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– ¡Qué horror! Nunca había oído nada tan abominable -protestó la señorita Bingley, animándose debido al raro despliegue que acababa de hacer el señor Darcy-. ¿Cómo podríamos darle su merecido?

– Búrlese -respondió Elizabeth con decisión y levantando la barbilla-. Ríase de él. Siendo tan íntimos, usted sabrá muy bien cómo hacerlo.

¿Reírse de mí? Las palabras de la muchacha le produjeron un sentimiento de rencor que recorrió su columna vertebral y evaporó el buen humor que le había producido la conversación anterior. La expresión relajada y feliz abandonó su rostro, reemplazada por una tensa seriedad.

– ¡Burlarse de una persona flemática, con tanta sangre fría! -exclamó la señorita Bingley-. No, no; me parece que él podría desafiarnos y nosotras llevaríamos las de perder. -La incredulidad que se reflejó en el rostro de Elizabeth mostraba claramente que no estaba satisfecha. Aunque Darcy no había dejado de mirarla, se movió nerviosamente en la silla, mientras se preguntaba qué forma tomaría la ofensiva de la muchacha.

– ¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! Es un privilegio muy extraño -dijo, fulminándolo con la mirada-. Y espero que siga siendo extraño, porque no me gustaría tener muchos conocidos así. -Se dirigió a la señorita Bingley-. A mí me encanta reír.

Cuando vio los claros intentos de la muchacha por reducirlo nuevamente a un objeto de burla, Darcy se arrepintió de su reciente broma. Trató de recurrir, entonces, a las fórmulas que le habían sido útiles en el pasado. El filósofo frío y experto reemplazó al galán de salón y rápidamente desplegó sus defensas para el ataque.

– La señorita Bingley me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones pueden resultar ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.

– Estoy de acuerdo -ratificó Elizabeth con frialdad-, hay gente así, pero creo que yo no me cuento entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y los absurdos son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que usted carece de esas cosas.

Darcy se dio cuenta de que estaba arrinconado. ¿Quién podía afirmar que siempre se conducía de la manera más sabia y circunspecta? Arrinconado… ¡pero todavía no vencido!

– Quizá no sea posible para nadie. -Darcy le concedió un punto a la muchacha, pero luego contraatacó con firmeza-. Pero yo me he pasado la vida esforzándome para evitar esas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.

– Como la vanidad y el orgullo -sugirió Elizabeth en tono de burla.

¡Así que regresamos al baile de Meryton! Darcy decidió aprovechar los verdaderos motivos de la muchacha, demasiado tentado ante la perspectiva de obtener una victoria como para hacerle caso a la vocecita que le advertía que a veces se podía ganar una batalla pero perder la guerra.

– Sí, la vanidad es ciertamente un defecto. Pero el orgullo, en el caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.

Elizabeth se dio media vuelta al oír las palabras de Darcy, sin que él supiera si se debía a que se sentía derrotada o a que estaba furiosa. ¡Maldición! ¡Has sido demasiado duro! Darcy se mordió el labio y trató de descubrir lo que ella estaba pensando a través de la actitud de sus hombros, pero sin éxito.

– Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy -dijo la señorita Bingley-. Le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión. -Le lanzó a Darcy una sonrisa de conmiseración.

– Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos -concluyó Elizabeth con sarcasmo-. Él mismo lo admite abiertamente.

¡Al suelo, pero no derrotado! Darcy sacudió la cabeza, sin saber si debía reírse u ofenderse por este nuevo ataque.

– No, no he pretendido decir eso -respondió con voz serena. Habiendo decidido intentar otra táctica, siguió hablando con sinceridad-: Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. No me atrevería a poner la mano en el fuego por mi temperamento. Creo que soy demasiado intransigente, ciertamente demasiado para lo que a la gente le conviene. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.

– ¡Ése es realmente un defecto! -replicó Elizabeth-. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en el carácter de una persona. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. Pues no puedo reírme de él. -Levantó las manos ante él con un gesto que indicaba rendición-. Por mi parte, está usted a salvo.

Darcy se quedó mirándola, con los labios apretados y sin saber cuál sería la mejor respuesta a aquella terrible acusación. Concluyó que sólo podía continuar haciendo énfasis en su punto de vista.

– Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado defecto, una debilidad natural, que ni siquiera la mejor educación puede domar.

– Y su defecto es la propensión a odiar a todo el mundo -refutó Elizabeth con aire de satisfacción. La acusación era tan absurda que Darcy no pudo evitar sonreír, al pensar en la frustración que debía haberla generado. Sin embargo, juró que aunque no saliera triunfante del campo de batalla, al menos se iría con dignidad. ¡Que la muchacha tomara un poco de su misma medicina! Darcy se levantó de la silla y, sonriendo al ver la actitud desafiante de la señorita Elizabeth, respondió con calma:

– Y el suyo, señora, es la vocación a malinterpretar a todo el mundo -dijo, le hizo una respetuosa inclinación, tomó su libro y dio las buenas noches a todos los presentes.

Después de entrar en su alcoba, se quitó la chaqueta y la tiró sobre uno de los sillones. Pronto siguieron el chaleco y la corbata, que formaron una pequeña montaña. El discreto golpe de Fletcher en la puerta le hizo dar media vuelta, pero Darcy declinó la ayuda del criado y lo dejó libre durante el resto de la noche, aunque le ordenó que tuviera su ropa de montar lista a las siete de la mañana al día siguiente. Se pasó una mano por el pelo de manera distraída, se sentó en la cama y se dedicó a quitarse las botas. Después se recostó y estiró el cuerpo, relajando los músculos desde la punta de los dedos hasta los pies, hasta que la tensión de la noche se desvaneció por completo. Luego se levantó y fue hasta la ventana para mirar hacia la noche.

Desafío a cualquiera a encontrar una chiquilla más impertinente y testaruda. ¡Qué insolencia y qué atrevimiento! Siempre dispuesta a batirse por cualquier pretexto. Se detuvo un momento, mientras su conciencia le exigía examinar ese arranque cargado de prejuicios. Darcy soltó un suspiro. Listo para enfrentarse a sí mismo, sin duda. Él era el único que parecía provocar esa impulsiva descarga de comentarios sarcásticos. Tal vez incluso los alentaba, en cierta forma, porque estaba claro que la muchacha era muy gentil y auténtica con aquellos a quienes amaba. Su rostro… cuando mira a esas personas… un afecto tan cariñoso…