(Te ruego disculpes el carácter un tanto inconexo de esta carta. La señorita Bingley ha vuelto a importunarme con elogios. Baste decir que a ella le parece perfecto todo lo que hacemos los Darcy).
La señorita Bingley no es la única persona presente mientras escribo. Charles, desde luego, está aquí, así como su otra hermana, la señora Hurst, y su marido. Otras dos personas forman parte de nuestro pequeño grupo provisionalmente: la señorita Jane Bennet y su hermana, la señorita Elizabeth. La señorita Bennet vino a cenar con las hermanas de Charles hace varias noches, pero cayó muy enferma. Su hermana, la señorita Elizabeth, vino a cuidarla hasta que ella esté lo suficientemente recuperada como para regresar a su casa.
Por favor, te ruego que vuelvas a excusarme, pues retomo nuevamente esta carta tras otra interrupción. Muy en contra de mi voluntad, fui involucrado en una discusión con Charles y la señorita Elizabeth. No te relataré los detalles, pero me temo que si tú hubieses estado presente, me habrías reprendido con dulzura por mi carencia extrema de habilidad social. Mis profesores de filosofía de la universidad, por otro lado, se habrían sentido bastante orgullosos de mi actuación. Como bien sabes, Charles ha sufrido con frecuencia la fuerza de mi lógica y soporta, con su bondad natural, que yo haga pedazos sus opiniones erróneas, sin que eso tenga efectos posteriores sobre nuestra amistad. Pero, en este caso, él contaba con un inesperado defensor, la señorita Elizabeth Bennet que te mencioné, que entró a la lid armada con el escudo de la sensibilidad, contra el cual la lanza de la lógica siempre es considerada como un arma grosera y poco digna. No obstante, empuñando la lógica con seguridad, me lancé al ataque, pero rápidamente vi cómo se hacía añicos contra esa defensa incontestable. Ahora debo descubrir la forma de recuperar la buena opinión de la señorita Elizabeth. Un asunto sencillo para la mayor parte de los de mi sexo, pero un nudo gordiano para mí. Me temo que ella me está viendo en este momento como una persona insensible y prosaica, y me ha despachado con la recomendación de que «será mejor que termine su carta». Consejo que he seguido inmediatamente, pues hasta la lógica acepta su sabiduría.
Terminaré con información sobre la forma en que Charles se ha establecido entre la aristocracia local y lo complacido que está con su posición. Netherfield es una hermosa propiedad, que responderá bien a sus primeros pasos como propietario. La sociedad local es, en mi opinión, poco culta; pero me están persuadiendo de que es posible encontrar placer en ella. Charles, desde luego, ya está medio enamorado de una belleza local. La señorita Bingley y la señora Hurst no encuentran nada que les guste y, cuando no están suspirando por no hallarse en la ciudad, dejan caer claras insinuaciones sobre lo agradable que les parece Pemberley.
En un futuro próximo se ofrecerá un baile en Netherfield, ¡imagínate! Aparte de eso, ni ellos ni yo tenemos ningún plan. Próximamente tendré que hacer un viaje a Londres para atender asuntos de negocios, pero aún no he decidido si volveré a Hertfordshire o me quedaré en la ciudad hasta que me reúna contigo para Navidad.
Mi querida hermana, permíteme que te diga nuevamente lo feliz que me siento por saber que estás bien. No te recomendaré que te preocupes de tus estudios porque conozco bien tu dedicación y ya me siento orgulloso de tus éxitos.
Que Dios te guarde, preciosa, porque tú eres el verdadero tesoro de Pemberley, y también de mi corazón.
Tu devoto servidor,
Fitzwilliam Darcy
Darcy espolvoreó su carta con la arenilla para secar la tinta, la dobló perfectamente en tres y buscó en el interior del escritorio una barra de lacre para sellarla. Después de localizar una en el fondo de un cajón lleno de cosas, la calentó y permitió que unas pocas gotas cayeran sobre el borde de la carta. Inmediatamente sacó su sello del bolsillo del chaleco y lo estampó contra la carta. Concluida esa placentera tarea, se recostó en el sillón, contemplando el salón, mientras se golpeaba distraídamente la palma de una mano con la carta que sostenía en la otra.
La señorita Elizabeth ocupaba un diván que estaba a escasos metros, absorta de nuevo en el bordado que había abandonado brevemente durante su animada discusión de hacía un rato. En opinión de Darcy, representaba la imagen de la costurera dedicada, con el labio inferior atrapado entre delicados dientes blancos, mientras llevaba la aguja a la tela con habilidad. Una inexplicable oleada de alegría lo invadió, mientras admiraba la concentración y elegancia con que ella empleaba la aguja, con el dedo meñique doblado ligeramente. Esa placentera sensación se convirtió rápidamente en desaliento, cuando se detuvo a pensar en el estado actual de su relación con la muchacha. Suspirando, se levantó y colocó la carta sobre la bandeja de plata destinada al correo.
¿Qué podría hacer para volver a ganarse una buena opinión, si es que alguna vez ella había tenido una buena opinión de él? ¿Acaso debería elogiar su costura? ¡Una treta inútil! Ella sólo diría gracias y volverían a quedar en un punto muerto. Darcy examinó la habitación, desesperado por encontrar inspiración, cuando sus ojos se iluminaron al ver el piano arrinconado en una esquina. ¡Perfecto!… Si ella accede.
– Señorita Bingley, señorita Elizabeth -comenzó a decir con un poco de torpeza-, ¿aceptarían deleitarnos con un poco de música esta noche? -Los lánguidos rasgos de la señorita Bingley se iluminaron al oír la invitación y se levantó enseguida con elegancia. Tan ansiosa estaba por satisfacer la petición de Darcy, que ya casi había alcanzado el piano cuando recordó que él también se había dirigido a Elizabeth. La cortesía exigía que, como anfitriona, le ofreciera a su invitada la oportunidad de tocar primero. Dio media vuelta lentamente y con una sonrisa fría invitó a Elizabeth a sentarse ante el piano.
Para decepción de Darcy, Elizabeth declinó el ofrecimiento de manera decidida, pero dejó a un lado su bordado. Darcy quiso interpretar ese gesto como la indicación de que accedería a su petición después de que la señorita Bingley terminara. Mientras Elizabeth se acercaba al instrumento, Darcy no pudo evitar que sus ojos la siguieran, ni que cada paso y susurro de su vestido absorbiera toda su atención. La señorita Bingley comenzó su primera canción. El deseo de atraer la atención de Elizabeth de alguna manera luchaba contra la repugnancia de Darcy a hacer el ridículo, porque estaba seguro de que quedaría como un tonto al tratar de iniciar cualquier coqueteo. ¿Coqueteo? La idea le asombró tanto por su novedad como por su naturaleza reveladora. Un rubor subió por su cuello cuando los ojos de Elizabeth se encontraron fugazmente con los suyos. Tratando de ocultarlo, bajó la mirada hacia sus manos, sólo para descubrir que se estaba retorciendo el anillo con frenesí.
La señorita Bingley llegó al final de la melosa canción de amor italiana que había elegido y recibió la ovación del salón con elegancia pero aparentemente poca satisfacción. Darcy se percató de repente, cuando se unió a los aplausos, de que ella había escogido esa canción con la esperanza de atraer la atención de él. La sonrisa que esbozaban sus labios se contradecía con el brillo de sus ojos, que le decían que había notado su distracción.
La señorita Bingley se dirigió hacia Elizabeth.
– Las canciones de amor pueden ser tan tediosas cuando uno no conoce la lengua -dijo, arrastrando las palabras con maliciosa condescendencia-. ¿No le parece a usted, señorita Eliza?
Elizabeth suspendió su examen de los cuadernos de música que había sobre el piano.