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En contraste, el mundo al que estaban entrando resplandecía con la luz de miles de velas, el papel pintado floreado y el dulce aroma del té y el jerez. Todo hablaba de una sociedad femenina, cuyas reglas no escritas y cuyo comportamiento impredecible siempre le habían causado una cierta consternación a Darcy. La excesiva afabilidad del matrimonio formado por sus padres y el buen sentido y excelente entendimiento con aquellos de cuya compañía solían disfrutar no lo habían preparado bien para captar todos los matices en un salón social o un salón de baile. Los subterfugios y los discursos bonitos pero falsos no habían formado parte de su educación. Dicho comportamiento era considerado como falto de honor e insultante. Sin embargo, después de entrar en el mundo más amplio de sus semejantes y amigos, Darcy descubrió que habitualmente se esperaba que la gente actuara así, y que esa conducta era incluso elogiada, en especial cuando los dos sexos se encontraban en sociedad.

Sin deseos de involucrarse en las banalidades o intrigas que pasaban por conversaciones de salón, Darcy trató de recuperar su equilibrio para prepararse para la esperada justa con Elizabeth Bennet. El tan ansiado intercambio de dardos no había tenido lugar y lo había dejado curiosamente desanimado. Pensando en alcanzar a Bingley antes de que se sumergiera en el salón, Darcy avanzó hacia él, pero su amigo parecía bastante interesado en llegar al salón y no lo vio. Tuvo que seguir solo, y al entrar se acercó a una mesa sobre la que habían colocado dulces y jerez. Estudió brevemente la oferta y eligió uno de los dulces azucarados. Mientras lo saboreaba, levantó la vista y descubrió a Bingley, que estaba animando a la señorita Bennet a sentarse en un pequeño sofá y señalaba luego la mesa de los dulces. Ella asintió con elegancia en señal de aceptación y se ruborizó complacida, mientras él se dirigía directamente hacia Darcy.

– Ah, Darcy -le dijo Bingley con una sonrisa de oreja a oreja-. Hazte a un lado, hombre. Tengo la misión de hacerle un favor a una adorable dama y debo regresar rápidamente o me temo que seré reemplazado.

Darcy miró por encima del hombro de Bingley cuando éste se inclinó para cumplir su tarea.

– No, no tienes nada que temer, Bingley. La madre de la dama te está guardando el sitio. Si no me equivoco, ella se encargará de ahuyentar a quienquiera que ose tratar de sentarse junto a su hija hasta que tú regreses.

Bingley se detuvo sólo el tiempo suficiente para verificar la verdad de las palabras de Darcy y luego se rió entre dientes y susurró:

– La señora Bennet tiene su utilidad, Darcy.

– ¿Y qué hay del señor Bennet? -preguntó Darcy en voz baja-. ¿Quedaste satisfecho con la conversación?

– ¡Un hombre muy interesante y muy agudo! No se parece a su esposa en absoluto. -Bingley se enderezó, tratando de mantener el equilibrio de un plato de bizcochos en una mano y dos vasos de jerez en la otra-. Creo que nos hemos entendido estupendamente bien. -Darcy entornó los ojos-. ¡No seas tan incrédulo! -respondió Bingley-. Pero no tengo tiempo para ti, Darcy. La señorita Bennet espera y, con o sin su madre, no pretendo perder mi oportunidad, ahora que finalmente la he conquistado. -Y, diciendo esto, Bingley se alejó apresuradamente.

¿Y dónde está la otra señorita Bennet? Darcy examinó el salón mientras iba a por otro bizcocho y una taza de té. Una esbelta mano femenina agarró la taza antes que él. Levantó la vista y se encontró con la señorita Bingley.

– Señor Darcy, permítame prepararle una taza de té. Con un terrón de azúcar, ¿verdad? -Darcy hizo un esfuerzo por convertir la mueca que sintió asomándose a su cara en algo que se pareciera al agradecimiento-. Aquí tiene… justo como le gusta. -La señorita Bingley le ofreció el té con un aire de intimidad que le disgustó.

– Gracias, señorita Bingley -dijo, aceptando la taza y dando un paso hacia atrás-. Por favor, no permita que la entretenga. Me parece que los caballeros que están allí esperan su regreso con ansiedad. -Hizo un gesto en dirección a uno de los grupos de invitados.

La señorita Bingley hizo ademán de pasar frente a él, pero se detuvo junto a su hombro y susurró:

– Es todo tan aburrido, ¿no es así, señor Darcy? -El cosquilleo de la respiración de la señorita Bingley en la oreja fue una sensación desagradable y necesitó de todos sus años de educación para deslizarse suavemente hacia atrás y alejarse de ella. Tomó otro dulce, tratando de encubrir aquel movimiento-. ¡Usted debe estar muerto de aburrimiento en medio de una compañía tan poco distinguida! -siguió diciendo la señorita Bingley-. Porque, vamos, el squire es todo un personaje.

– No es el tipo de sociedad al que estamos acostumbrados, eso es seguro -afirmó Darcy-, pero, señorita Bingley, debe usted admitir que la velada tiene cierta utilidad. Su hermano ya ocupa una posición destacada entre estas personas y al final de esta velada será más estimado. Y usted, que hace las veces de señora de la casa, también asumirá, sin duda, un papel protagonista en la comunidad. De hecho, ha comenzado usted muy bien. La manera en que la han recibido esta noche ha sido extremadamente amable y parece que usted es universalmente admirada. Eso sólo puede contribuir al progreso de la influencia de su hermano.

Los ojos de la señorita Bingley brillaron e hizo un puchero con los labios.

– No tan universalmente admirada, señor Darcy.

– Señorita Bingley, ¡con seguridad se equivoca usted! Estoy asombrado oyéndola decir eso -replicó Darcy, aunque estaba bastante seguro de cuál era la fuente del descontento de la muchacha-. ¿A quién se refiere usted?

– A la señorita Elizabeth Bennet -confesó ella-. Detecté su falta de sinceridad en Netherfield y su comportamiento aquí esta noche sólo confirma la verdad. -La señorita Bingley sacudió la cabeza con pesar. Luego, después de haber lanzado su dardo, se disculpó, agarró el brazo de un joven vestido con lo que se consideraba localmente como el último grito de la moda y le pidió que la acompañara hasta el otro lado del salón. Cuando se alejaron, Darcy la oyó exclamar algo sobre la corbata del joven y aconsejarle que hablara con el ayuda de cámara de su hermano acerca de la manera adecuada de ponérsela.

Tan pronto como la señorita Bingley le dio la espalda, Darcy dejó de fruncir el ceño y se llevó la taza a los labios para disimular la sonrisa irónica que había ocultado mediante aquel gesto y que ya no podía esconder por más tiempo. Elizabeth Bennet, ¡celosa! ¡Qué maravilla! Darcy sacudió la cabeza y, continuando con la farsa, le dio un sorbo al té, que ya se había enfriado. Enseguida deseó no haberlo hecho. Al mirar a su alrededor para buscar con desesperación una servilleta, no encontró ninguna y se vio obligado a tragar el desagradable líquido. Para remediarlo, le dio un rápido mordisco a otro dulce y abandonó la taza en la mesa más cercana.

Un golpecito en el brazo le hizo dar media vuelta para descubrir a su anfitrión, que le ofrecía un vaso de jerez y lo miraba con simpatía.

– No es usted muy aficionado al té, ¿o sí, señor Darcy? -Darcy tomó el jerez e hizo una pequeña inclinación para expresar su gratitud y su acuerdo-. Yo no lo toco a menos que tenga mucho azúcar y leche. Si no es así… ¡me parece una cosa espantosa! Cuando oí que los americanos arrojaron al puerto hace muchos años un cargamento entero de té, supe que las colonias estaban perdidas. ¡Un grupo de personas con tanto sentido común sería muy difícil de controlar en lo que fuera que decidieran hacer!