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Webberly escrutó al hombre más joven, esperando alguna reacción -una tensión de los músculos, un movimiento de cabeza, un parpadeo-, pero nada en su actitud reveló lo que sentía. No era ningún secreto entre sus superiores en el Yare que el único encuentro de Lynley con Nies casi cinco años atrás, en Richmond, había terminado con su propio arresto. Y por prematuro y, en última instancia, falso que hubiera sido el arresto, era la única mancha negra en una hoja de servicios por lo demás admirable, algo que no podría olvidar durante el resto de su vida.

– Está bien, señor -replicó Lynley-. Lo comprendo.

Unos golpecitos en la puerta anunciaron que la señorita Harriman había podido encontrar el agua tónica, que colocó con expresión triunfante en la mesa, ante la sargento Havers. Entonces consultó su reloj. Eran casi las seis.

– Como ésta no es una jornada laboral programada normalmente, inspector jefe… -empezó a decir.

– Sí, sí, puede irse a casa -replicó Webberly, agitando una mano.

– No, no se trata de eso -dijo Harriman suavemente-, pero creo que en el artículo sesenta y cinco A relativo al tiempo compensatorio…

– Tómese libre el lunes y le parto un brazo, Harriman -dijo Webberly con la misma suavidad-. No cuando estamos metidos de lleno en ese caso del Destripador.

– No pensaba hacer tal cosa, señor. Sólo quería saber si podría anotarlo en el registro. El artículo sesenta y cinco A indica que…

– Anótelo donde le parezca, Harriman.

Ella esbozó una sonrisa de comprensión.

– A sus órdenes, inspector jefe -dijo la mujer, y salió del despacho.

– ¿Te ha hecho un guiño esa arpía antes de salir, Lynley? -preguntó Webberly.

– No me he dado cuenta, señor.

Eran las ocho y media cuando empezaron a recoger los papeles que cubrían la mesa de trabajo de Webberly. Había oscurecido y la luz de los fluorescentes resaltaba el jovial desorden de la habitación, la cual estaba peor que antes, con los archivos adicionales del Departamento del Norte extendidos sobre la mesa y una nube acre de tabaco que, en conjunción con los aromas mezclados del whisky y el jerez, le daba a uno la impresión de hallarse en un desaseado club de caballeros.

Barbara reparó en la expresión de profundo cansancio que tenía el rostro de Lynley y juzgó que la aspirina no le había servido de nada. El inspector se había acercado a la pared de la que colgaban las fotografías del Destripador y las inspeccionaba una tras otra. Mientras miraba puso una mano sobre una de ellas -era la de la víctima de King’s Cross, observó innecesariamente la sargento- y pasó un dedo por la tosca incisión que había practicado el cuchillo del Destripador.

– La muerte lo cierra todo -murmuró-. Es en blanco y negro, carne sin elasticidad. ¿Quién podría reconocer esto como un ser vivo?

– O esto, ya que estamos en ello -respondió Webberly, y señaló bruscamente las fotografías que le había entregado el padre Hart.

Lynley se reunió con ellos, poniéndose al lado de Barbara, pero ésta sabía bien que el detalle no significaba nada. Observó las distintas expresiones que adoptaba el rostro del inspector a medida que iba examinando las fotografías por última vez: repulsión, incredulidad, compasión. Era tan fácil leerle el rostro que la sargento se preguntó cómo podía realizar con éxito una investigación sin que el sospechoso le viera venir. Lo cierto era que lo lograba continuamente. Barbara conocía los éxitos que jalonaban su hoja de servicios, la serie de condenas tras sus brillantes servicios. Era el “muchacho de oro” en más de un aspecto.

– Bien, mañana iremos allí -dijo el inspector jefe. Cogió un sobre de papel manila e introdujo en él los documentos cuidadosamente.

Webberly examinaba un horario de trenes que había rescatado de entre el revoltijo de papeles y carpetas que cubrían su mesa.

– Tomen el de las ocho cuarenta y cinco.

– Tenga un poco de misericordia, señor -refunfuñó Lynley-. Quisiera estar libre durante diez horas, por lo menos, para librarme de este dolor de cabeza.

– Entonces el de las nueve treinta. No quiero que salgan más tarde. -Webberly miró a su alrededor por última vez y se puso un abrigo de tweed. Al igual que sus otras prendas, estaba raído en diversos sitios, y en la solapa izquierda había un pequeño remiendo: seguramente era el lugar más afectado por la ceniza de los cigarros-. El martes quiero un informe -dijo al salir.

La ausencia del inspector jefe pareció rejuvenecer a Lynley de inmediato. Con sorprendente presteza, marcó un número, tamborileó incansablemente con los dedos sobre la mesa y consultó el reloj de pared. Transcurrió casi un minuto antes de que una sonrisa iluminara su rostro.

– Tú sí que has esperado, cariño -dijo entonces a quienquiera que estuviese al otro lado de la línea-. ¿Has roto por fin con Jeffrey Cusick…? ¡Ja! Lo sabía, Helen. Te he dicho infinidad de veces que un legueyo no puede hacerte feliz. ¿Acabó bien la recepción?… ¡No me digas! ¡Dios mío, debe de haber sido una escena impresionante! ¿Ha gritado Andrew alguna vez en su vida?… Pobre Saint James. ¿Estaba humillado?… Bueno, son los efectos del cava, ya sabes. ¿Se recuperó Sydney?… Sí, bueno, así pareció durante un rato, como si al final estuviera a punto de deshacerse en lágrimas. Nunca ha ocultado que Simon es su hermano favorito… Claro que el baile sigue en pie. Lo prometimos, ¿no?… ¿Puede darme… pongamos una hora?… ¡Helen! ¡Por Dios, que muchacha tan traviesa! -Riendo, colgó el aparato-. ¿Aún está aquí, sargento? -preguntó al levantarse de la mesa.

– No tiene usted coche, señor -replicó ella rígidamente-. Decidí esperar por si necesitaba que le lleve a casa.

– Muy amable por su parte, pero ya nos hemos quedado aquí demasiado tiempo y estoy seguro de que tiene cosas mucho mejores que hacer un sábado por la noche que acompañarme a casa. Tomaré un taxi. -Se inclinó sobre la mesa de Webberly y escribió algo en un trozo de papel-. Aquí tiene mi dirección -le dijo, alargándole el papel-. Preséntese ahí mañana a las siete, ¿de acuerdo? Así tendremos tiempo para estudiar la situación antes de dirigirnos a Yorkshire. Buenas noches.

Lynley salió del despacho.

Barbara miró el papel que tenía en la mano. Aunque escrito precipitadamente, la caligrafía conservaba su elegancia. Lo miró durante más de un minuto antes de romperlo en trozos diminutos que arrojó a la papelera. Sabía perfectamente donde vivía Thomas Lynley.

Empezó a sentirse culpable en Uxbridge Road. Siempre le ocurría lo mismo, pero aquella noche fue peor, pues la agencia de viajes estaba cerrada y no pudo recoger los folletos sobre Grecia que había prometido. Viajes Emperatriz. Vaya nombre pomposo para una agencia mugrienta cuyos empleados se sentaban ante pupitres de plástico pintados para imitar la madera. Detuvo el coche y escudriñó a través del sucio parabrisas en busca de señales de vida. Los propietarios vivían en el piso encima del negocio. Quizás si golpeaba un poco la puerta podría despertarlos. Pero no, era demasiado ridículo. Al fin y al cabo, su madre no iba a volar hacia Grecia al día siguiente. No, la cosa iba para largo. Tendría que esperar los folletos un poco más.

Sin embargo, a lo largo del día había pasado por lo menos ante una docena de agencias de viajes. ¿Por qué no se había detenido? ¿Qué otra cosa le quedaba a su madre más que aquellos sueños modestos? Barbara sintió la necesidad imperiosa de compensar de alguna manera su omisión, se detuvo ante Frutas y Verduras Como’s, una tienda destartalada con estantes pintados de verde y cajas amontonadas de las que emanaba esa mezcla peculiar de olores procedentes de los vegetales cuya frescura está por debajo de lo deseable. Por lo menos Como’s estaba aún abierto. Su propietario jamás perdía la oportunidad de ganarse unos peniques.