Saint James se echó a reír.
– Bueno, parece que al fin lo hemos conseguido.
Detrás de la puerta se oyó una voz de tono viril pero con la cadencia inequívoca de una mujer nacida y criada en el campo, una voz ronca, briosa y regañona.
– ¡Maldita sea, Casper, Jason! ¡Salid de aquí! ¡Fuera! ¡Volved a la cocina! – Se hizo una pausa, seguida de un forcejeo-. ¡No, condenados! ¡Atrás he dicho! ¡Bribones! ¡Dadme mis zapatillas! ¡Así os parta un rayo!
Entretanto chirrió un cerrojo y abrieron la puerta briosamente. Apareció una mujer descalza, que daba pequeños brincos sobre las frías losas de la entrada y cuyo pelo enmarañado se desparramaba sobre sus hombros.
– Hola, señor Allcourt-Saint James -dijo sin preámbulos-. Entre, entren los dos en seguida.
Se quitó el chal de lana que se había echado sobre los hombros y lo dejó caer al suelo, donde se transformó de inmediato en una alfombra para sus pies. Se arrebujó en su amplia bata de color carmesí y, en cuanto entraron los visitantes, cerró la puerta.
– Ah, así está mejor, gracias a Dios -dijo con una risotada de lo más rudo-. Disculpen ustedes. Generalmente no soy tan escandalosa. ¿Acaso se extraviaron?
– Totalmente -admitió Saint James-. Le presento a mi esposa Deborah, señora Burton-Thomas.
– Deben estar congelados -observó la anfitriona-. Bueno, pronto nos ocuparemos de eso. Pasemos al salón de roble, donde hay un hermoso fuego. ¡Danny! -gritó por encima de su hombro izquierdo-. Vengan, es por aquí, ¡Danny!
La siguieron a través de la vieja estancia con losas de piedra, en la que el frío era glacial. Las paredes eran blancas, las vigas negras, con ventanas sin cortinas, cada una al fondo de una concavidad, una sola mesa de comedor en el centro y una chimenea sin encender en la pared del fondo. Sobre la chimenea había un surtido de armas de fuego y cascos militares con penachos extravagantes. La señora Burton-Thomas asintió cuando Saint James y Deborah se fijaron en los cascos.
– Oh, sí, los “cabezas redondas” de Cromwell estuvieron aquí -explicó-. Ocuparon buena parte de Keldale May por un período de diez meses, durante la guerra civil. Fue en 1664 -añadió sombríamente, como si esperase que ellos recordaran el año de la infamia en la historia del clan Burton-Thomas-. Pero nos libramos de ellos en cuanto pudimos. ¡Valiente puñado de sinvergüenzas!
Les precedió a través de las sombras del comedor, desde donde pasaron a una cámara alargada, con las paredes forradas de madera, las ventanas cubiertas por cortinas de color escarlata y un fuego crepitante en la chimenea.
– ¿Adónde demonios habrá ido? -musitó la señora Burton-Thomas, y cruzó la puerta por la que acababan de entrar-. ¡Danny!
Se oyó entonces un ruido de pasos apresurados y una chica de unos dieciocho años, con el cabello revuelto, apareció en el umbral.
– Lo siento -dijo la recién llegada, riendo-. Les quité tus zapatillas. -Al tiempo que decía esto, se las arrojó a la mujer, la cual las recogió diestramente-Pero me temo que están un poco mordidas.
– Gracias, hermosa. Haz el favor de traer coñac para nuestros huéspedes. Ese condenado Watson casi ha dado cuenta de una botella antes de irse a la cama. Pero hay más en la bodega. Ve a buscarlo, ¿quieres?
Mientras la muchacha iba a hacer lo ordenado, la señora Burton-Thomas examinó sus zapatillas y frunció el ceño al ver un agujero nuevo en un talón. Soltó una maldición entre dientes, volvió a ponerse las zapatillas y se echó el chal, que había estado usando como una especie de alfombra voladora pegada al suelo en su avance por la casa, sobre los hombros.
– Tengan la bondad de sentarse. No he querido encender el fuego en su habitación hasta que llegaran, por lo que podemos charlar un poco mientras el cuarto se calienta. Hace un frío increíble para el mes de octubre, ¿verdad? Dicen que el invierno se ha adelantado.
Evidentemente, la bodega no debía de ser exactamente lo que sugiere la palabra, pues al cabo de un momento reapareció la joven Danny con una botella de coñac. La abrió y vertió el contenido en un recipiente de cristal tallado, sobre la mesa bajo el retrato de un antepasado Burton-Thomas, ceñudo y de facciones aguileñas, y entonces regresó junto a ellos con una bandeja que contenía tres copas de coñac y el recipiente de cristal.
– ¿Me ocupo de la habitación, tía? -preguntó la joven.
– Sí, por favor. Dile a Eddie que recoja el equipaje. Ah, y pide disculpas a esa pareja americana si los ves por ahí, preguntándose a qué se debe tanto jaleo. -La señora Burton-Thomas sirvió tres medidas generosas de licor mientras la muchacha abandonaba la estancia-. Ah, vinieron aquí por la atmósfera y, por Dios, que tendrán toda la que quieran.-Soltó una risotada y apuró su copa de un solo trago-. El pintoresquismo es lo mío -admitió alegremente, sirviéndose otra-. Les das un poco de ambiente antiguo y excéntrico y aseguras tu aparición en todas las guías turísticas.
El aspecto de la mujer corroboraba sus palabras, pues era una combinación de calor hogareño y horror gótico: muy alta, los hombros tan anchos como los de un hombre, se movía con descuido entre el inapreciable mobiliario de la sala. Tenía las manos de una campesina, los tobillos de una bailarina y el rostro de una Valkiria envejecida. Sus ojos, azules, estaban sumidos por encima de unos pómulos prominentes. Tenía la nariz aguileña, cuya curvatura había ido acentuándose con el paso de los años, de modo que ahora, a la luz incierta de la sala, parecía arrojar una sombra sobre el labio superior. Parecía tener unos sesenta y cinco años, pero era evidente que, tratándose de la señora Burton-Thomas, la edad era una cuestión muy relativa.
– ¿Tienen apetito? -Miró el reloj de péndulo cuyo fuerte tictac se percibía desde cualquier extremo de la habitación-. Hace dos horas que cenamos.
– ¿Tienes hambre, amor mío? -preguntó Saint James a Deborah. Ésta vio, por el brillo de sus ojos, que la situación le divertía.
– No, no tengo ni pizca de apetito. -Se volvió hacia la señora Burton-Thomas-. ¿Dice usted que tiene otros huéspedes?
– Sólo una pareja americana. Los verán a la hora del desayuno. Pueden imaginarse cómo son: mucho poliéster y aparatosas cadenas de oro. El caballero lleva un anillo con un diamante enorme en el dedo meñique. Anoche me estuvo entreteniendo con una charla sobre odontología. Parece ser que pretende empastarme los dientes. Lo último que haría en mi vida. -La señora Burton-Thomas se estremeció y tomó otro trago-. Parece cosa de egipcios, medidas para la posteridad, ya saben. ¿O era para prevenir las caries? -Se encogió de hombros con solemne indiferencia-. No tengo la menor idea. ¿Por qué a los americanos les obsesionan tanto sus dientes? Esa manía por tenerlos rectos y brillantes. ¡Dios mío! Unos dientes torcidos dan un toque de personalidad a una cara, digo yo. -Removió ineficazmente el fuego, lanzando una lluvia de chispas sobre la alfombra, las cuales apagó con enérgicos pisotones-. Me alegro de que hayan venido. No es que mi abuelo haga cabriolas en su tumba porque he abierto la casa al negocio turístico, pero no tenía más remedio: o eso o la entrega a la administración estatal. -Les hizo un guiño por encima de la copa-. Y perdonen por decirlo, pero esta clase de vida es muchísimo más divertida.
Alguien se aclaró la garganta en el umbral. Un muchacho enfundado en un pijama de franela a cuadros y una vieja chaqueta de esmoquin, que le iba demasiado grande, torpemente abrochada a su esbelta cintura. La indumentaria daba a su aspecto un aire desenvuelto y anacrónico. Llevaba unas muletas en la mano.
– ¿Qué ocurre, Eddie? -preguntó con impaciencia la señora Burton-Thomas-. ¿Has descargado el equipaje?
– Hay unas maletas en el coche, tía. ¿También tengo que sacarlas?
– ¡Naturalmente, estúpido! -El muchacho dio media vuelta y desapareció.- Soy una mártir de mi familia -confió la mujer a sus huéspedes-. Bueno, vengan por aquí, les mostraré su habitación. Deben de estar agotados. No, no cojan la botella de coñac.