Sí, ¿dónde están las hermanas Bennet? Él mismo se sorprendió buscándolas. Descartando la posibilidad de unirse al grupo que rodeaba a la señorita Bingley, empezó a pasearse por el salón. Estaba a punto de pasar junto a un grupo de personas reunidas alrededor de un sofá, cuando el caballero que estaba más cerca dio un paso hacia atrás y casi tropieza con él. Al tratar de esquivarlo, justo a tiempo para no ser derribado, se encontró cara a cara con la señorita Elizabeth Bennet.
– ¿Me permite saludarla esta noche, señorita Bennet, y desearle una buena velada? -comenzó a decir rápidamente, al tiempo que le hacía una reverencia tan correcta y elegante como si estuviera bajo la inspección de las reinas de la sociedad londinense. La inclinación de la muchacha fue igualmente correcta.
– Claro, señor -dijo, haciendo una pausa, y luego añadió con cierta indiferencia, mientras levantaba la vista hacia él-: Aunque el hecho de que sea buena dependerá de nosotros, ¿no es así? -Los labios de la señorita Elizabeth Bennet se curvaron para formar una sonrisa de cortesía que apareció fugazmente, pero no antes de que Darcy quedara cautivado por la chispa que incluso una sonrisa tan anodina produjo en sus ojos. La confusión del caballero aumentó cuando ella se hizo a un lado y miró a su alrededor con el ceño ligeramente fruncido, gesto que él tuvo que admitir que resultaba adorable-. Si tiene usted la bondad de excusarme, señor Darcy, hay algo que requiere mi inmediata atención.
– Por supuesto, señorita Bennet -logró decir, aunque sus palabras sólo alcanzaron a llegar a la espalda de la muchacha, que se retiraba apresuradamente. Sorprendido en cierta forma por ese tratamiento, Darcy pensó primero que ella continuaba dándole su merecido por sus desconsideradas palabras de los dos últimos encuentros y que ese aparente deseo de evitarlo formaba parte de su juego. Pero cuando la vio consolando a su agitada madre y «teniendo una charla» con una de sus hermanas menores, vio que la brusca manera en que la muchacha se había retirado había sido legítima y que sus sospechas eran infundadas.
Durante la cena, Darcy se sintió un poco decepcionado al no haber quedado estrictamente dentro del círculo de Elizabeth Bennet, pues estaba sentado al otro lado de la mesa y dos sillas más allá; pero estaba lo suficientemente cerca para ser testigo de la manera sencilla y afable en que trataba a los que habían tenido la fortuna de compartir la mesa con ella. Con reticente admiración, no pudo dejar de notar la deliciosa manera en que la muchacha le subió los ánimos al hosco y anciano mayor… y, más tarde, la forma en que le aseguró a un joven y tímido galán local que el nudo de su corbata estaba «espléndido». Ya estuviera intercambiando frases ingeniosas o escuchando con atención, Darcy se dio cuenta de la inusual inteligencia que desplegaban los hermosos ojos oscuros de Elizabeth y se preguntó cómo había podido descartarla de manera tan irreflexiva durante el baile.
Un invitado que estaba al otro lado le pidió su opinión sobre cierto tema, y Darcy tardó algunos minutos en poder volver a fijar su atención en el extremo de la mesa. Sucedió entonces que la conversación alrededor de Elizabeth Bennet había cesado, lo que le permitió la oportunidad de tomar algo fresco. Extendió su esbelto brazo y agarró la copa entre sus dedos delicadamente formados. Darcy observó, inexplicablemente fascinado, cómo se la llevaba lentamente a los labios con una elegancia inconsciente. Le dio un sorbo al vino, con increíble delicadeza, y volvió a dejar la copa en su lugar. Cuando ella hizo aquel sencillo gesto y volvió a poner la mano en el regazo, Darcy soltó el aire, a pesar de que no se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Rápidamente desvió los ojos antes de que ella pudiera notar su inapropiado comportamiento y los dirigió a su propio vaso. Sintió que el pulso se le aceleraba, que su manera de agarrar la copa no demostraba la misma seguridad con que ella lo había hecho y que el vino se balanceaba peligrosamente. ¿Qué te está sucediendo?, se reprendió a sí mismo, luego tragó el líquido rojizo sin saborearlo.
El squire echó hacia atrás su asiento, se levantó de la mesa y sugirió, haciendo un guiño a todos los invitados, que ahora los caballeros podían disfrutar de algo que su administrador había adquirido para aquellos que sabían reconocer lo bueno. Los estaba esperando en el salón de juegos; ¿les gustaría acompañarlo? Darcy se levantó con los otros caballeros, sintiéndose al mismo tiempo ansioso por salir y reacio a hacerlo, por razones que prefirió no analizar.
Después de aceptar un vaso de un brandy francés no muy legal, se dio la vuelta y descubrió que era observado por un hombre mayor, cuya actitud revelaba un interés particular. Al notar la involuntaria tensión de Darcy, en la mirada del hombre apareció un brillo burlón mientras, para su sorpresa, le dirigía un saludo. Intrigado, el caballero contestó el saludo levantando su vaso de manera similar y bebió un ligero sorbo. El brandy era excelente y Darcy cerró los ojos durante un instante, deleitándose con su calidez. Cuando los abrió, vio el rostro resplandeciente de su anfitrión.
– Señor Darcy, ¡me atrevo a decir que ni siquiera usted ha tenido la oportunidad de probar con frecuencia un ejemplo tan espléndido del arte de la destilería! -El squire hizo una pequeña pausa para que Darcy hiciera un gesto de asentimiento antes de continuar-: Sólo me gustaría que pudiéramos adquirir tabaco americano con la misma facilidad con que conseguimos brandy francés.
– Podríamos, si fuera de nuevo tabaco inglés -tronó el mayor, que llegaba desde el otro extremo del salón para reunirse con ellos-. ¡Ya basta de palabrería! ¡Apuntemos nuestros cañones a las calles de su capital y pongamos punto final a este absurdo! ¡Los Estados Unidos! ¡Bah! Recuerde mis palabras, señor. Pronto estarán marchando sobre la colonia de Canadá si alguien en St. James no se preocupa por otra cosa que no sea el corte de su chaqueta. Cuando yo estuve allí en el setenta y nueve… -Enseguida se desató una acalorada discusión sobre la inminente guerra, de la cual Darcy se excusó rápidamente.
Encontró un cómodo sillón en una esquina tranquila y se arrellanó plácidamente en él, sin otro propósito que disfrutar del excelente brandy. Al sostener su vaso en alto para atrapar un rayo de luz de la lámpara que tenía al lado, aprobó el delicado color ambarino del licor y su brillo, irradiando el reflejo de la luz. Antes de que pudiera impedirlo, estaba comparando el resplandor del licor con lo que había observado en los ojos de la señorita Bennet. Rápidamente puso el vaso sobre la mesa. ¡Imbécil!, se amonestó en voz baja, moviéndose incómodo en su asiento.
Preguntándose qué habría sido de Bingley, echó un vistazo a su alrededor y lo localizó cerca de la chimenea, conversando con el hombre que lo había saludado y que, gracias a su anfitrión, ahora sabía que era el señor Bennet. A juzgar por la seriedad de su rostro, que resultaba casi doloroso observar, Darcy se podía imaginar bien la intensidad con que Bingley debía de estar tratando de causar una buena impresión en el anciano. Aunque el señor Bennet parecía prestarle a Bingley una atención similar, Darcy creyó detectar una chispa de burla sarcástica en sus ojos, que no le gustó en lo más mínimo. Su sentido del deber para con su amigo reclamaba que fuera a rescatarlo, pero dada la particularidad de su propio intercambio con el caballero, Darcy experimentó una decidida resistencia a intervenir. Se sintió profundamente agradecido cuando el squire sugirió que se reunieran nuevamente con las damas.
La corta distancia que había entre el salón que los caballeros estaban abandonando y aquel al cual estaban entrando le pareció engañosa, pues el contraste entre los dos era tan grande que parecía que hubiesen hecho un viaje entre dos mundos. En el salón de juegos reinaba la atmósfera familiar de la sociedad masculina: el aroma del brandy y el humo de la pipa, el crujido de los sillones de cuero y la noble mirada de los trofeos de caza, cuyas cabezas llevaban años vigilando desde las paredes aquel dominio masculino. En medio del salón revestido de madera y a media luz, la conversación había girado en torno a los caballos y la caza, el precio del maíz y la guerra. Se hacían acuerdos, se cerraban negocios y se establecían relaciones que asegurarían la paz y la prosperidad de la región durante muchos años.