– ¡Barbara! -le saludó desde el interior de la tienda, mientras ella examinaba las frutas expuestas en cajas sobre la acera. Abundaban las manzanas y habían algunos melocotones tardíos importados de España-. ¿Qué haces por aquí a estas horas?
No podía imaginar que tuviera una cita, desde luego. Ni a él ni a nadie se le ocurriría tal cosa.
– He salido tarde de trabajar, señor Como -dijo ella-. ¿A cuánto están los melocotones?
– A ochenta y cinco la libra, pero a ti te los dejaré por ochenta, guapa.
Ella escogió seis. Mientras los pesaba y envolvía, el verdulero le dijo:
– Hoy he visto a tu padre.
Barbara alzó rápidamente la vista y pudo ver que el señor Como se ponía en guardia, como si se colocara un máscara, ante la expresión de su rostro.
– ¿Se comportaba correctamente? -preguntó ella en tono neutro, al tiempo que se colgaba el bolso del hombro.
– ¡Un hombre como su padre siempre se comporta correctamente! -El verdulero recibió el dinero, lo contó cuidadosamente y lo introdujo en la caja-. Vaya con cuidado, Barbara. Andan por ahí muchos hombres en busca de chicas guapas como usted.
– Sí, tendré cuidado -replicó Barbara.
Depositó la bolsa con los melocotones en el asiento delantero del coche. “Muchos hombres van detrás de las chicas guapas como tú, Barb. Ten cuidado. Mantén las piernas cruzadas. Una virtud como la tuya es muy fácil de perder, y cuando una mujer cae, ha caído para siempre.” Se rió amargamente, puso el coche en marcha y prosiguió su camino.
En Ealing había dos áreas potenciales de residencia, cuyos habitantes las llamaban simplemente los lados bueno y malo del municipio. Era como si una línea divisoria partiera el suburbio limpiamente en dos mitades, a través de un cinturón verde de césped, robles y hayas.
El lado derecho estaba al este, con casas de ladrillo recién pintadas, cuyo enmaderado siempre tenía un brillo admirable bajo el sol matinal. La luz realzaba los múltiples colores. Allí crecían rosas en abundancia y florecían las fucsias en macetas colgadas. Los niños jugaban en las aceras impecables y los jardines. En invierno, los tejados de gablete cubiertos de nieve parecían de merengue, mientras que en verano los olmos formaban túneles de verdor bajo los que las familias paseaban en los crepúsculos fragantes. En el lado derecho del municipio no había jamás discusiones, nunca se oía música demasiado alta, no había olores de fritangas ni se producían peleas. Era la perfección comunitaria, el océano en el que el barco cargado de sueños de cada familia navegaba plácidamente hacia adelante. Pero las cosas eran muy diferentes cuando uno miraba hacia el oeste.
A la gente le gustaba decir que el lado oeste del municipio recibía el calor del día y que por eso allí las cosas eran tan distintas. Era como si una mano enorme hubiera descendido del cielo y amontonado casas, calles y gentes, por lo que todo parecía un poco fuera de lugar. Allí nadie se preocupaba por el aspecto exterior tanto como en el oeste, y los muros de las casas se pandeaban y cuarteaban; flotaba en el ambiente una sensación de decadencia, los jardines, una vez plantados, pronto dejaban de recibir cuidados, luego sus propietarios los olvidaban y acababan siendo pasto de la maleza. Los niños jugaban ruidosamente en las calles, y eran los suyos juegos destructores que con frecuencia hacían salir a las madres para pedir a gritos paz y tranquilidad. El viento invernal se filtraba por las ranuras de las ventanas mal ajustadas y las lluvias estivales penetraban por las grietas de los tejados. Los habitantes del lado malo del municipio no pensaban demasiado en la posibilidad de ir a otra parte, pues eso equivalía a pensar en la esperanza, que estaba muerta al oeste de aquel lugar.
Barbara llegó allí e hizo girar el Mini para entrar en una calle cuyos bordillos estaban ocupados por coches herrumbrosos como el suyo propio. Frente a su casa no había ni jardín ni valla, sino un pequeño solar polvoriento en el que aparcó el vehículo.
En la casa de al lado, la señora Gustafson tenía encendido el primer canal de la BBC. Como la anciana era casi sorda, las andanzas de sus héroes televisivos favoritos resonaban en el silencio de la noche y llegaban a toda al vecindad. Al otro lado de la calle, los Kirby estaban enzarzados en su discusión habitual antes del coito, mientras sus cuatro hijos los ignoraban lo mejor que podían, arrojando pellas de barro a un gato indiferente que les miraba desde la ventana cercana de un primer piso.
Barbara suspiró, hurgó en el bolso hasta dar con la llave y entró en la casa. El olor de un guiso de pollo y guisantes le llegó como una vaharada de mal aliento.
– ¿Eres tú, cariño? – preguntó su madre desde la cocina -. Un poco tarde, ¿verdad? ¿Has salido con algunos amigos?
Era cosa de risa.
– He estado trabajando, mamá. Vuelvo a estar en el Departamento.
La madre apareció en la puerta de la sala de estar. Al igual que Barbara, era de baja estatura, pero muy delgada, como si una larga enfermedad hubiera devastado su cuerpo, arrebatándole el vigor en su rápido viaje hacia la tumba.
– ¿En el Departamento? -preguntó en tono desabrido-. ¡Oh, Barbara! ¿Es necesario que vuelvas ahí? Ya sabes lo que opino de eso, querida.
Mientras hablaba, se llevó una mano esquelética al cabello ralo, con un gesto nervioso característico. Sus ojos demasiado grandes estaban hinchados y con los bordes enrojecidos, como si se hubiera pasado el día llorando.
– Te he traído unos melocotones -dijo Barbara, señalando el paquete-. Lo siento, pero la agencia de viajes estaba cerrada. Incluso llamé a la puerta, a ver si me abrían, pero debían de haber salido.
Desviado el tema del Departamento de Investigación Criminal, el rostro de la señora Havers cambió de expresión, coloreándose levemente. Cogió la tela de su bata raída y la retuvo estrujada en una mano, como para contener su excitación. Era un gesto curioso, infantil.
– Oh, eso no importa. Espera y verás. Anda, ve a la cocina, que en seguida me reuniré contigo. La cena está todavía caliente.
Barbara cruzó la sala de estar; la cháchara de la televisión y el olor mustio de una habitación demasiado cerrada le hicieron torcer el gesto. La atmósfera de la cocina, cargada con la fetidez de la pasta, el pollo asado y los guisantes anémicos, no era mucho mejor. Miró con tristeza el plato que estaba sobre el mostrador, tocó con un dedo la carne desecada del ave, fría como una piedra, tan escurridiza y arrugada como un órgano preservado en formal dehído para exploración forense. La grasa se había coagulado en los bordes, y una pizca de mantequilla rancia no se había fundido sobre los guisantes, que parecían haber sido calentados una década atrás.
Pensó en la “deliciosa ensalada de cangrejo” y no pudo evitar una punzada de envidia. Buscó el periódico y lo encontró, como siempre, sobre el asiento de una de las sillas desvencijadas. Lo abrió por el centro y depositó su cena sobre el rostro sonriente de la duquesa de Kent.
– ¡No me digas que vas a tirar la cena, cariño!
Barbara se volvió y vio el rostro apenado de su madre, los labios temblorosos, las arrugas que formaban surcos profundos hasta la barbilla, los ojos azul claro a los que asomaban las lágrimas. Apretaba un álbum con tapas de cuero artificial contra el pecho.
– Me has cogido, mamá -Barbara sonrió forzadamente, rodeó con un brazo los estrechos hombros de la anciana y la condujo a la mesa.- He tomado un bocado en el Yard y no tengo apetito. ¿Tenía que guardar la comida para ti o papá?
La señora Havers parpadeó rápidamente. El alivio reflejado en su rostro era patético.
– No…claro que no. No vamos a cenar pollo con guisantes dos noches seguidas, ¿verdad? -Soltó una risita y puso el álbum sobre la mesa-. Papá me llevó a Grecia -anunció orgullosamente.