Darcy y Bingley pasaron una hora muy agradable «tomando» Badajoz desde la comodidad de sus sillones frente a la chimenea de la biblioteca. El relato del autor, lleno de suspense, sumado al talento de Darcy para infundirle a la narración un sentido de cercanía y heroísmo tuvieron completamente fascinado a Bingley. Al levantar la vista del texto, Darcy se sintió feliz de ver cómo la expresión de su amigo fue cambiando gradualmente de un interés puramente cortés a una intensa expectación, así que cuando Stevenson les informó de que las señoritas Bennet estaban a punto de marcharse, Darcy se felicitó al detectar en Bingley una momentánea sensación de decepción por la interrupción.
Al acompañar a su amigo hasta el vestíbulo principal, Darcy tuvo cuidado de quedarse en segundo plano, mientras observaba con indiferencia los movimientos de los participantes en la despedida. El alivio de la señorita Bingley por la partida de las damas era casi palpable, y el de su hermana, apenas un poco menor. Hurst se marchó del vestíbulo tan pronto como se lo permitió la decencia y Bingley se quedó solo, expresándoles a las damas la sincera sensación de pérdida que le producía su partida. Cuando por fin dio un paso al frente, Darcy se inclinó brevemente ante la señorita Jane y le deseó un buen viaje a casa y la continuidad de su buena salud. Luego se volvió hacia su hermana, listo para pronunciar palabras similares, pero casi pierde su estudiada gravedad al percibir con sorpresa la agitación que tenía lugar en los ojos de la señorita Elizabeth.
– ¿Señorita Elizabeth? -preguntó.
– Señor Darcy -respondió ella con una voz que requirió que él se acercara un poco más para oírla mejor-. Señor Darcy, le aseguro que no tengo ningún deseo de entrometerme en sus asuntos domésticos o involucrarlo a usted en historias locales. -Se detuvo un momento con evidente incomodidad, pero tras recuperar la compostura, siguió adelante-: Temo que a usted le parezca que esto es una intolerable imposición, pero, por favor, permítame poner en su conocimiento el gran servicio que su criado le hizo esta mañana a la pequeña Annie Garlick.
– El señor Fletcher es muy consciente de la conducta que espero de quienes están a mi servicio -respondió Darcy con arrogancia, pero con curiosidad por el interés de la muchacha en el incidente.
– ¡Oh, me alegra tanto oír eso, señor Darcy! -fue el comentario de la muchacha.
¡Lo había vuelto a hacer!, pensó Darcy, sin saber si debía sonreír o fruncir el ceño. Ahora, ¿qué quería exactamente que dijera?
– ¿Qué quiere decir con eso, señorita Elizabeth?
– Bueno, sabiendo que cuenta con su total respaldo y sus más altas expectativas para alentarlo, su ayuda de cámara hizo lo que ninguno de los otros sirvientes estaba dispuesto a hacer, ni tampoco ninguno de los caballeros del pueblo.
Darcy decidió dejar de fingir que no entendía.
– El lacayo corpulento -dijo.
– Sí -contestó Elizabeth sonriendo-, ese hombre estaba molestando a la pobre Annie de la manera más vulgar. Su ayuda de cámara se portó con ella como un caballero de brillante armadura.
La imagen de Fletcher vistiendo una armadura y preparado para combatir cruzó por la mente de Darcy y amenazó con causarle un estado de hilaridad que rara vez había disfrutado gracias a una dama. Ocultó su risa aclarándose la garganta.
– Humm, ¡un caballero! Bueno, tendré en mente sus palabras la próxima vez que hable con él. -Se inclinó con elegancia ante ella-. Buenos días.
– Señor Darcy -respondió ella. Luego hizo la respectiva reverencia y se marchó.
Más tarde, cuando Fletcher entró calladamente en la alcoba de su amo para ayudarlo a vestirse para la cena, Darcy se tomó su llegada con mucho más interés del que se imaginaba que su ayuda de cámara quería recibir.
– Fletcher, quisiera hablar con usted acerca de esta mañana -comenzó.
– Sí, señor, un momento, señor -contestó el sirviente, y desapareció en el vestidor. Darcy hizo una pausa, enarcando una ceja, sorprendido. Al ver que Fletcher seguía sin aparecer después de unos instantes, Darcy decidió dirigirse hacia la puerta del vestidor, pero se estrelló contra su ayuda de cámara, haciendo que éste dejara caer al suelo los pantalones de gala negros que llevaba en los brazos. Mientras Darcy se apartaba, Fletcher se agachó para recogerlos y casi lo hace resbalar al tirar de ellos sin darse cuenta de que Darcy tenía una bota encima. El sonido de la tela que se rompía rasgó el aire e hizo que los dos hombres se quedaran inmóviles.
– Señor Darcy. ¡Sus pantalones! -gritó Fletcher. La mirada de horror que se reflejó en el rostro de Fletcher contrastó de manera tan irónica con la imagen de héroe que habían pintado las palabras de Elizabeth, que Darcy no pudo evitar que sus labios se curvaran en una mueca burlona. Rápidamente el esbozo de risa se convirtió en carcajada incontenible mientras Fletcher mostraba los pantalones rotos y miraba a su amo en total estado de confusión. En aquel momento, el caballero sólo pudo desplomarse sobre el sillón más cercano y ponerse una mano sobre los ojos tratando de recuperar la compostura.
– ¿Señor Darcy? ¿Señor? -La voz de Fletcher contenía una nota de preocupación, en tanto que su patrón continuaba tratando de ahogar la risa que amenazaba con estallar nuevamente cada vez que miraba a su ayuda de cámara o a los pantalones.
– Señor Fletcher -logró decir finalmente-, recuerdo con claridad que tenía algo importante que discutir con usted, pero le juro que no puedo recordar de qué se trataba. Usted probablemente sabrá mejor que yo lo que debería estar comentando en este momento; así que, si es usted tan amable, ¡considérelo dicho! ¡Y no se preocupe por los pantalones, hombre!
– Sí, señor. Claro… Buscaré otro par enseguida. ¡Gracias, señor! -dijo Fletcher tartamudeando y fue fiel a su palabra.
En un tiempo récord de veinte minutos, Darcy estuvo listo para salir de su habitación. Cuando su ayuda de cámara comenzó a recoger la ropa sucia, Darcy se detuvo un momento. Las maquinaciones de la noche anterior, coronadas por la escena de la iglesia, exigían al menos que demostrara una cierta molestia por su parte. Aunque no tenía pruebas concluyentes de las primeras y, en cuanto a lo segundo… Bueno, el hombre había conseguido los elogios de un importante personaje. Darcy sacó su reloj y jugueteó un poco con la cadena mientras contrastaba la hora con el reloj de la habitación. Finalmente lo volvió a guardar en el bolsillo del chaleco.
– Fletcher, un momento.
– Señor Darcy. -La actitud de Fletcher le confirmó que su ayuda de cámara había recuperado gran parte de su aplomo habitual.
– He mencionado un asunto de importancia, ¿recuerda? -Fletcher se quedó inmóvil y miró a su patrón con inquietud-. No sé por qué ni cómo, pero eso no debe repetirse. ¿He sido lo suficientemente claro? -Fletcher asintió con la cabeza-. La señorita Bingley me transmitió su irritación con toda claridad y no quiero volver a soportarlo otra vez.
– ¿La señorita Bingley, señor? ¿Qué le ha hecho Annie a la señorita Bingley? -El desconcierto de Fletcher coincidía con el de Darcy.
– ¿Annie y la señorita Bingley? ¡Bueno, nada! -contestó Darcy.
– Entonces, ¿usted no está disgustado por lo de Annie, señor? De verdad, ¿qué más puede hacer un cristiano sino defender a una pequeña inocente de ese enorme…?