– ¿De veras? -“de modo que eso era lo que hacía fuera de la casa”.- ¿Lo hizo él solo?
Su madre apartó la vista, tocó los bordes del álbum y raspó nerviosamente con la uña los adornos dorados. Sonriente, retiró una silla.
– Siéntate aquí, cariño. Te explicaré como fue.
Abrió el álbum y fue pasando las páginas de viajes anteriores a Italia, Francia, Turquía y Perú, hasta llegar a la sección más reciente, dedicada a Grecia.
– Mira, éste es el hotel donde nos alojamos en Corfú. Está precisamente en la bahía. Podríamos haber ido a Kanoni, donde hay hoteles más modernos, pero me gustó el panorama que se veía desde éste. ¿Verdad que es bonito, cariño?
A Barbara le escocían los ojos y hacía un esfuerzo para no rendirse a la fatiga. ¿Cuánto duraría aquello? ¿No tendría final?
– No me has respondido, Barbara. -La voz de la anciana tembló de inquietud-. Me he pasado el día entero trabajando en el viaje. Disfrutar de esa vista era mejor que estar en un hotel nuevo de Kanoni, ¿no te parece?
– Mucho mejor, mamá -se obligó a decir Barbara, y se puso en pie.- Mañana tengo que ocuparme de un caso. ¿No podríamos dejar Grecia para más adelante?
¿Sería capaz de comprenderla?
– ¿Qué clase de caso?
– Es un… problema con una familia de Yorkshire. Estaré fuera unos días. ¿Crees que podrás arreglártelas o es mejor que le pregunte a la señora Gustafson si puede estar contigo?
Una idea magnífica, se dijo Barbara: la sorda cuidando de la loca.
– ¿La señora Gustafson? -La anciana cerró el álbum y se irguió rápidamente.- Creo que no, cariño. Papá y yo podemos arreglárnoslas sin ayuda. Siempre lo hemos hecho, ya sabes. Excepto durante aquel breve período, cuando Tony…
El calor en la estancia era insoportable y Barbara sentía la necesidad imperiosa de tomar el aire, aunque fuera sólo un momento. Se dirigió a la puerta trasera, que daba acceso al jardín invadido por los hierbajos.
– ¿A dónde vas? -se apresuró a preguntarle su madre, con la familiar nota de histeria en la voz-. ¡Ahí fuera no hay nada! ¡No debes salir cuando está oscuro!
Barbara cogió el envoltorio con la cena.
– Voy a tirar esto a la basura, mamá. Será sólo un momento. Puedes esperar en la puerta y verás que no me ocurre nada.
– Pero yo… ¿en la puerta?
– Si quieres.
– No, no debo estar en la puerta, pero la dejaremos entreabierta por si acaso. Puedes gritar si me necesitas.
– Muy bien, mamá.
Barbara cogió el paquete y salió apresuradamente a la noche.
Permaneció unos minutos respirando el aire fresco y escuchando los sonidos familiares de la vecindad. Palpó un arrugado paquete de Player dentro del bolsillo. Sacó un cigarrillo, lo encendió y contempló el cielo.
¿Qué era lo que había iniciado el descenso seductor a la locura? Tony, naturalmente. Aquel diablillo listo y pecoso, una bocanada de aire fresco en la oscuridad constante del invierno. “¡Mira, mira, Barbie, puedo hacer cualquier cosa!”
Juegos de química y pelotas de rugby. Cricket en el barrio y juego del tócame tú por la tarde. Y sus peligrosas carreras por el Uxbridge Road en pos de una pelota.
Pero no fue eso lo que le llevó a la tumba, sino una estancia en el hospital, una fiebre persistente, una extraña erupción y el beso largo y letal de la leucemia. No pudo ser más irónico: ingresó con una pierna rota y salió con leucemia.
Su agonía se prolongó durante cuatro años, el tiempo suficiente para provocar aquel descenso a la locura.
– ¿Cariño? -dijo la anciana con voz trémula.
– Estoy aquí, mamá, mirando el cielo.
Barbara aplastó el cigarrillo en el suelo duro como una roca y entró en la casa.
CAPÍTULO CUATRO
Deborah Saint James frenó el coche riendo y se volvió hacia su marido.
– Simon, ¿te han dicho alguna vez que eres el peor piloto del mundo?
Él sonrió y cerró el atlas de carreteras.
– No, nunca, pero sé compasiva y ten en cuenta la niebla.
Deborah miró a través del parabrisas el edificio grande y oscuro que se levantaba ante ellos.
– Me parece una mala excusa por no poder interpretar un mapa de carreteras. ¿Estamos en el lugar correcto? No parece que haya nadie esperándonos.
– No debería sorprenderte. Les dije que llegaríamos a las nueve y ahora son las… -Consultó su reloj a la pálida luz interior del vehículo-. ¡Dios mío, son las siete y media pasadas! -Ella percibió la chanza en su tono-. ¿Estás dispuesta, amor mío? ¿Pasamos nuestra noche de bodas en el coche?
– ¿Quieres decir como adolescentes en celo manoseándose en el asiento trasero? -Echó atrás su larga cabellera-. Hum, es una idea, pero me temo que para eso deberías haber alquilado un coche más grande. No, Simon, lo único que podemos hacer es llamar a la puerta y despertar a alguien, pero serás tú quien ofrezca las excusas.
Bajó del automóvil y la envolvió el aire frío de la noche. Se detuvo un momento a contemplar el edificio que se alzaba ante ella.
Originalmente, era una estructura de origen preisabelino, pero había sufrido una serie de cambios durante la época jacobina que le daban una prestancia gallarda y caprichosa. Las ventanas divididas con parteluces reflejaban la luz de la luna que se filtraba a través de la niebla delgada que había cubierto los páramos y ahora se deslizaba hacia los valles. Las paredes estaban recubiertas por una planta semejante a la hiedra -la luz de la mañana revelaría que era lino bastardo- cuyas flores malvas brotaban entre las hojas brillantes. Sobre el tejado, las chimeneas distribuidas sin orden ni concierto formaban una pauta de verrugas caprichosas que se recortaban contra el cielo nocturno. El edificio parecía tercamente anclado en su época, cosa que se transmitía al terreno circundante. Daba la impresión de que allí no había llegado el siglo XX.
Unos robles ingleses extendían sus ramas macizas sobre la extensión de césped salpicada de estatuas rodeadas de flores. Los senderos serpenteaban hacia el bosque, detrás de la casa, que atraía con un encanto de sirena. En el silencio absoluto, el rumor del agua de una fuente cercana y los balidos de un cordero desde una granja lejana eran los únicos compañeros sonoros de la brisa susurrante de la noche.
Deborah regresó al coche. Su marido había abierto su portezuela y la observaba, esperando con su paciencia habitual la reacción de la fotógrafa ante la belleza del lugar.
– Es espléndido -le dijo-. Gracias, amor mío.
El apoyó una pierna en el suelo y extendió la mano. Con un hábil movimiento, Deborah le ayudó a salir.
– Me siento como si hubiéramos estado trazando círculos durante horas – observó Saint James mientras se estiraba.
– Eso es precisamente lo que hemos hecho -bromeó ella-. Sólo un par de horas desde la estación, Deborah. Un viaje estupendo.
El se rió suavemente.
– Bueno, tienes que admitir que ha sido un viaje estupendo.
– Desde luego. Me ha encantado ver la abadía de Rievaulx tres veces seguidas. -Miró la formidable puerta de roble-. ¿Llamamos?
Sus pisadas crujieron en la grava, hasta que llegaron a la oscura cavidad donde estaba la puerta. En una de las paredes se apoyaba un banco de madera, mientras que la otra tenía dos urnas enormes, una de ellas rebosante de flores lozanas y bellísimas, la otra convertida en asilo de una marchita colonia de geranios cuyas hojas secas cayeron al suelo cuando pasaron Deborah y su marido.
Saint James accionó con fuerza el enorme picaporte de latón situado en el centro de la puerta. Sus ecos se apagaron sin que nadie respondiera.
– También hay un timbre -observó Deborah-. Inténtalo de nuevo con eso.
Los timbrazos que sonaron en las profundidades de la casa provocaron un alud de ladridos furiosos, como si hubieran despertado a toda una jauría.