– ¿De verdad? ¿Puedo? -Ante el gesto de asentimiento de Darcy, Bingley trajo los libros y volvió a sentarse en su sitio. Como conocía bien el aprecio que su amigo sentía por los libros, se limpió las manos con la servilleta y abrió con delicadeza el primer volumen, pasando con suavidad las páginas-. ¡Magnífico! -suspiró al llegar a un grabado que mostraba a las heroicas fuerzas británica y española desplegadas al pie de la ciudad-. ¡Sólo los grabados justifican el precio del libro! No me sorprende que los naipes no atraigan tu atención esta noche. ¿Puedo pedírtelos prestados cuando termines?
La sonrisa de asentimiento de Darcy se convirtió en inquietud, cuando la señorita Bingley agarró el segundo volumen antes de que su hermano pudiera ponerle la mano encima.
– Señor Darcy, ¿me permitiría leer éste mientras usted está disfrutando el otro? No soportaría tener que esperar hasta que Charles acabe; él lee tan poco que tardará un año en terminar. Y -añadió con afectación- creo que es un deber sagrado conocer la verdadera gallardía de nuestros valientes soldados.
Darcy no tuvo otra alternativa que dejar que ella se quedara con el anhelado tomo y entonces dijo en tono tajante:
– Desde luego, señorita Bingley. Un noble sentimiento de su parte. -Le dio un sorbo lento a su vino y frunció el ceño al ver cómo ella ponía el libro sobre las migas y manchas del mantel; enseguida pensó que tenía que pedir otro ejemplar a Londres. Porque ése, sin duda, le sería devuelto como si hubiese estado presente en la batalla misma que relataba.
Luego las damas se excusaron y dejaron a los caballeros con su oporto. Bingley le entregó a Darcy el libro que había estado examinando, mientras un criado ponía sobre la mesa, delante de los tres hombres, la bandeja con los vasos y el licor.
– ¿Hurst? -Bingley le entregó a su cuñado una copa bien llena y luego sirvió dos más pequeñas para él y Darcy. La conversación fue, en líneas generales, bastante trivial y Darcy anheló que llegara el momento en que pudieran dirigirse al salón principal, donde podría hojear su libro sin parecer grosero. También Bingley parecía ansioso por terminar con el ritual masculino lo más pronto posible, y a cada minuto miraba hacia la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Por un acuerdo tácito, los dos se levantaron y se dirigieron al salón, mientras Hurst los seguía un poco rezagado.
Las damas de la casa estaban reunidas alrededor de la señorita Bennet, demostrando su preocupación y buen ánimo. La señorita Elizabeth estaba sentada un poco aparte, concentrada, aparentemente, en su bordado, pero observando la escena de la chimenea con tierna devoción. Bingley se adelantó, desde luego, para felicitar a la señorita Bennet por su recuperación. Darcy hizo lo propio, con una sinceridad que fue aceptada con elegancia por la señorita Jane, pero que pareció despertar una mirada de sorpresa en su hermana. Intrigado por esa reacción, casi olvida el libro que tenía en la mano mientras observaba cómo el rostro de Elizabeth se relajaba y volvía a adquirir esas líneas suaves de hermana amorosa que había visto al comienzo.
Luego, Darcy le dio la espalda, encontró una silla cercana a una lámpara y abrió por fin su anhelado relato de la victoria del verano.
– ¿La silla es suficientemente cómoda, señor Darcy? -preguntó la señorita Bingley.
– Sí señorita. Gracias.
– Y la lámpara… ¿da suficiente luz?
– Suficiente, señorita Bingley. Gracias.
– ¿No echa humo? Se le podría levantar dolor de cabeza si echa humo.
– No, no hay humo. -Darcy contestó con absoluta cortesía, conteniendo el impulso de hacer rechinar los dientes por la irritación que le causaban las persistentes interrupciones de la señorita Bingley. No obstante, un delicado resoplido de risa contenida procedente del diván donde se encontraba la señorita Elizabeth le indicó que sus verdaderos sentimientos sí eran evidentes, al menos para algunos. Al parecer, la señorita Bingley no se dio por enterada y tras unos momentos de maravilloso silencio, durante los cuales hojeó el libro que tantas ganas tenía de leer, lo dejó a un lado, mientras comentaba lo mucho que le gustaba la lectura y pasar una noche concentrada en un libro.
Darcy decidió no responder a su estratagema. En lugar de eso, agarró su libro con más fuerza, tratando de hundirse más en su sillón, en un vano intento por escapar a futuras interrupciones. Miró con precaución por encima de la cubierta de Badajoz y vio que, milagrosamente, la señorita Bingley dirigía su atención hacia su hermano. Con alivio, volvió a sumergirse en las posiciones de vanguardia, en las afueras de la ciudad española. Había tanto silencio que podía oír el majestuoso tic-tac del reloj que había en la pared de enfrente.
– Señorita Eliza Bennet. -Las sílabas salieron rodando de la lengua de la señorita Bingley de manera penetrante, con esa forma que emplean los miembros de la clase alta para ser oídos en medio de una habitación llena de gente-. Déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar sentada durante tanto tiempo en la misma postura.
Darcy asomó la cabeza por encima del libro, ante la sorpresa al oír esa invitación, y cuando vio que la señorita Bingley lanzaba a Elizabeth una mirada de súplica, su curiosidad fue más grande que su cautela. Inconscientemente, cerró el libro.
– Señor Darcy, ¿no le gustaría unirse a nosotras, señor? -La señorita Bingley lo invitó, al tiempo que agarraba el brazo de Elizabeth. Darcy se preguntó cuál sería la reacción de Elizabeth ante aquella repentina y efusiva atención por parte de Caroline. También se preguntó qué debería hacer él. Mejor permanecer como observador, decidió, dejando el libro a un lado y estirando las piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos. En ese momento, se le ocurrió una idea decididamente traviesa. Si no me van a dejar en paz con mi libro…
– Gracias, señorita Bingley, pero preferiría permanecer donde estoy. Sólo puedo pensar en dos motivos para que ustedes se paseen por el salón juntas, y en cualquiera de los dos casos mi presencia ciertamente sería un obstáculo.
Elizabeth enarcó las cejas al oír aquella declaración y Darcy esbozó una sonrisa de placer mientras ella luchaba por no dejar traslucir el asombro que sentía ante aquellas palabras. La señorita Bingley no tuvo semejantes reparos.
– ¡Señor Darcy! ¿A qué se refiere usted? ¡Me muero por saber qué ha querido decir con eso! -Le dio un suave tirón al brazo de su compañera-. Señorita Eliza, ¿acaso usted comprende lo que ha querido insinuar el señor Darcy?
– En absoluto -respondió Elizabeth con desinterés, tras dominar su curiosidad de una forma admirable-. Pero, sea lo que sea, seguro que quiere dejarnos mal. -Miró a Darcy con ojos burlones-. Y la mejor manera de decepcionarlo será no preguntarle nada. -Darcy le devolvió el desplante con una mirada pícara.
– ¡Oh, eso no servirá, señorita Eliza! -dijo la señorita Bingley con una risita-. Una dama de verdad nunca decepciona a un caballero. Y un caballero -dijo, dirigiéndose a Darcy- nunca decepciona a una dama, en especial de una manera tan intrigante. Vamos, cuéntenos a qué se refiere.
– No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo -replicó Darcy-. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo porque tienen que hacerse alguna confidencia o hablar de sus asuntos secretos -continuó diciendo y luego hizo una pausa y estiró los dedos antes de fijar la mirada en Elizabeth-, o porque saben que paseando muestran mejor su figura. -La reacción de Elizabeth ante su atrevida afirmación fue tal como él había deseado. La muchacha abrió los ojos y se puso colorada-. Si es lo primero -añadió con indiferencia-, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es lo segundo -dijo a modo de conclusión, volviendo a hacer una pausa para permitirle a la muchacha recordar la segunda razón-, podré admirarlas mucho mejor si me quedo sentado junto al fuego. -Sintiéndose un poco perverso, Darcy pensó por un momento que tal vez había traspasado los límites de lo que se consideraba correcto en una sociedad provinciana. Pero tal como se había imaginado desde el comienzo, la dama reaccionó enseguida y le dedicó un clásico puchero de institutriz, que contrastó maravillosamente con el fuego que mostraban sus ojos. En todo caso, Darcy quedó bastante complacido con esta incursión en el desconocido terreno del flirteo amoroso.