– La señora protesta demasiado, a mi parecer.
– ¿Qué? -le preguntó Darcy con firmeza, asombrado por la audacia del ayuda de cámara.
– Shakespeare, señor. Hamlet.
– Ya sé que es Hamlet, pero ¿qué quiere decir con eso?
– ¿Qué quiero decir, señor? Nada, señor Darcy. Es uno de los innumerables versos memorables de esa obra, ¿no cree usted? -Fletcher se inclinó y comenzó a recoger las cosas del baño de su patrón-. Aunque Hamlet no es mi obra favorita, señor.
Darcy tuvo la clara premonición de que no debía proseguir en la dirección que quería su ayuda de cámara, pero al parecer no pudo evitarlo.
– ¿Y entonces cuál es su obra favorita?
Fletcher suspendió momentáneamente su tarea y lo miró con seriedad.
– La comedia de las equivocaciones, señor Darcy, La comedia de las equivocaciones.
Tan pronto como Fletcher abrió la puerta de la habitación, llegó hasta ellos el sonido de los músicos afinando sus instrumentos y el ir y venir de los criados. Darcy dio un paso hacia el umbral, pero luego se detuvo y miró hacia su escritorio con indecisión.
– ¿Señor Darcy? -preguntó el ayuda de cámara.
– Un momento, Fletcher. -Darcy se dirigió a su escritorio, abrió el cajón de su correspondencia personal y extrajo una hoja doblada, que abrió y comenzó a leer. Una fugaz sonrisa suavizó sus rasgos, mientras volvía a doblar la carta y la deslizaba dentro del bolsillo interior de la chaqueta. Dándose unas palmaditas en el pecho, sobre el lugar donde descansaba la carta, se dirigió a la puerta con determinación.
– Buenas noches, Fletcher. Lo llamaré a eso de las dos, supongo.
– Muy bien, señor. Mis mejores deseos para la velada, señor Darcy.
El caballero asintió en respuesta a las palabras de su ayuda de cámara y se dirigió a la escalera. Los músicos guardaban ahora silencio. Se detuvo un instante en lo alto de las escaleras, y casi pudo sentir a la totalidad de Netherfield conteniendo el aliento, esperando la señal que les permitiría comenzar. El sonido de un carruaje que se acercaba rompió el silencio y, mientras los criados se apresuraban a recibir a los primeros invitados, los músicos tocaron los primeros compases. Darcy respiró profundamente para calmarse, se puso los guantes y comenzó a descender lentamente las escaleras para deslizarse entre el remolino de la sociedad de Hertfordshire. El baile, según parecía, acababa de comenzar.
Los músicos ya llevaban tres cuartos de hora tocando y ellas todavía no habían llegado. Darcy se volvió a poner los guantes, alisándolos sobre sus manos, mientras asentía en respuesta a varios saludos que le habían lanzado al pasar. La tardanza de la familia Bennet lo sorprendía, porque si él hubiese sido jugador, habría apostado a que la señora Bennet sería de las primeras en llegar a un baile que se ofrecía prácticamente a instancias de sus hijas. No obstante, Darcy había ocupado el tiempo cumpliendo con su deber al lado de Bingley, pero se preocupó de hacerlo de manera muy circunspecta, bordeando siempre la periferia del creciente grupo de invitados, mientras esperaba tensamente la llegada de Elizabeth Bennet.
No todos los invitados eran indeseables, claro. El saludo que Darcy le ofreció al coronel Forster y a varios de sus oficiales más antiguos fue respondido con cortesía y verdadero cariño. Y si faltó algo de eso, tal ausencia fue bien subsanada por el squire Justin, cuya respuesta al saludo de Darcy estuvo marcada por una familiar letanía de agudas pero afectuosas observaciones acerca de sus vecinos y salpicada de contagiosas risas. Darcy no logró evitar a la señora Long y a su esperanzada sobrina, y se salvó de hacerles un desplante sólo por la oportuna intervención del vicario y su esposa.
Tras disculparse lleno de gratitud por la manera en que lo habían rescatado, Darcy se retiró a la ventana que daba sobre el camino y miró hacia la noche. ¿Será posible que haya pasado algo? Levantó la barbilla y se acomodó discretamente el nudo de la corbata. Si no llega pronto… Un coche apareció a lo lejos, con sus farolillos balanceándose furiosamente mientras los caballos comenzaban a frenar ante las antorchas que iluminaban el comienzo de las escaleras. Los muchachos de las caballerizas se acercaron corriendo y agarraron el arnés del caballo principal, mientras que un lacayo abría la puerta del carruaje y desplegaba la escalerilla. Darcy se acercó más a la ventana, entrecerrando los ojos por el resplandor de las antorchas. ¡Había llegado!
Se retiró de la ventana y se sumergió en el salón lleno de gente, abriéndose camino hacia el vestíbulo y la fila de recepción conformada por los Bingley y los Hurst. Pero no tuvo suerte en su avance. Cuando llegó a la puerta, Elizabeth y su familia ya habían recorrido toda la fila y se habían dispersado entre la multitud que seguía creciendo. Dio media vuelta con la esperanza de encontrarla en la galería que llevaba al salón de baile. Pero su avance nuevamente fue lento, y estaba maldiciendo en silencio el éxito del pequeño baile de pueblo de Bingley, cuando la vio.
Estaba conversando con uno de los oficiales mientras se dirigían al salón de baile. No pudo verle la cara, pero su figura era inconfundible. Tenía el pelo recogido con delicadas cintas entrelazadas con exquisitas flores y tres magníficos rizos colgaban de manera encantadora alrededor de su cuello. Darcy apresuró el paso, pero fue frenado por unos cadetes que, evidentemente incómodos en sus uniformes, se detuvieron a mirar a su alrededor como si nunca antes hubiesen asistido a un evento social. Darcy logró esquivarlos, decidido a alcanzar a Elizabeth antes de que fuese absorbida otra vez por la multitud. No se había alejado mucho. De hecho, estaba a sólo unos pasos de él, aparentemente escuchando las palabras del oficial, el señor Denny, con la mayor atención.
Los jóvenes oficiales que había dejado atrás volvieron a adelantarle, llevando de la mano a unas jóvenes a quienes Darcy pudo identificar como las hermanas menores de Elizabeth. Los jóvenes rodearon a Elizabeth y a Denny, y después de que una de las muchachas le diera un tirón al oficial, los arrastraron al salón de baile. Elizabeth se dio la vuelta y les dijo adiós con una sonrisa melancólica. Cuando lo hizo, Darcy por fin pudo verla completamente. Y aquella visión lo conmovió en lo más profundo de su ser. De repente, se volvió doloroso respirar. El rugido de la sangre al circular por sus venas hizo que el mundo que lo rodeaba quedara en silencio.
¡Parte de mi alma, yo te busco!
Reclama mi otra mitad…
¿Dónde había leído eso? Reflexionó mientras se quedaba inmóvil, hipnotizado por la visión que tenía frente a él. «Parte de mi alma…». Trató de mover sus piernas. Dio un paso hacia aquellos maravillosos ojos iluminados con tanta vida. «Yo te busco…». Otro paso y Darcy pensó que sus ojos se encontrarían, pero no pudo ser porque ella se estaba alejando. «Mi alma…».
– ¡Señorita Elizabeth! -exclamó Darcy con un tono de voz a la vez discreto y eficaz. La muchacha lo oyó porque se detuvo y después de una brevísima vacilación, dio media vuelta.
– Señor Darcy. -Elizabeth le hizo una reverencia, al tiempo que él se inclinaba, pero la actitud con la que se encaró a él no se parecía en nada a la que había obnubilado sus sentidos hacía sólo un momento. La frialdad que Darcy percibió en la inclinación de la barbilla de Elizabeth contrastaba de manera desconcertante con el vigor que reflejaban sus ojos. La señorita Bennet no estaba contenta, saltaba a la vista; pero la causa de esa incomodidad le resultaba esquiva, al igual que los pequeños discursos que había compuesto con la esperanza de obtener el favor de la muchacha. Confundido, prefirió refugiarse en una segura pregunta sobre su estado de su salud.