La invitada se inclinó para hacer otra reverencia, al mismo tiempo que Charles hacía una ligera inclinación. Esta vez, cuando se levantó, Darcy notó que lo hizo con una actitud decididamente más suave.
– Señorita Elizabeth, creo que nos conocimos brevemente durante el baile del viernes pasado, así que ya han transcurrido tres días desde que le debo una disculpa. -La sonrisa de Bingley traicionaba la seriedad de sus palabras.
– ¿Una disculpa, señor Bingley? -respondió ella con el mismo ánimo-. Aceptaré encantada cualquier disculpa que tenga que ofrecerme, pero insisto en que primero me informe usted de las circunstancias que la ocasionaron. Por favor, señor, ilústreme, si es usted tan amable.
– ¿Insiste usted en recibir una confesión además de una disculpa? -La fingida actitud horrorizada de Bingley le arrancó una encantadora y discreta sonrisa a su interlocutora.
– ¡Desde luego! Y hágalo enseguida, o su sentencia será mucho más severa.
– ¡Dios me libre, lo confesaré todo! Se trata de lo siguiente: olvidé reclamar el baile que usted tan amablemente me prometió concederme. ¿Una vergüenza, no es así, señorita Elizabeth?
– Sí, así es, señor. Debería estar mortalmente ofendida por semejante descuido.
– Una serie de circunstancias lo justifican, se lo aseguro -se apresuró a explicar Bingley-. Inmediatamente antes de que la música empezara, descubrí que la señorita Bennet necesitaba un refresco, que me ofrecí a ir a buscar, creyendo que tendría suficiente tiempo antes de que la orquesta se organizara. De camino a la mesa fui abordado por dos, no, por tres caballeros…
– ¿Salteadores de caminos, sin duda? -lo interrumpió Elizabeth-. Le advierto, señor Bingley, que lo único que calmaría mi indignación sería el ataque de tres asaltantes, como mínimo.
– Sí, fueron tres salteadores, estoy seguro -confirmó Bingley, adoptando tal actitud de desesperación que Elizabeth no pudo reprimir la risa a la que se sumó inmediatamente él.
– Está usted perdonado, señor Bingley, pero sólo porque su abandono se debió al deseo de ayudar a mi hermana. Dicha gentileza siempre debe ser alentada.
– Gracias. Es usted muy amable, señorita Bennet. -Bingley miró a su lado y se encontró con la expresión cautelosa de Darcy-. Pero soy negligente y pronto me veré obligado a ofrecerle otra disculpa, por la cual no seré perdonado con tanta facilidad. -Bingley se enderezó-. Señorita Elizabeth Bennet, ¿me permite presentarle a mi amigo, el señor Darcy?
Darcy no se sintió capaz de interferir en la charada representada por Bingley y la señorita Bennet y justificó su reticencia en el hecho de que no habían sido adecuadamente presentados. La habilidad de la muchacha para responder con ingenio lo sorprendió. Se dejó absorber por completo por la pequeña farsa, pero cuando Bingley retomó el tono formal y los presentó, Darcy volvió de nuevo al presente. La actitud con la que la señorita Bennet aceptó la presentación fue, pensó Darcy, inusualmente contenida, teniendo en cuenta el buen humor que había mostrado con Bingley. Darcy sintió que asumía otra vez su tensa actitud de indiferencia.
– Darcy, tengo el gran placer de presentarte a la señorita Elizabeth Bennet y, si me disculpáis, veo que su hermana parece estar necesitando algo y yo soy el único que sabe dónde está. -Respondiendo con un guiño a la cara de alarma de su amigo, Bingley hizo una inclinación y se marchó apresuradamente hacia donde estaba la señorita Bennet.
– Señor Darcy -murmuró Elizabeth. Una vez que ella hizo la oportuna reverencia y él le correspondió, Darcy trató de buscar algo que decir, mientras se reprendía mentalmente por quedar atrapado precisamente en medio de una situación que había decidido evitar. Sin tener todavía una estrategia para romper el hielo, cayó en las trivialidades sociales que tanto detestaba, mientras fijaba la mirada en algo que estaba aparentemente más allá de la muchacha.
– Encantado, señorita Bennet. ¿Lleva mucho tiempo viviendo en Meryton?
– Toda mi vida, señor Darcy.
– Entonces, ¿nunca ha estado en Londres? -preguntó Darcy con sorpresa.
– He tenido oportunidad de visitar Londres, señor, pero no durante la temporada de eventos sociales, si es a eso a lo que se refiere con «estar en Londres». -La aspereza del tono de la muchacha hizo que Darcy frunciera un poco el ceño, mientras se preguntaba qué habría querido decir y, sin darse cuenta, la miró directamente a la cara. La señorita Elizabeth parecía toda inocencia, pero algo le dijo que aquello no era cierto. Tal vez era la manera casi imperceptible en que había enarcado una de sus bien formadas cejas, o la tendencia de su hoyuelo a asomarse. No obstante, Darcy sabía que estaba siendo objeto de una burla. Y no le gustó sentirse así.
– Yo no diría que el hecho de haber viajado a Londres sólo para visitar tiendas de modistas es haber estado realmente en la ciudad -replicó con frialdad.
– ¡Señor Darcy, es usted demasiado amable! -La sonrisa de la muchacha era tan afectada que Darcy supo enseguida que no debía tomarla por otra cosa que una falsedad y que su intento de disminuir la impertinencia de la muchacha había fracasado estrepitosamente. Entrecerró los ojos. ¿Por qué razón debía ella fingir un sentimiento de gratitud? ¡Estaba claro que él no había tenido intención de elogiarla! Sus sospechas sobre el propósito de la muchacha se confirmaron rápidamente-. ¡Cómo puede un caballero tan distinguido como usted pensar que mi vestido es un diseño londinense! Me temo que debo desengañarlo, señor. Sólo se trata de una confección local, pero tenga la seguridad de que le repetiré a mi modista su amable cumplido. -Elizabeth hizo otra fugaz inclinación antes de que Darcy, que aún no salía de su asombro, pudiera pensar en una respuesta coherente y dijo-: Por favor, discúlpeme, señor Darcy. Mi madre me necesita.
¿Amable cumplido? ¡Vaya cumplido! Mientras farfullaba en silencio, Darcy se quedó mirando cómo la señorita Elizabeth se abría paso a través del salón que ahora sí estaba abarrotado. Tal como acababa de decirle, se dirigió hasta donde estaba su madre, deteniéndose sólo brevemente para intercambiar saludos con amigos o vecinos junto a los cuales pasó deslizándose con elegancia. Darcy obligó a su cabeza a dejar de dar vueltas en círculo y trató de volver al principio, al momento en que ella había entrado por la puerta y en su rostro se reflejó la opinión que tenía de sus anfitriones. O, más exactamente, de su anfitriona, se corrigió Darcy, y recordó la animada conversación que sostuvo con Charles y su genuina sonrisa. Darcy miró a su alrededor en busca de la señorita Bingley y la descubrió con facilidad, rodeada por un círculo de invitados que, según parecía, escuchaban con atención cada una de sus palabras. En ese momento ella estaba contando algo acerca de la «terrible multitud» que había en casa de lord y lady…, lo que ella le había dicho a lady…, y cuál había sido su respuesta al ingenioso comentario del señor…, enfatizando todo con un altivo suspiro y el elegante gesto de encogerse de hombros. El grupo soltó una carcajada, y Darcy notó que varias jovencitas trataban de imitar el ademán de Caroline, al tiempo que una oleada de hombros subía y bajaba. Elizabeth Bennet no estaba entre ellas, pues se encontraba ocupada con un pequeño círculo de admiradores y amigas cercanas.
No, la señorita Elizabeth Bennet no estaba impresionada con la sofisticación londinense de la señorita Bingley o de la señora Hurst, y tampoco parecía sentir la necesidad de modificar su manera de ser para imitar la gracia de Caroline, como estaban haciendo la mayor parte de sus vecinas en ese preciso momento. En lugar de eso, pensó Darcy, comprendiéndolo por fin, ¡a la señorita Bennet le parecía que la conducta de la señorita Bingley era reprobable! A juzgar por la expresión de burla de sus ojos, lejos de cultivar una amistad con la señorita Bingley, la señorita Elizabeth parecía haberle asignado un lugar entre las cosas ridículas, como haría uno con una relación divertida pero un poco alocada. Después de satisfacer su deseo de saber qué se proponía la señorita Elizabeth Bennet, Darcy encontró que aquel descubrimiento había engendrado en él dos emociones equivalentes pero opuestas, que luchaban valerosamente en su pecho. La primera era la indignación que le causaba la impertinencia de una dama que se atrevía a juzgar a sus superiores. La segunda era el impulso de reírse por estar de acuerdo con su juicio. Una chispa de humor casi había surgido en los ojos de Darcy, cuando fue asaltado por el recuerdo de que la señorita Bingley no era el único residente de Netherfield que le causaba gracia a la señorita Elizabeth Bennet. La chispa de humor fue suprimida sin piedad cuando volvió a pensar en la manera en que la señorita Elizabeth se comportaba con él.