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– Pero la gente cambia tanto -replicó Elizabeth y una chispa de burla testimoniaba que tras sus palabras se escondía un ejemplo-, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.

– Ya lo creo que sí -exclamó la señora Bennet de manera estridente, evidentemente ofendida por la manera en que Darcy había hablado de la gente del campo-. Le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.

Darcy se quedó mirándola, incapaz de creer que él fuera el destinatario de los insoportables modales de una persona como ésa y el objeto de su abierta antipatía. Su mirada voló después hacia Elizabeth. La expresión de inquietud mezclada con mortificación estaba regresando a su rostro. Darcy se tragó el punzante desaire que luchaba por salir de su boca, apretó los labios con fuerza y se alejó en silencio.

La conversación volvió a hacerse fluida, mientras él se paseaba lentamente por el salón. Aunque daba la apariencia de estar sumido en un total desinterés -mirando por la ventana o entreteniéndose con un libro-, Darcy tuvo cuidado de mantenerse a una distancia que le permitiera escuchar a Elizabeth. Pero su subterfugio no tuvo mucho éxito, pues una vez la señora Bennet adquirió el control de la conversación, ya no lo soltó. Ahora disertaba sobre las atenciones que Jane había recibido de un caballero de Londres, cuando tenía sólo quince años.

– Le escribió unos versos y bien bonitos que eran -concluyó con pomposidad.

– Y así terminó su amor -se apresuró a intervenir Elizabeth. Darcy se detuvo y la miró con curiosidad-. Creo que ha habido muchos que lograron combatirlo de la misma forma -siguió diciendo con voz contenida-. ¡Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor!

– ¿Acabar con el amor, señorita Elizabeth? ¡Curioso! ¡Tenía entendido que la poesía era el alimento del amor, no su verdugo! -Elizabeth levantó la cabeza al oír la réplica de Darcy y él vio con complacencia la chispa que devolvieron a sus ojos esas palabras de desafío.

– Puede ser el alimento de un gran amor, sólido y fuerte -contestó ella-. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si sólo se trata de una inclinación ligera, sin ninguna base, estoy convencida de que un buen soneto acabaría matándola de hambre.

Darcy no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en su rostro a manera de respuesta, aunque todo el salón los estuviese mirando. Hubo unos instantes de silencio. Luego la señora Bennet volvió a agradecer las delicadas atenciones que Netherfield le había prodigado a la pobrecita Jane y se levantó para marcharse. Darcy la observó con cierta inquietud, peguntándose nuevamente qué habría decidido sobre el cuidado de Jane.

– Señor Bingley -dijo la hija más bulliciosa-, usted nos prometió dar un baile en Netherfield, ¿recuerda? ¡Todo el mundo lo está esperando! Sería vergonzoso que no cumpliera su palabra.

– Le aseguro que estoy perfectamente dispuesto a mantener mi compromiso -respondió Bingley para desgracia de Darcy-. En cuanto su hermana se reponga, usted misma, si le apetece, podrá señalar la fecha. Pero no me gustaría celebrar un baile mientras su hermana se encuentra enferma.

– Algunos de nosotros no querríamos bailar ni cuando ella está enferma ni cuando está bien -le susurró Darcy a Bingley, mientras Lydia Bennet quedaba encantada por la gentileza de su amigo. Charles le lanzó una mirada tranquilizadora, que Darcy recibió con resignación. La última cosa que quería era participar en un evento social de la magnitud de un baile, ya fuera en el campo o en la ciudad. Su paz se vería totalmente interrumpida por la agitación de los preparativos, por no mencionar la espantosa perspectiva de tener que cumplir sus deberes sociales con las damas de Hertfordshire, durante la propia velada. Su único consuelo, que repentinamente le pareció muy atractivo, sería la oportunidad que le brindaría para reclamar el baile que le fue negado en casa de sir William.

La señora Bennet cacareó como una gallina clueca llamando a sus pollitos y organizó a sus hijas en una fila, mientras presentaba sus respetos a los Bingley y a Darcy. Él inclinó la cabeza en respuesta a su saludo, pero al levantarse sólo alcanzó a ver la parte posterior del sombrero de la señora, mientras se apresuraba a hacer pasar a todas las muchachas por la puerta. El deseo de saber si Elizabeth se iba a quedar pudo más que la cautela en Darcy. Avanzó entonces hasta la entrada, justo a tiempo para ver cómo Elizabeth besaba tímidamente a su madre en la mejilla, la dama daba media vuelta lanzándole una última advertencia y la puerta se cerraba tras ella.

Elizabeth se quedó totalmente inmóvil bajo la luz del vestíbulo, mirando cómo desaparecían su madre y sus hermanas. Darcy no pudo adivinar qué emociones estaba experimentando en ese momento, pues la muchacha estaba mirando para otro lado, pero la manera lenta y decidida en que echó hacia atrás los hombros le indicó que su deliciosa antagonista no se iba a marchar de Netherfield ni abandonaría su pequeño combate verbal. Cuando la muchacha dio media vuelta y se dirigió lentamente hacia las escaleras, Darcy regresó al comedor pequeño y cerró la puerta. Sus reflexiones sobre los acontecimientos de la mañana le tenían tan absorto que los maliciosos comentarios de la señorita Bingley sobre el molesto comportamiento de sus visitantes le pasaron totalmente inadvertidos.

11 de noviembre de 1811

Netherfield Hall

Meryton, Hertfordshire

Mi muy querida Georgiana:

Con gran placer recibí tu carta del… y la releí tantas veces que habría sido capaz de recitarla de memoria cada vez que quería asegurarme de que habías recuperado la alegría. Como me hiciste el honor de escribirme sobre eso con tanto detalle, quisiera responderte de la misma manera y te confieso que estaba muy preocupado por ti desde que regresamos de Ramsgate, hace ya varios meses. Agradezco a Dios que hayas reconocido los peligros de la melancolía en que te habías sumido y que ya no sufras sus embates. Dices que eso te ha hecho adquirir más fortaleza de ánimo y me gustaría saber más detalles, pero sólo puedo decir que lamento las circunstancias que precipitaron esa terrible lección que te ha dado la vida y el hecho de que hayas estado tan decaída durante los últimos meses. Porque la culpa nunca fue tuya. Si hay que culpar a alguien de lo sucedido el verano pasado, el mayor peso de la culpa debe recaer sobre mí. No protestes, querida, porque es verdad, tal como te dije antes. Yo tenía que haber sido más cuidadoso. El dolor que te causó mi negligencia es un peso terrible para mi corazón.

¿Recuerdas -¡aunque sucedió hace muchos años!- cuando eras muy pequeña y yo tenía la peregrina idea de que saltarte encima cuando estabas descuidada era muy divertido? Después de ignorar todas las advertencias de nuestro querido padre para que yo dejara de cometer esa injusticia, recordarás que él decidió, con gran pesar, darme una pequeña paliza con su bastón. Pero lo que realmente destrozó mi orgulloso corazón de niño fueron las lágrimas que derramaste por los azotes que tanto merecía. Y así ha sido siempre, hasta el día de hoy. (Interrumpo aquí un momento para cumplir con una petición de la señorita Caroline Bingley, en cuya compañía estoy tratando de escribir esta carta. Es su mayor anhelo que te envíe sus recuerdos y te transmita sus deseos de volverte a ver. De esta manera cumplo con mi deber y tú sabrás recibir su cariño como consideres).

Continúo: es un gran alivio para mi conciencia saber que he hecho bien al enviarte a la señora Annesley y recibo tus tranquilizadores comentarios con un corazón lleno de gratitud por la bondad de Dios. Ella parecía una mujer muy valiosa y llegó a mí con las mejores referencias que haya visto. El hecho de que su influencia haya desempeñado un papel esencial en tu recuperación y haya estimulado la madurez de tu espíritu sólo reafirma mi aprecio por ella. Debe de tratarse, ciertamente, de una persona especial y ansío tener la oportunidad de conocerla mejor, cuando me reúna contigo en Pemberley para Navidad.