Tan pronto como Darcy dejó el vaso en la mesa, su anfitriona le hizo una seña al mayordomo para que volviera a llenárselo, pero él cubrió la copa con la mano y negó con la cabeza.
– ¿Acaso el vino no es de su agrado, señor Darcy? -preguntó la señorita Bingley con diligencia-. Si lo desea, pedimos otra botella.
– No, no se inquiete -respondió Darcy-. El vino es excelente. -Comenzó a levantarse de su asiento, pero la señorita Bingley se apresuró a detenerle.
– Señor Darcy, no puede usted dejarnos tan pronto. Todavía no hemos oído sus impresiones sobre la sociedad de Hertfordshire. -Miró alrededor de la mesa en busca de apoyo para su requerimiento-. Estoy segura de que será muy interesante.
Darcy miró a Bingley, buscando disimuladamente su ayuda, pero su amigo se limitó a hacer una mueca y encogerse de hombros. Después de lanzarle una mirada feroz, Darcy volvió a tomar asiento y adoptó una actitud de indiferencia hacia las damas.
– Tal como usted ha dicho, señorita Bingley, los lugareños de aquí «no son muy interesantes». Sin embargo, ellos son lo que comúnmente se llama «el músculo del Imperio» y en la medida en que dependemos de ellos para que proporcionen la tan necesitada fuerza física, tal vez sea ilógico que esperemos un exceso de ingenio.
De las dos damas, la señorita Bingley fue la primera en recuperar la compostura, pero no antes de recurrir a su servilleta para limpiarse las lágrimas que la risa había dejado en sus ojos.
– Pero ¿qué hay de las damas, señor Darcy? -Un destello malicioso iluminó sus ojos-. Seguramente no incluirá a las mujeres en el suministro de la fuerza física, ¿o sí?
– De ningún modo, señorita Bingley. No sería tan desconsiderado.
– Pero, señor -insistió ella-, usted ha aceptado su falta de fuerza física y ha desestimado su ingenio. ¿Con qué criterio, entonces, podemos clasificar a las damas de Hertfordshire?
– Usted apunta a la característica más obvia cuando se trata de mujeres, señorita Bingley. Desea que yo comente sus atributos físicos, su belleza, si quiere. -Enormemente incómodo con el giro de la conversación, Darcy señaló a Bingley-. Es a su hermano y no a mí a quien debería pedirle ese juicio.
– Nosotras sabemos lo que piensa Charles -respondió la señorita Bingley con un matiz de irritación en la voz-. Para él todas son diamantes preciosos. Lo que nos gustaría oír es su opinión. ¿No es así, hermana?
– Sí, señor Darcy, por favor, cuéntenos -pidió la señora Hurst con entusiasmo y luego, después de lanzarle una mirada a su hermana, agregó con tono travieso-: En especial quisiera oír sus opiniones sobre las muchachas Bennet.
– Darcy -dijo Bingley con cierto timbre de pretendida amenaza en la voz-, no toleraré ningún comentario sobre la señorita Jane Bennet que no sea del más alto nivel. Puedes limitar tu análisis a sus hermanas… ¿a la señorita Elizabeth, tal vez? Ahora bien, ella sería mi ideal de belleza si no fuera por su hermana mayor.
El silencio invadió el salón, mientras los tres acompañantes de Darcy esperaban su respuesta. Al mismo tiempo que se limpiaba las manos con la servilleta que tenía en el regazo, se le pasó por la cabeza la idea de que, de una forma misteriosa, la señorita Elizabeth Bennet seguía exigiendo un castigo por su estúpida torpeza. Así que, mientras criticaba su rostro, su figura y sus modales con toda la despreocupación que pudo reunir, dejó bien claro que la señorita Elizabeth Bennet no era su ideal de perfección en una mujer.
Capítulo 4
La mañana de la cacería amaneció fresca y despejada, ofreciéndoles a los caballeros un excelente día. Arropado por los consejos de Darcy, fruto de su experiencia en la organización de esta clase de asuntos, su naturaleza afable y su nueva escopeta ligera, Bingley se integró con facilidad entre los cazadores más importantes del condado. Su arma fue objeto de numerosas aclamaciones, sus presas, alabadas, y su compañía tan solicitada en las futuras cacerías que no se le hubiera podido culpar por considerarse el hombre más afortunado del mundo.
A pesar de los repetidos intentos por parte de los otros caballeros de entablar conversación, Darcy permaneció tercamente en la retaguardia, concentrado en el entrenamiento del joven lebrel que había traído con él, en lugar de prestar atención a la charla del grupo. Pensó que lo más probable es que fuera tal como Caroline Bingley había dicho: «sólo hablan de caballos y cacerías» y, en consecuencia, se trataba de una conversación a la que únicamente necesitaba prestar atención de vez en cuando. E incluso eso sólo lo hizo por Charles, para ayudarlo a distinguir a todo el mundo más tarde, cuando comentaran los acontecimientos del día alrededor de un vaso de oporto en la biblioteca. Ése era el momento en que Bingley debía dejar su huella, y Darcy no tenía intención de desviar la atención de los habitantes de la zona hacia nada distinto de su amigo.
Respiró una gran bocanada de aire fresco y tonificante, lo retuvo un momento y lo saboreó tal y como había hecho con el vino de la cena la noche anterior; luego exhaló lentamente, lo que hizo que el campo y el bosque frente a él comenzaran a vibrar a través del vapor de su respiración. El grupo había atravesado el campo sin él y sus voces se iban desvaneciendo en un silencio que alimentaba la paz del alma. Sin embargo, una llamada de atención a la altura de sus rodillas rompió, de repente, aquella sensación de paz. Darcy se puso en cuclillas, balanceándose sobre la planta de los pies, mientras acariciaba al perro detrás de las orejas.
El animal, que había dejado de ser un cachorro, tenía unas patas enormes, y lo alentaba una pasión por complacer a su amo que rayaba en lo cómico. La mirada de infinita adoración que levantaba hacia Darcy luchaba abiertamente con la pura dicha que experimentaba por estar, al fin, al aire libre. Darcy no pudo evitar una sonrisa al ver cómo la batalla entre obediencia e impulso hacía que el perro temblara debido a la tensión y el entusiasmo. El lebrel le lanzó finalmente una mirada de súplica tan conmovedora que Darcy habría tenido que ser de piedra para resistirla, a pesar de que él mismo no sintiera un eco de la misma lucha en su interior. Le dio al animal una caricia rápida y vigorosa y, recogiendo del suelo un palo de buen tamaño, se incorporó totalmente y miró al perro con firme autoridad. Sabueso y amo se miraron mutuamente, atentos a captar en el otro cualquier asomo de debilidad. Darcy dejó que la tensión entre ellos creciera hasta que, levantando el brazo todo lo que pudo, lanzó el palo y gritó la palabra más hermosa que puede esperar oír un perro:
– ¡Tráelo!
Como un resorte muy apretado que se suelta de repente, el sabueso saltó hacia delante en silencio, totalmente concentrado en su presa. En cuestión de segundos, un ruido entre la alta hierba indicó que el sabueso estaba buscando el palo. Darcy comenzó a caminar en la dirección que había tomado el grupo, seguro de que el entusiasmo del perro por el juego lo traería otra vez rápidamente a su lado. El animal no lo decepcionó. Después de quitarle el palo con dificultad, Darcy lo volvió a lanzar, pero esta vez no dio ninguna orden. El sabueso se sentó directamente frente a él, interponiéndose en el camino, y en sus grandes ojos apareció reflejada una pregunta. Darcy esperó. Un breve aullido de impaciencia se escapó de su hocico y terminó con un ladrido agudo.