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Deborah le pellizcó una pierna.

– Quiero saberlo. Insisto en ello. ¿Voy a arruinar mi vida por haberme casado con un cínico? Dime lo que hay que hacer si oímos al bebé, Danny.

La muchacha asintió gravemente.

– El bebé siempre llora por la noche en los terrenos de la abadía. Usted debe dormir sobre el lado derecho y su marido sobre el izquierdo. Y han de permanecer abrazados hasta que deje de llorar.

– Eso es interesante -reconoció Saint James-. Una especie de amuleto animado. ¿Podemos confiar en que ese bebé llore con frecuencia?

– No lo hace muy a menudo, pero… -La chica tragó saliva y, de repente, vieron que no se trataba de una leyenda para recién casados amartelados, pues para Danny el temor y el relato eran auténticos-. ¡Yo misma le oí hace tres años! ¡No es algo que se olvide fácilmente! -Se puso en pie-. ¿Recordarán lo que han de hacer? ¿No lo olvidarán?

– No lo olvidaremos -aseguró Deborah mientras la chica salía de la habitación.

Una vez solos, permanecieron un rato en silencio. Deborah apoyó la cabeza en la rodilla de Saint James. Los dedos largos y delgados del hombre acariciaron suavemente su cabello, apartándole los rizos del rostro. Ella le miró.

– Tengo miedo, Simon. Pensé que no lo tendría, ni una sola vez este último año, pero tengo miedo.

Vio en sus ojos que la comprendía. Claro que sí. ¿Acaso había dudado de veras en su comprensión?

– También yo lo tengo -dijo él-. Durante todo el día me he sentido un poco aterrado. Nunca quise perderme, ni contigo ni con nadie. Pero la cuestión es que ocurrió. -Sonrió -. Invadiste mi corazón con la fuerza cronwellliana del tuyo y no pude resistirla, Deborah. Ahora descubro que el verdadero terror, más que perderme a mí mismo, sería perderte de alguna manera. -Tocó el colgante que le había dado aquella mañana y que anidaba en el hueco de su garganta. Era un pequeño cisne de oro, un símbolo del compromiso entre ellos, de la elección para toda la vida. La miró a los ojos y le susurró suavemente-: No temas.

– Entonces hagamos el amor.

– No deseo otra cosa.

Jimmy Havers tenía unos ojuelos porcinos que miraban inquietos a uno y otro lado cuando estaba nervioso. No importaba que se las diera de valiente o que mintiera con un descaro formidable, tanto si le acusaban de algún pequeño hurto como si le cogían en flagrante delito, pues siempre le traicionaban sus ojos, como sucedía ahora.

– No sabía si tendrías tiempo para traerle a tu madre los folletos de Grecia, así que Jim fue a buscarlos, hijita.

Tenía el hábito de referirse a sí mismo en tercera persona, lo cual le permitía evadir la responsabilidad de la mayor parte de los disgustos que causaba. “No, no fui a las carreras de caballos ni aspiré rapé. En todo caso fue Jimmy quien lo hizo, no yo”.

El padre de Barbara inspeccionó de un rápido vistazo la pequeña sala de estar, cuyas ventanas no se podían abrir a causa de la suciedad acumulada durante años. Los muebles eran anticuados, el papel de las paredes tenía un dibujo de capullos de rosa entrelazados que resultaba enervante. Las revistas especializadas en carreras de caballos cubrían las mesas, algunas estaban esparcidas por el suelo, y competían con los quince álbumes con tapas que imitaban el cuero y que documentaban la locura de la madre. Tony presidía todo ello, siempre sonriente.

Su santuario estaba en un ángulo de la sala. Era la última foto que le hicieron antes de su enfermedad, y en ella aparecía como un chiquillo desgarbado en el acto de lanzar un balón a una portería improvisada en el jardín, en otro tiempo rebosante de flores. Era una fotografía ampliada fuera de proporción, por lo que las líneas de la figura estaban un poco distorsionadas. A cada lado colgaban los uniformes escolares y las notas de alabanza de los profesores, cada documento con un marco de madera, y no faltaba siquiera su certificado de defunción. Debajo de todo esto un jarrón con flores de plástico rendía homenaje, un homenaje bastante pobre, habida cuenta del estado general de la sala.

En el lado opuesto el televisor atronaba, como siempre. Estaba allí, frente al santuario de Tony para que éste “también pudiera verla”. Aún le ofrecían sus programas favoritos, como si nada hubiera ocurrido, como si nada hubiera cambiado. Pero las ventanas y las puertas estaban cerradas y atrancadas, para mantener a raya la verdad de aquella tarde de agosto y Uxbridge Road.

Barbara cruzó la sala y apagó el televisor.

– ¡Oye, Jim estaba viendo eso! -protestó su padre.

Ella le miró y se dijo que era realmente un cerdo. ¿Cuándo se había bañado por última vez? No era necesario acercarse demasiado a él para notar su olor, el aroma del sudor rancio, las grasas corporales que se acumulaban en su pelo, su cuello, tras los pliegues de las orejas, la ropa sin lavar.

– El señor Como me dijo que te había visto -comentó, sentándose en el sofá desvencijado.

La mirada del hombre pasó de la pantalla apagada del televisor a las flores de plástico y las rosas ridículas que cubrían la pared.

– Sí, Jim estuvo en la tienda de Como -asintió.

Sonrió a su hija. Tenía los dientes ennegrecidos, y Barbara veía el líquido que asomaba por las comisuras de la boca. La lata de café estaba junto a su silla, escondida inexpertamente por un boletín de carreras. Barbara supo que quería desviar la cabeza un momento, para hacer lo que necesitaba sin que ella le viera. No quiso seguirle el juego.

– Escúpelo, papá -le ordenó pacientemente-. No vale la pena que te lo tragues y te pongas enfermo, ¿no crees?

Con una expresión de alivio, el hombre cogió la lata y escupió una baba marrón inducida por el rapé. Se limpió la boca con un pañuelo manchado, tosió violentamente y adaptó los tubos que le suministraban oxígeno por las fosas nasales. Miró entristecido a su hija, deseoso de ternura, pero Barbara mantuvo su expresión adusta. El desvió la vista.

Barbara le miró pensativa. ¿Por qué no se moría de una vez? Llevaba diez años de decadencia gradual. ¿Por qué no daba el salto definitivo a la nada? Sería lo mejor. Ya no jadearía por falta de aire, ya no le haría sufrir el enfisema, ya no tendría que aspirar tabaco por la nariz a causa de su adicción. Lo único que podría liberarle de sus penas era la muerte.

– Enfermarás de cáncer, papá -le dijo-. ¿Lo sabes, verdad?

– Jim está bien, Barb. No te preocupes, criatura.

– ¿No puedes pensar en mamá? ¿Qué ocurriría si tuvieran que hospitalizarte de nuevo? -como le sucedió a Tony: la comparación quedó implícitamente en el aire-. ¿Tendré que hablar con el señor Como? No quisiera hacerlo, pero tendré que hacerlo si insistes en tomar rapé.

– Como fue el primero en darle la idea a Jim -protestó su padre. Su voz era un gemido-. Fue después de que le dijeras que no diera pitillos a Jim.

– Sabes que hice eso por tu propio bien. No puedes fumar al lado de una botella de oxígeno. Los médicos te lo dijeron.

– Pero Como aseguró que el rapé no era peligroso.

– El señor Como no es médico. Anda, dame esa porquería.

Tendió la palma a su padre.

– Pero Jim quiere…

– Sin discusiones, papá. Dame el rapé.

El viejo tragó saliva un par de veces. Sus ojos se movían de un lado a otro.

– Necesito algún consuelo, Barbie – gimió.

Ella dio un respingo al oír el diminutivo que sólo Tony había empleado. En labios de su padre era como una maldición. Sin embargo, se aproximó a él, le puso una mano en el hombro y se obligó a tocarle el pelo sin lavar.

– Procura comprenderlo, papá. Tenemos que pensar en mamá. No podría sobrevivir sin ti, así que debes mantenerte sano y en buena forma. ¿No te das cuenta? Mamá… te quiere tanto…

Creyó ver un destello en los ojos del viejo cuando dijo estas palabras. ¿Todavía se veían el uno al otro en aquel pequeño infierno que ellos mismos habían labrado, o acaso la niebla era demasiado espesa?