– Señorita Bennet. -Darcy se inclinó rápidamente, y casi sin esperar a que ella contestara a su reverencia, aprovechó la magnífica ventaja que le daba la sorpresa-. ¿Me haría usted el honor de bailar conmigo la siguiente pieza?
Elizabeth abrió la boca y luego la volvió a cerrar; su desconcierto era bastante evidente en todos los aspectos. Se quedó mirándolo y luego dirigió su mirada a su amiga. Darcy esperó pacientemente.
– Yo no… es decir, yo iba a… sentarme… -Elizabeth levantó la vista y la fijó en los ojos de Darcy. Él enarcó una ceja con gesto inquisitivo-. Sí -aceptó ella con voz ahogada. Darcy se inclinó en señal de agradecimiento y se alejó, saboreando la maravillosa confusión que le había causado a la muchacha y la inminente realización de todos sus planes. Justo antes de llegar a su puesto en el borde de la pista de baile, se arriesgó a mirar hacia atrás y con eso toda su satisfacción se evaporó. Elizabeth parecía claramente agitada. Con creciente inquietud, la observó con disimulo, mientras hablaba furiosamente con la señorita Lucas, con la cara encendida y paseando la mirada por todo el salón. Esa visión siguió afectándolo cuando se acercó a tomar su mano para la nueva tanda de baile, ensombreciendo las expectativas que había alimentado durante toda la semana sobre lo placentero que sería ese momento. Darcy se inclinó con rigidez; ella hizo una reverencia. Él extendió la mano; ella puso la suya encima, pero no lo miró a la cara. Cualquier sensación de comodidad que él hubiese sentido alguna vez en compañía de ella lo abandonó por completo, mientras la conducía a la pista y tomaban su puesto.
Aunque era de esperar, teniendo en cuenta las circunstancias, el murmullo de sorpresa que recorrió el salón cuando quedaron frente a frente sólo sirvió para enfatizar en él la idea del ridículo que estaba haciendo, sacando a bailar a una mujer que, incluso en ese momento, lo miraba con indiferencia. Él se la había imaginado agitada, intrigada. Pero en todas sus visiones ella se había convertido rápidamente en una magnífica pareja. Sin embargo, la criatura que tenía ante él no mostraba ninguna de esas agradables inclinaciones. ¿Qué había ocurrido con la adorable y encantadora Eva?
El caballero obsequió a Elizabeth con la más formal de las reverencias, inclinándose totalmente. Cuando se incorporó, fijó los ojos en lo que estaba detrás de la mejilla izquierda de la muchacha, pero no sin lanzarle antes una mirada disimulada. «Que permanezcas a mi lado…». Darcy congeló la idea. No había ni una pizca de maleabilidad en la doncella de piedra que tenía enfrente. ¡Vamos, imbécil, termina con esta locura!, gruñó para sus adentros, al sentir esa conocida sensación de frialdad apoderándose de su pecho. Los bailarines unieron las manos y dieron la vuelta, quedando ahora en un extremo del salón de baile. La tensión de la muchacha, que él podía sentir a través de sus dedos, aumentó significativamente cuando se fue acercando el momento de comenzar los pasos de la danza. Aunque no se atrevió a mirar, pudo sentir que ella lo estaba observando. No podía adivinar el propósito de esa mirada, y hasta que no supiera algo de lo que estaba pasando por la cabeza de la muchacha, decidió que el silencio sería su mejor estrategia. Parecía que el único placer que podría derivar del hecho de estar en compañía de la señorita Elizabeth residiría solamente en el embriagador contacto intermitente con sus dedos enguantados. Eso debería bastar.
La mano de Elizabeth tembló ligeramente entre su mano.
– Este tipo de danza le debe de parecer más bien anticuado a alguien acostumbrado a St. James, señor Darcy. -Animado y alertado a partes iguales por la súbita decisión de la muchacha de entablar conversación, Darcy bajó los ojos para mirar a su pareja. Parecía dispuesta a pasar por alto cualquiera que hubiese sido la causa de sus reparos frente a él, pero conociéndola tan bien como la conocía, Darcy no estaba seguro del verdadero objetivo de Elizabeth.
– Tal como le dije a sir William, no suelo bailar en St. James y, en consecuencia, no tengo idea de qué se considera el último grito de la moda -respondió Darcy con cautela-. La danza está bien, en mi opinión. -Los pasos de la danza los separaron por unos momentos, pero esa pausa no sirvió para inspirar a Darcy. Volvieron a reunirse en silencio.
– Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy -le advirtió ella con impertinencia-. Yo ya he hablado del baile, y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón o el número de parejas.
Darcy la miró a la cara con alivio. Allí estaba la Elizabeth que conocía.
– Señorita Bennet, ¡por favor instrúyame! Por mi honor que diré cualquier cosa que usted desee escuchar.
Elizabeth agradeció la galantería de su comentario con un gesto de los labios que se convirtió en una reticente sonrisita.
– Muy bien; esa respuesta servirá por el momento. -Darcy desafió a los devastadores ojos de la muchacha hasta el último segundo, mientras que ella hacía un círculo a su alrededor. Cuando volvió a aparecer del otro lado, fue ella quien lo miró de manera desafiante-. Quizá poco a poco me convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos. -Darcy tomó la mano de Elizabeth al mismo tiempo que los dos volvieron a quedar mirando el extremo del salón-. Pero ahora podemos permanecer callados. -La tensión en sus dedos había disminuido y descansaban más relajados en la palma de Darcy.
Darcy se dio perfecta cuenta de que el gesto de la muchacha de aceptar guardar silencio era, en realidad, una orden para que él retomara el hilo de la conversación.
– ¿Acostumbra usted hablar mientras baila? -replicó Darcy, seguro de que la respuesta más certera era acceder al pequeño capricho de la muchacha.
Elizabeth enarcó las cejas al oír eso, y Darcy pensó que había detectado una chispa en sus ojos que contradecía la actitud de severidad que había vuelto a apoderarse de sus labios.
– Algunas veces. -Su instructora hizo una pausa mientras Darcy hacía un círculo a su alrededor-. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? -Esta vez fue ella la que buscó agarrarse a la mano de él para dar el siguiente paso-. Sería extraño estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. -Elizabeth lo miró como si estuviera considerando una deducción lógica-. Pero en atención a algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a tener que decir más de lo preciso.
¡Esa última afirmación tenía la apariencia de ser una verdad a medias!
– ¿Se refiere a usted misma? -se defendió Darcy con delicadeza, si no con elegancia-. ¿O lo dice por mí? -La manera en que su pareja tomó aire al oír sus palabras le demostró que el dardo había dado en el blanco, pero la respuesta se volvió imposible, pues una vez más la danza volvió a separarlos.
– Por los dos -contestó ella, ante el asombro de Darcy, cuando volvieron a reunirse. Y la sensación de sorpresa aún se acrecentaría más-. Pues he encontrado un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos poco sociables, taciturnos y enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.
Darcy no sabía si ella estaba tratando de causarle risa o rabia. Nuevamente, hizo un amago de ataque y se puso a la defensiva.
– Estoy seguro de que usted no es así. -Darcy hizo la media inclinación que correspondía a la danza y luego esperó, inmóvil, a que ella diera una vuelta a su alrededor-. En cuanto a mí, no sabría decirle. Pero usted, sin duda, cree que ha hecho un fiel retrato de mi persona.