– Tu descripción puede que sea muy exacta, Louisa -dijo Bingley rápidamente-, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.
Bien hecho, pensó Darcy. Tal vez Bingley demostraría que estaba a la altura y anularía aquella intolerable costumbre de sus hermanas sin ninguna interferencia de su parte.
Sin amilanarse y con la atención todavía fija en Darcy, la señorita Bingley profundizó todavía más en la cuestión.
– Estoy segura de que usted sí se fijó, señor Darcy; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
– Claro que no -contestó Darcy, sintiendo un ligero temblor al recordar el espectáculo que su familia casi no alcanza a evitar.
La sonrisita de satisfacción que se dibujó en los labios de la señorita Bingley le hizo ver que su reacción no había pasado inadvertida. Ella se inclinó hacia él con seguridad.
– Me temo, señor Darcy -observó a media voz-, que esta aventura ha afectado bastante la admiración que sentía usted por los bellos ojos de la señorita Elizabeth.
Darcy clavó sus penetrantes ojos negros en la señorita Bingley, al tiempo que sus labios esbozaban una enigmática sonrisa.
– En absoluto -replicó-, con el ejercicio se le pusieron aún más brillantes.
Fletcher ya se había retirado y había cerrado la puerta de la alcoba, pero Darcy seguía sentado frente al tocador, con la mirada perdida en el espejo. Era cierto cuando lo dijo, reflexionaba en silencio, y después de pensarlo un poco más seguía siendo cierto: «Eso disminuirá significativamente sus oportunidades de casarse con hombres de alta condición».
El tema había sido las relaciones tan poco respetables que sus invitadas tenían en Londres y la influencia que esas conexiones tendrían sobre las perspectivas de ambas jóvenes. Bingley había demostrado una alarmante disposición a debatir con sus hermanas sobre el estatus de las Bennet, hasta que Darcy había intervenido en la conversación con aquella apabullante afirmación. A Charles no le gustó y cayó en un silencio que Darcy deseó que sus hermanas imitaran. Pero en lugar de seguir el ejemplo de Bingley, ellas continuaron intercambiando comentarios burlones a expensas de aquellas a quienes acababan de profesarles su preocupación. Darcy no podía entender qué las había impulsado a acudir a la habitación de la señorita Bennet para hacerle una consoladora visita después de haber hecho semejante despliegue, pero en eso habían ocupado su tiempo hasta que anunciaron que el café estaba servido.
A solas en su habitación, Darcy sacudió la cabeza, pues la inquietud por la velada le espantaba el sueño. Caroline Bingley. Con ese rostro, esa figura y esa fortuna, ella se movía fácilmente entre los primeros círculos de la aristocracia y bien podía aspirar a entrar en los de la nobleza, a pesar del hecho de que su fortuna provenía del comercio. Aunque la aprobación social de su familia era reciente, se comportaba con la misma altanería que una duquesa y con tan poca compasión como una piedra. Darcy se estremeció al pensar que una mujer como ésa pudiera ser su compañera en la vida y la dueña de sus propiedades y empleados. Sus pensamientos se detuvieron entonces en la persona más agradable pero más compleja de Elizabeth Bennet. Ella era la hija de un caballero que provenía de una larga línea de caballeros y, a pesar de su ridícula madre y sus lamentables hermanas menores, había heredado la distinción en su totalidad. Pero debido a que su familia había caído en tiempos de estrechez, su posición, aunque era reconocida en los alrededores de Hertfordshire, había pasado de ser bien recibida a ser apenas tenida en cuenta en el panorama más amplio de la sociedad.
Ella podrá reinar en Meryton, suspiró Darcy, pero en Londres la despreciarían, mientras que otras mujeres menos valiosas son cortejadas y elevadas hasta el cielo. Se levantó y se dirigió a la cama. Pero el sueño se negaba a aparecer y la charla mantenida durante la velada continuaba dándole vueltas en la cabeza. ¿Cómo había empezado todo aquello? Ah, sí, con los libros. La señorita Eliza había decidido leer en lugar de jugar a las cartas…
– La señorita Eliza Bennet desprecia el juego. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más. -El elogio de la señorita Bingley estaba elegantemente teñido de rencor. Darcy la miró con sorpresa, asombrado de que su ataque se produjera tan inmediatamente después de la aparición de la dama. A Elizabeth también la tomó por sorpresa, o tal vez el breve silencio que siguió a semejante afirmación fuese producto del cansancio, Darcy no podía estar seguro. Abrió los ojos al oír el comentario de la señorita Bingley y después volvió a posarlos en el volumen que tenía en la mano, antes de aventurarse a responder.
– No merezco ni ese elogio ni esa censura -exclamó-. No soy una gran lectora y encuentro placer en muchas cosas.
Bingley, que poseía el corazón romántico de un caballero errante, algo que Darcy ya sabía, corrió a rescatar a Elizabeth con un sincero cumplido, seguido de una despectiva descripción de sus propios hábitos de lectura.
– A mí me extraña que mi padre me haya dejado una colección de libros tan pequeña -interrumpió la señorita Bingley-. En cambio ¡qué magnífica biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
Darcy tenía serias dudas de que el contenido de su biblioteca despertara en el pecho de la señorita Bingley el grado de dicha que implicaba su tono. Era mucho más probable que lo que provocaba su admiración fuera la riqueza que atestiguaba ese número de volúmenes.
– Tiene que ser buena -contestó Darcy, pero evitó atribuirse el mérito por la riqueza de la biblioteca añadiendo-: Es obra de muchas generaciones.
La señorita Bingley no podía admitir la modestia de Darcy.
– Y además usted la ha aumentado considerablemente -afirmó y luego continuó con un aire de intimidad-: Siempre está comprando libros.
Darcy casi hace rechinar los dientes por la rabia que le produjeron los insistentes halagos de la señorita Bingley y también al ver la chispa de burla que comenzó a aparecer en los ojos de Elizabeth cuando notó su incomodidad.
– No puedo entender que se descuide la biblioteca de una familia en tiempos como éstos -afirmó Darcy, arrojando sobre la mesa las cartas que tenía en la mano.
La señorita Bingley dejó de ensalzar la biblioteca de Pemberley, pero siguió elogiando la casa en general, pasando por los jardines y los campos que la rodeaban, y terminando con una advertencia dirigida a su hermano, para que tomara Pemberley como modelo y no se contentara con nada menos. Bingley coincidió de buen grado con esa idea y se ofreció a comprar Pemberley en caso de que Darcy decidiera desprenderse de ella. Esa posibilidad era de una naturaleza tan absurda que el grupo soltó una buena carcajada.
Después de agotar ese tema, la señorita Bingley planteó otro, con el cual podía asegurarse la atención de Darcy:
– ¿Ha crecido mucho la señorita Darcy desde la primavera? ¡Qué ganas tengo de volver a verla! ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad!
Bingley miró intensamente a su hermana, tratando, supuso Darcy, de moderar sus exagerados elogios. Después de fracasar, intentó dirigir la conversación hacia un terreno más neutral.
– A mí me resulta asombroso que las jóvenes tengan tanta paciencia para aprender tanto y lleguen a ser tan perfectas como son. Todas pintan, decoran biombos y trenzan bolsitos de malla…
– Mi querido Charles -objetó Darcy, mientras se obligaba a dejar de observar a Elizabeth y dirigía la mirada hacia su amigo-, tu lista de esas habilidades cotidianas tiene mucho de verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no van más allá de hacer bolsos de malla o decorar biombos -agregó, y aprovechando la oportunidad para buscar la opinión de Elizabeth, ofreció la suya-: Pero estoy muy lejos de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo alardear de considerar realmente perfectas más que a una media docena.