Su segunda elección fue, como la primera, elegante en su sencillez, pero ésta poseía una alegría de vivir y amar que contrastaba con la anterior. Darcy sintió que una sonrisa se asomaba a su rostro; una sonrisa que no le hubiera gustado explicar si alguien la hubiese visto, pues su origen era tan privado que él mismo no estaba seguro de su significado. Esta vez se mantuvo alerta y, cuando la canción terminó, se sumó al aplauso general. Elizabeth volvió a levantarse de su lugar ante el piano y esta vez no se dejó persuadir de regresar. Se retiró rápidamente para dejarle el puesto libre a otro y comenzó a caminar por entre el público, aceptando los elogios de sus vecinos y amigos con la más encantadora falta de vanidad, según le pareció a Darcy.
La actuación de Elizabeth fue seguida por un concierto impecablemente interpretado por otra de las hermanas Bennet, pero al cual le faltaba la soltura e inspiración que había en la selección más sencilla de su hermana. Darcy se levantó de su lugar en medio del concierto, con la esperanza de ver a la señorita Elizabeth Bennet o de reunirse con Bingley antes de que lo encontraran sus hermanas. Pero antes de conseguir cualquiera de los dos objetivos, el concierto terminó y una tonada escocesa puso a bailar a varios de los jóvenes en un extremo del salón. La estridencia de la pieza y el ruido producido por el golpeteo de las botas hacían imposible sostener conversación alguna. Darcy se quedó parado en medio de una silenciosa indignación, pues sus expectativas de tener un nuevo intercambio con la señorita Bennet, o con cualquier otra persona, en todo caso, acababan de morir, aplastadas por los pasos de una danza popular escocesa.
– ¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! -Darcy se volvió hacia su anfitrión, que había aparecido de repente junto a él, y observó a sir William con una mirada de hastío. Sir William siguió insistiendo en el mismo tema, sin darse cuenta de que su invitado no parecía estar de acuerdo-: Mirándolo bien; no hay nada como el baile. Lo considero uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas.
– Ciertamente, señor -respondió Darcy, que no pudo evitar la tentación de recurrir al sarcasmo-, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo. Todos los salvajes bailan.
Si sir William notó el tono de Darcy, decidió no ofenderse y se limitó a sonreír.
– Su amigo, el señor Bingley, baila maravillosamente, y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.
– Usted me vio bailar en Meryton, creo, señor -respondió Darcy, sin deseos de comentar sus habilidades en una actividad que poco le atraía.
– Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle. -El hecho de que sir William elogiara sus habilidades para el baile hizo que Darcy se preguntara si el hombre necesitaba unos lentes, además de un poco de sentido común-. ¿Baila usted a menudo en St. James?
Darcy casi se estremeció al pensarlo.
– Nunca, señor.
– ¿Acaso cree que sería irrespetuoso bailar en ese lugar? -Sir William hizo la pregunta con toda seriedad. Los años de entrenamiento de Darcy le permitieron permanecer inmóvil mientras cada uno de los nervios de su cuerpo clamaba por dejar de participar en una de las conversaciones más tontas que había tenido en la vida.
– Es una actividad que nunca practico en ningún lugar, si puedo evitarlo. -Bueno, ¡Darcy no podía ser más parco que eso!
Evidentemente, sir William ya había agotado sus comentarios sobre el baile, porque, de inmediato, inició una nueva estrategia en su esfuerzo por continuar conversando con su distinguido invitado, en el intercambio de opiniones más largo que se le había visto hasta el momento.
– Creo que tiene una casa en la capital.
Darcy hizo una inclinación, confirmando las palabras de sir William, y rogó que su silencio animara al anfitrión a ir a entretener con su conversación al resto de sus invitados.
– Alguna vez pensé en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad -confesó-, pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentara bien a lady Lucas.
Darcy decidió no comentar sus opiniones sobre el aire de Londres o su conveniencia para lady Lucas, con la esperanza de acabar de esa manera con la interminable charla. No obstante, una sonrisa bondadosa apareció de repente en el rostro de sir William.
– Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando?
Darcy se dio la vuelta con rapidez, a tiempo para alcanzar a ver la expresión de total confusión y no poca alarma que se reflejó en el rostro de la dama. No obstante, las dos emociones fueron rápidamente enmascaradas y reemplazadas, cuando ella se atrevió a mirarlo a la cara con una apariencia de indiferente cortesía.
– Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que no podrá negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza. -Amparado en la familiaridad que le permitía el hecho de conocerse desde hacía mucho tiempo, sir William se apoderó de la mano de Elizabeth y se dio la vuelta para pasársela amablemente a Darcy. La oportunidad de sostener la mano de ella entre las suyas y repetir ese contacto a través de un acto formal era una tentación a la que Darcy, aunque estaba sorprendido por su buena fortuna, se inclinaba a sucumbir. Dio un paso al frente, pero antes de que pudiera asegurarle a ella su buena disposición, la muchacha retiró la mano.
– Le aseguro, señor, que no tenía la menor intención de bailar -se apresuró a informarle a sir William la señorita Elizabeth-. Le ruego que no suponga que he venido hasta aquí para buscar pareja. -Darcy sintió el temor que experimentaba la muchacha de ser presentada otra vez ante él sólo para sufrir otro rechazo.
– Señorita Bennet -la interrumpió Darcy, acudiendo a toda la formalidad de que era capaz-, me sentiría inmensamente agradecido si usted me permitiera el honor de concederme un baile. -La expresión de la muchacha le dejó ver claramente que no creía que estuviera diciendo la verdad.
– Usted baila muy bien, señorita Eliza, y sería cruel por su parte negarme la satisfacción de verla -trató de persuadirla sir William-. Y aunque a este caballero no le guste este tipo de entretenimiento, estoy seguro de que no tendría inconveniente en complacernos durante media hora.
Absolutamente ningún inconveniente, pensó Darcy, sintiendo repentinamente hacia sir William una gratitud que nunca se habría imaginado hacía unos instantes.
– El señor Darcy es extremadamente cortés -dijo Elizabeth y sonrió con la certeza de que saldría ganadora de ese encuentro.
– Lo es, en efecto; pero considerando el incentivo, mi querida señorita Eliza, no podemos dudar de su complacencia; porque ¿quién podría rechazar una pareja tan encantadora?
Era una pregunta que ninguno de los dos contrincantes estaba preparado para responder. Elizabeth miró a Darcy con coquetería y en sus ojos brilló una chispa de triunfo; luego, murmurando una disculpa para sir William, dio media vuelta. Aunque decepcionado, Darcy no pudo evitar admirar su actitud y donaire durante la incómoda situación en la que habían quedado atrapados. La señorita Elizabeth Bennet era mucho más de lo que él esperaba encontrar en las salvajes y remotas tierras de Hertfordshire. Su admiración crecía a medida que la imagen de ella, sentada ante el piano, cruzaba su mente. Un toquecito en su brazo lo arrancó de esos agradables pensamientos.