– Y tú te vuelves muy elocuente cada vez que hablas de ella. -La cara de Brougham adoptó una expresión distante-. Te envidio, Fitz. Te envidio incluso desde que Georgiana era una chiquilla traviesa, que entorpecía inocentemente nuestros planes. ¿Recuerdas ese verano que pasé en Pemberley después de nuestro primer año en Cambridge?
– ¿Cómo podría olvidarlo? ¡Fuiste tú quien la encontró! Nunca olvidaré la imagen de ella en tu regazo, al entrar en el jardín.
Brougham suspiró con tal sigilo que Darcy casi no lo nota.
– Fitz, tengo que confesarte algo. Fui yo quien escondió la maldita muñeca que ella estaba buscando. Si no la hubiese encontrado… -Se detuvo bruscamente-. Bueno, lo hice y eso, como suele decirse, es todo. ¡Y aquí estamos! -Brougham detuvo a los dos caballos bayos y se inclinó para abrirle la puerta a Darcy-. En el salón de juego de lady M a las nueve y media. Yo seré el que lleva una flor en el ojal. -Saludó a Darcy con el látigo-. ¡Au revoir!
Darcy se quedó parado en la penumbra, observando el cabriolé con el ceño fruncido, hasta que dio la vuelta a la esquina y desapareció de su vista. Luego, sacudiendo lentamente la cabeza, subió los escalones hasta Erewile House.
– ¡Señor Darcy! -La puerta de la habitación se estaba cerrando tras él, cuando Fletcher, muy agitado, casi le saltó encima desde atrás.
– ¡Por Dios, Fletcher! -protestó Darcy, sorprendido-. Todavía no le he llamado.
– No hay tiempo para eso, señor Darcy. ¡Tenemos que empezar ya! Su baño estará listo en un minuto. ¿Elegimos la ropa que llevará a la velada de esta noche? ¿Tenía usted algo en mente? -Darcy echó un vistazo a la habitación y notó, entre divertido y alarmado, que prácticamente todas las prendas de gala que poseía estaban colgadas o desplegadas por todos lados. Un montón de corbatas de lazo recién almidonadas reposaba dócilmente junto al joyero. Sus distintos pares de zapatos de gala habían sido lustrados hasta la perfección. Todo tenía la apariencia de una campaña militar, pensó Darcy mientras volvía a fijar su mirada en el ayuda de cámara.
– Creo que le han informado mal, Fletcher. Sólo es una velada, no una invitación a Carlton House.
– Precisamente, señor -resopló Fletcher-, ¡si se tratara de Carlton House! Pero en lugar de eso es Melbourne House, un lugar mucho más refinado, señor.
– Ajá -fue toda la contestación de Darcy cuando comenzó a avanzar hacia el vestidor, con Fletcher pisándole los talones. Durante el proceso de desnudarse y bañarse, su ayuda de cámara se movió con total profesionalidad y precisión. Una orden susurrada a un muchacho de la cocina por aquí o una pregunta en voz baja para sí mismo por allá, y casi sin darse cuenta, Darcy se encontró bañado, envuelto en su bata y sentado en la silla de afeitar, todo en un tiempo asombrosamente corto.
Mientras Fletcher probaba con pericia el filo de la navaja, Darcy se acomodó en la silla. El carácter rutinario del proceso -Fletcher siempre ejecutaba los movimientos en el mismo orden y de la misma manera- solía brindarle preciosos momentos de reflexión. Esa noche había muchas cosas sobre las cuales reflexionar… demasiadas, si Darcy permitía que su mente vagara hacia donde quisiera. La repentina aparición de Dy había sido verdaderamente providencial. Brougham era mucho más capaz de lo que él podría llegar a ser alguna vez, de orientar a Charles a través del laberinto de complejidades que suponía una reunión de la flor y nata de la sociedad. Aparte de un genuino aprecio por la aclamada diva, su único interés en la velada era la oportunidad de distraer a Charles de su enamoramiento en Hertfordshire. La atención que prestarían las damas jóvenes ante la aparición de una cara nueva y rica ciertamente sería para Charles como un vino embriagador. Darcy esperaba que eso, sumado a las dudas que él había sembrado respecto al otro asunto, canalizara las vacilantes convicciones de Bingley en una dirección apropiada. Mañana le enviaría una nota a la señorita Bingley, y si ella podía contener su desprecio por Hertfordshire y actuaba como él le había dicho, Charles estaría a salvo y fuera de peligro, y él podría volver a Pemberley.
– Aquí tiene, señor. Su toalla, señor. -Fletcher dejó caer una suave toalla turca en su mano y, volviéndose hacia la bandeja que contenía los artículos de tocador, seleccionó una botella-. Sándalo, creo, señor. -Darcy asintió con la cabeza y recibió en la palma de la mano un chorrito de la fragancia mezclada con alcohol.
– ¿Ya ha decidido el traje que llevará, señor Darcy?
El caballero se levantó de la comodidad de la silla y miró a Fletcher, al que veía animado por primera vez desde que había regresado a Londres.
– No, no he pensado en eso todavía, aunque usted parece haber reflexionado mucho sobre el asunto, a juzgar por el estado de mi alcoba. ¿Qué sugiere, Fletcher, teniendo en cuenta que el mismísimo Beau Brummell asistirá, y probablemente también el regente? -Darcy volvió a su habitación, supervisando de nuevo aquel despliegue.
– Elegancia contenida, señor Darcy. Y como usted, señor, tiene más derecho que ciertos personajes famosos a reclamar como suya esa cualidad…
– No tengo ningún deseo de competir con el señor Brummell, Fletcher -aclaró Darcy mientras se quitaba la bata-. Sólo lo he mencionado a modo de advertencia y no quiero llamar excesivamente la atención de nadie en particular.
– Comprendo perfectamente, señor. Nada de llamar excesivamente la atención. -Fletcher hizo una pausa y acarició el fino algodón blanco de la camisa que había elegido para su amo-. Diría que el traje azul oscuro con el chaleco de seda negra. El que tiene bordados con hilo color zafiro, como el verde que se puso en Netherfield.
Darcy dio media vuelta.
– ¡No! Otra cosa. -Fletcher levantó el chaleco y lo puso al lado del finísimo traje azul, casi negro-. Ah -suspiró Darcy-. Azul. -Su voz se convirtió en un murmullo-. Sí, eso funcionará.
– Sí, señor. -El ayuda de cámara sostuvo la camisa y la deslizó por los brazos de Darcy. El entusiasmo de Fletcher crecía con cada nueva prenda que Darcy se ponía, en marcado contraste con su actitud desde que habían vuelto a Londres. Era evidente que su ayuda de cámara también tenía intereses en Hertfordshire y Darcy sintió un poco de pena por eso. ¡Aquel viaje se había convertido en un completo desastre! Darcy bajó la vista mientras Fletcher terminaba de abrochar el chaleco y pasaba a elegir una corbata. Sí, se parecía mucho al que se había puesto en Netherfield. ¿Hacía sólo dos semanas? Los hilos metálicos brillaban y se ensombrecían cada vez que él se movía frente al espejo. ¡Cuántas esperanzas había puesto en los buenos resultados de esa velada!
Fletcher regresó y Darcy se sentó y levantó la barbilla para que el ayuda de cámara tuviera suficiente espacio para desplegar su habilidad. Mientras Fletcher hacía dobleces y nudos, la mente de su patrón se deslizó involuntariamente a aquella noche, a esos escasos momentos en que había tenido la mano de ella entre las suyas y se habían movido juntos en armonía y no en oposición. La manera en que el vestido flotaba alrededor de la muchacha, las flores que tenía entrelazadas en el pelo.
… tan agradablemente bella,
que lo que antes me había parecido
bello en todo el mundo
ahora me parecía raquítico,
o más bien, que estuviese reunido en ella,
contenido en ella.
Y en sus miradas, que desde aquel momento
han derramado en mi corazón una dulzura
no experimentada hasta entonces:
Su presencia inspiró a todas las cosas
un espíritu de amor y una amable delicia.
Sobresaltado, Darcy trató de pensar en otra cosa, pero no pudo evitar un estremecimiento que hizo exclamar a Fletcher:
– Por favor, señor, no se mueva todavía.
Aquellos versos eran los que había encontrado marcados por los hilos de bordar que había robado del ejemplar de Milton de la biblioteca de Netherfield. Una fantasía idiota, se dijo mientras desviaba la mirada de su ayuda de cámara, pero la severa autocensura no impidió que dirigiera su mano a los hilos del libro colocado sobre la mesilla de noche. Mientras Darcy se los enredaba con delicadeza en el dedo y los guardaba en el bolsillo del pecho, las palabras sobre las que habían reposado se apoderaron de él, de manera similar a la mujer que ellas evocaban.