero no era cuestión de ponerse a darle explicaciones en aquel momento. Estaba seguro de que no lo creería-. Hay muchas toallas, y creo haber visto también una cuchilla de afeitar en el armario, si la necesita… -de repente se calló, arrepentida de haber mencionado la cuchilla.
– Y después -dijo Patrick-, trataré de recuperar todas las horas de sueño que he perdido.
– ¿De sueño? -preguntó Jessie, asombrada, y por un momento Patrick tuvo la sensación de que se iba a ofrecer a cambiarle las sábanas.
– He tenido un día terrible, seguido por una noche atroz.
– Ya -le dijo, y después señaló la cama-. Sírvase usted mismo.
Patrick sabía que lo primero que iba a hacer la muchacha era llamar a la policía, pero no le importó. Le enseñarían la fotografía del periódico, y romperían el contrato de arrendamiento, lo que sabía le iba a costar un montón de dinero.
Una vez que se sintió a salvo al otro lado de la puerta, Jessie se volvió, y le preguntó:
– Escuche, necesito saber una cosa, ¿cómo consiguió entrar esta vez?
– Del mismo modo en que lo hice ayer. Utilicé una llave.
– ¿Una llave? -por un momento pareció muy confusa-. Pero, si conecté la alarma después de marcharse la policía. Estoy segura.
– Sí, pero dejó amablemente el código apuntado en un cuaderno al lado del teléfono. Si fuera un ladrón de verdad, le habría estado muy agradecido. ¿Alguna pregunta más?
Por la expresión de su cara, Patrick se dio cuenta de que tenía muchas, pero que había decidido no formularlas.
– Será mejor que me vaya a cambiar a Bertie.
– Me parece bien. De paso, ya que está tan generosa, ¿por qué no prepara un poco de café?
– ¿No teme que le impida dormir?
– No es para mí, sino para la policía, porque estoy seguro de que lo primero que va a hacer es llamarla, y agradecerán una taza de café decente cuando lleguen. No se puede ni imaginar la porquería que toman en la comisaría…
Jessie se marchó sin saber qué decir, y Patrick pensó que se daría la ducha, pero que lo de echarse a dormir lo dejaría para cuando se hubiera librado de su inquilina. Quería asegurarse de que cuando se despertara la próxima vez, tenía la casa para él solo.
Jessie le oyó abrir la ducha, pero estaba segura de se estaba tirando un farol, porque, en realidad solo pretendía llevarse todo lo que pillara y largarse antes de que la policía llegara.
Dejó a Bertie en la cuna, y fue a marcar el teléfono de la policía, pero entonces vio el periódico, y en él una cara que le resultó muy familiar. No tenía las gafas puestas, pero los titulares hablaban de un juicio por fraude en algún lugar del Lejano Oriente. Debajo de la foto, que no parecía sacada de ningún archivo policial, se podía leer:
PATRICK DALTON QC
El mismo nombre que aparecía en la bolsa con la que se había tropezado la noche anterior. El nombre que su ladrón había dado a la policía.
Se quedó mirando a Bertie, pensativa, hasta que recordó que el niño necesitaba que lo cambiaran. Dejó el periódico en su sitio, y tomó al bebé en brazos.
Lo cambió, lo sentó en su sillita alta, y después hizo café. Sospechaba que estaba metida en un lío. Aquel hombre había dicho que aquella era su casa, y no le había hecho caso porque pensaba que estaba diciendo cosas sin sentido a causa del golpe que se había dado en la cabeza. Sin embargo, empezaba a temerse que dijera la verdad, y Carenza Flinch no fuera la propietaria de la casa. Por si fuera poco era uno de los abogados más importantes del país.
Gimió al recordar que le había dicho que podía llevarse lo que quisiera. Ahora entendía por qué sonreía. La había dejado hablar, que se pusiera en ridículo todo lo que quisiera.
Estaba segura de que aquel hombre no tendría piedad con ella. La comunidad de Taplow Towers le iban a parecer corderitos al lado de él. Por suerte tenía el contrato de alquiler, que algo probaba.
Jessie pensó en Carenza. Le parecía un poco extravagante, pero no tenía pinta de «okupa». Recordó que le había pedido el pago de la renta en efectivo, y se sintió como una idiota.
Mao se frotó contra sus piernas, pidiendo su desayuno, y entonces recordó lo preocupada que se había mostrado la chica por el bienestar del gato. No, no era una «okupa», y desde luego no era a ella a quién había tratado de engañar. A ella la había dejado al cuidado de la casa y las plantas del señor Patrick Dalton, mientras se iba a recorrer Europa con sus amigas. Tal vez si el señor Dalton había dejado a Carenza a cargo de la casa, y ella la había alquilado, no lo tenía todo tan perdido como se había temido. Lo que necesitaba era un abogado. Hizo una mueca al pensar que ya tenía uno, in situ, y de repente vio al hombre en cuestión en la puerta de la cocina.
La taza le tembló en su platillo.
Si estaba impresionante con una camiseta gris, unos pantalones de chándal y el pelo mojado, ¿cómo estaría con la toga y la peluca? Seguro que tendría aterrorizados a sus acusados. Aunque puede que no ejerciera la acusación, sino la defensa. Seguramente defendería a hombres ricos, aunque fueran unos villanos. Se ganaba más dinero que enviándolos a la cárcel. Aquella casa debía de haberle costado una fortuna.
Podía ser que la ley no estuviera de su parte, pero todo llevaba su tiempo, y además siendo un abogado importante, no querría verse envuelto en ningún escándalo. Ese pensamiento le hizo ser capaz de esbozar una sonrisa.
– Siéntese, señor Dalton, y sírvase una taza de café usted mismo.
– Ya veo que le han explicado la situación -le dijo.
– ¿Me han explicado? ¿Quién? -le preguntó, mientras limpiaba la boca de Bertie para evitar mirarlo.