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– Muy bien, señorita Bingley. Entonces, yo también le deseo buenas noches. -Hizo una reverencia y se dirigió a las escaleras, pero se detuvo en el primer escalón para fulminarla otra vez con su autoritaria mirada-. Una cosa más. Deberá enviarle una carta muy clara a la señorita Bennet. Dígale que lo más probable es que Charles se quede en la ciudad y que ustedes han ido a reunirse con él. Y que ninguno de ustedes regresará a Netherfield antes de Navidad. De hecho, que es posible que nunca vuelvan. Diga todo lo que exige la cortesía, pero deje muy claro el punto esencial. ¡Qué Charles no regresará! ¿Ha comprendido usted?

– Sí, señor. -La señorita Bingley asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos. Darcy volvió a inclinarse y continuó su camino hacia sus aposentos. Ya eran las tres de la mañana y cada paso que daba hacia su habitación confirmaba lo exhausto que lo habían dejado todas las tensiones y emociones de la noche. El picaporte de su habitación giró al mismo tiempo que él estiraba la mano para agarrarlo y la puerta se abrió en silencio, dejando ver a un Fletcher grave y taciturno, contra la luz de una sola vela que reposaba en la mesilla de noche.

– Señor Darcy.

– Fletcher. -Suspiró Darcy mientras se sentaba-. No pensé que un baile de provincia terminara tan tarde.

– No se preocupe, señor. He aprovechado muy bien este tiempo y ya he empaquetado todas sus pertenencias, señor -contestó el ayuda de cámara, retirando el alfiler de esmeralda de la corbata de Darcy y comenzando a deshacer el nudo. Mientras se desabrochaba el controvertido chaleco, Darcy miró con curiosidad la cabeza inclinada de su empleado.

– ¿Todas mis pertenencias?

– Sí, señor… y he ordenado a los mozos del establo que envíen a Trafalgar a Pemberley. ¿Querrá usted montar a Nelson en su viaje a Londres o debo enviar al caballo junto con el perro, señor? -Fletcher se arrodilló para retirar con cuidado los zapatos de baile de Darcy.

– Envíe a Nelson a Pemberley. Fletcher, ¿usted sabía que yo no iba a volver?

El ayuda de cámara lo miró de reojo.

– Desde luego, señor Darcy. ¿Todavía quiere partir a mediodía, señor?

Darcy miró a su ayuda de cámara con suspicacia.

– ¡Tal vez debería decírmelo usted!

– Oh, no, señor. Eso sería una ligereza por mi parte y causa de despido, aunque he oído que lord… depende mucho de la opinión de su ayuda de cámara, que lo acompaña incluso en la mesa de juego.

– Lo mismo he oído yo -contestó Darcy lentamente-. Entonces, debo replantear la pregunta. ¿A qué hora sugiere usted que parta, Fletcher?

– El mediodía es lo más tarde que se puede partir, señor, en la medida en que eso le permitirá llegar a Erewile House un poco tarde, pero no demasiado. El mediodía también es la hora más recomendable, pues es lo más temprano que el ayuda de cámara del señor Bingley puede comprometerse a tenerlo listo. ¿Ya puedo quitarle la chaqueta, señor?

Darcy se levantó de la silla con esfuerzo, se quitó la chaqueta y, mientras Fletcher la recogía, también se desprendió del chaleco. Estaba seguro de haber oído cómo suspiraba su ayuda de cámara cuando dejó las dos prendas encima de un taburete tapizado. Darcy lo miró con disimulo mientras se quitaba los puños y el cuello de la camisa.

– Entonces será a mediodía. ¿No siente pena por marcharse de Hertfordshire, Fletcher?

El ayuda de cámara tardó un poco en contestar, pero su expresión se volvió melancólica, mientras vertía un poco de agua caliente de la jarra de cobre que tenía calentando junto al fuego en la jofaina que reposaba sobre el lavabo.

– ¿Pena, señor? Londres tiene sus encantos, y Pemberley es el lugar más hermoso de esta verde tierra. ¿En cuanto a Hertfordshire? Hertfordshire, según he descubierto, tiene sus propios tesoros, señor; y ¿qué hombre no lamenta dejar atrás un tesoro?

– ¿Qué hombre, en efecto? -susurró Darcy, mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes de la primera vez que había visto a Elizabeth esa noche: la atractiva figura, los rebeldes rizos, sus ojos brillantes y, luego, su ceño fruncido, su voz calmada y aquella mirada de angustia. Darcy cerró los ojos agotado.

– ¿Señor Darcy?

– El hombre que conoce su deber y lo cumple contra toda inclinación natural, ese hombre, Fletcher, al final no tendrá de qué arrepentirse.

– Como usted diga, señor. -El rostro de Fletcher no mostró ninguna reacción ante las palabras de Darcy, mientras señalaba la jofaina y la ropa de dormir que reposaba sobre la colcha-. ¿Hay algo más que necesite esta noche, señor?

– No, no, eso es todo. Ya lo he tenido levantado demasiado tiempo. Si no estoy en pie a las diez, por favor despiérteme.

Fletcher recogió la ropa que Darcy se había quitado, e inclinándose en señal de agradecimiento por la gentileza de su amo, se retiró hacia la puerta del vestidor.

– Señor Darcy. -Se detuvo en el umbral. Darcy terminó de quitarse la camisa por encima de la cabeza y lo miró con curiosidad-. Hay un poco de brandy en la mesa junto al fuego, en caso de que desee beber un poco, señor. Buenas noches, señor.

Darcy miró hacia la mesa, mientras la puerta se cerraba. No tenía intención de beber al ser tan tarde, pero la idea no le disgustó. Tal vez el brandy apaciguara las voces que invadían ahora su cabeza durante suficiente tiempo para conciliar el sueño. Se sirvió una copa, pero la dejó sobre la mesa, vacilante, mientras terminaba sus abluciones y se ponía la ropa de dormir. Allí seguía, cuando terminó, brillando de manera tentadora a la luz del fuego. Cerró la mano alrededor de la copa y, con un movimiento rápido, se bebió la mitad del contenido. El líquido ardiente descendió por su garganta y su falso calor invadió el cuerpo de Darcy en minutos.

¡Su deber! Sí, él conocía su deber bastante bien… y las consecuencias de ignorarlo. Georgiana acababa de ser rescatada de una situación provocada por su negligencia. Él no iba a fallarle a Charles de esa manera. Ni siquiera por todos los «tesoros» de Hertfordshire.

Se tomó el resto del brandy antes de que el rostro de Elizabeth apareciera de nuevo ante él y dejó la copa sobre la bandeja. Se dirigió a la cama y retiró las sábanas, que todavía estaban agradablemente cálidas a causa del calentador de cobre, y se deslizó entre ellas, acomodándose en una postura que lo ayudara a dormirse. Apagó la vela. La oscuridad lo envolvió mientras los efectos del brandy comenzaban a hacerse sentir. Un par de ojos hermosos lo miraron confundidos y tristes, y Darcy metió la cabeza entre la almohada para esquivarlos.

– Dios -susurró en la profundidad de la noche- ¡espero estar obrando correctamente!

Capítulo 11

Ciertos demonios

Con la colaboración de Fletcher, el ayuda de cámara de Bingley tuvo a su amo preparado para salir precisamente a mediodía. A las doce y cuarenta y cinco, ya habían dejado atrás Meryton e iban, a buena velocidad, por una carretera en medianamente buen estado, en el carruaje de Bingley. Aunque estaba vestido y había desayunado ya, la única contribución de Bingley durante la primera hora de viaje había consistido en suaves ronquidos y suspiros. El vaivén y el balanceo producido por los resortes del carruaje habían sido suficiente estímulo para que Darcy también dormitara un poco, teniendo en cuenta que, en contra de toda razón, se había despertado temprano como de costumbre, tras haber dormido muy pocas horas. Empezó a poner en práctica la primera parte de su estrategia cuando hicieron una parada en una posada del camino para cambiar de caballos.

– ¡Bingley! Charles, despierta. -Darcy se inclinó hacia delante y, agarrando con firmeza el hombro de su amigo, le dio una sacudida-. Estamos cambiando de caballos y yo necesito estirar las piernas un poco, al menos. Una cerveza tampoco estaría mal. ¿Qué tal si probamos la cerveza local? -Darcy enarcó una ceja al oír los gruñidos amortiguados de Bingley-. Tal vez nos siente mejor un poco de café. ¡Vamos, hombre; levántate y sal!