El hombre ahogó un sollozo. Se metió una mano sucia en el bolsillo y sacó una cajita redonda.
– No pretendo hacer daño a nadie, Barbie -le dijo al tiempo que le entregaba la caja.
Su mirada se deslizó hacia el altar improvisado, a las flores artificiales en su jarrón de plástico, bajo la foto del hijo muerto. Ella se acercó, quitó las flores y extrajo otras tres cajitas de rapé ocultas en el jarrón.
– Mañana hablaré con el señor Como -dijo fríamente, y salió de la habitación.
Claro que sería en Eaton Terrace. Eaton Place era demasiado elegante, y a Lynley no le gustaba la ostentación. Además, aquél no era más que el piso que los Lynley tenían en la ciudad. Su verdadera residencia estaba en Howenstow, Cornualles.
Barbara se quedó mirando el edificio de un blanco inmaculado. Qué limpio estaba todo, qué atmósfera de clase alta. Aquella era la única zona de la ciudad donde la gente vivía en establos reconvertidos y se jactaba de ello antes sus amistades.
“Ahora vivimos en Belgravia, ¿no te lo había dicho? Ven una tarde a tomar el té. Nos ha costado trescientas mil libras, pero es una buena inversión. Cinco habitaciones. Una calle preciosa, con la calzada de adoquines. Ven a las cuatro y media, no me digas que no. Reconocerás el sitio. Tengo begonias en todas las ventanas.“
Barbara subió los impecables escalones de mármol y, con un desdeñoso movimiento de cabeza, observó el pequeño escudo de armas bajo los apliques de latón. “¡Estás hecho un hidalgo, Lynley. Nada de establos reconvertidos para ti!”
Alzó la mano para tocar el timbre, pero se detuvo y dio media vuelta para contemplar la calle. Desde el día anterior no había tenido tiempo para reflexionar acerca de su posición. Su reunión inicial con Webberly, su búsqueda de Lynley en la boda y la reunión posterior en Scotland Yard con el curioso sacerdote… todo había sucedido con tanta rapidez que no había tenido ni un momento para sopesar sus sentimientos e idear una estrategia que le permitiera sobrevivir en su nueva etapa de aprendizaje.
Cierto que a Lynley no le había sorprendido tanto el encargo como ella había creído; desde luego, no se había mostrado tan consternado e irritado como ella misma. Pero otras cosas ocupaban su mente: la boda de su amigo y, sin duda, la misión que le habían encomendado a última hora de la noche con lady Helen Clyde. Ahora que disponía de tiempo para reflexionar, seguramente no le ocultaría lo irritado que se sentía por tenerla como compañera de misión.
¿Qué podía hacer? Al fin tenía la oportunidad que había estado esperando, por la que había rogado: la de demostrar su valía en el Departamento de una vez por todas. Era la ocasión para compensar las discusiones, los lapsus linguae, las decisiones precipitadas, los estúpidos errores de los últimos diez años.
Recordó lo que le había dicho Webberly: “Podrá aprender mucho trabajando con Lynley”, y frunció el ceño. ¿Qué podía aprender de Lynley? El vino apropiado para la cena, algunos pasos de baile, cómo sorprender a los contertulios con una conversación encantadora… ¿Qué diablos podría aprender de Lynley?
Nada, naturalmente, pero sabía muy bien que aquel hombre representaba su única oportunidad de ser destinada de nuevo al Departamento. Y así, mientras permanecía en el umbral del elegante edificio, pensó detenidamente en cuál podría ser la mejor manera de entenderse con aquel hombre. Decidió que era precisa una cooperación absoluta. No ofrecería sugerencias, estaría de acuerdo con todas sus ideas, con cada afirmación que él hiciera.
“Tienes que sobrevivir “, se dijo mientras se volvía, y oprimió el timbre.
Había esperado que abriera una doncella rolliza, vivaz y uniformada, pero le sorprendió ver a Lynley en persona abriendo la puerta, con un trozo de tostada en la mano, calzado con zapatillas y unas gafas de lectura apoyadas en el extremo de su aristocrática nariz.
– Hola, Havers -le dijo mirándola por encima de las gafas-. Ha llegado pronto. Excelente.
La precedió hasta el fondo de la casa. Entraron en una sala aireada, de paredes verde claro con frisos de madera. Unas puertas acristaladas con las cortinas descorridas permitían ver el jardín florido, y sobre un bufete de nogal tallado estaba dispuesto el desayuno en bandejas de plata. La sala olía invitadoramente a pan caliente y bacon, y el estómago de Barbara reaccionó a esos aromas con un rumor sordo. Se apretó el abdomen y procuró no pensar en su propio desayuno, un huevo demasiado hervido y una tostada. La mesa estaba dispuesta para dos, lo cual sorprendió a Barbara por un momento, hasta que recordó la cita nocturna con lady Helen. Sin duda su señoría continuaba en la cama, para no perder la costumbre de levantarse pasadas las diez.
– Sírvase usted misma -le dijo Lynley, señalando distraídamente el bufete con el tenedor, y recogió las hojas del informe policial esparcidas entre la porcelana-. No conozco a nadie que no pueda pensar mejor mientras come. Pero no le recomiendo ese arenque ahumado. No está en su punto.
– No, gracias -replicó ella cortésmente-. Ya he desayunado, señor.
– ¿Ni siquiera una salchicha? Estas, por lo menos, son excelentes. ¿Es posible que por fin los carniceros se hayan decidido a poner más carne que harina en las salchichas? Sería una buena noticia. Casi cinco décadas después de la guerra termina finalmente el racionamiento. -Cogió una tetera que, como las demás piezas sobre la mesa era de porcelana fina y, sin duda, formaba parte del patrimonio familiar-. ¿No le apetece beber algo? He de advertirle que soy un adicto del té Lapsang Souchong. Helen dice que sabe a calcetines sucios.
– Tomaré una taza. Gracias, señor.
– Muy bien. Pruébelo y dígame qué le parece.
La sargento se disponía a echar un terrón de azúcar en el brebaje cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se oyeron los pasos de alguien que subía por la escalera trasera.
– Por favor, yo lo cogeré -dijo una voz femenina con acento de Cornualles-. Lamento el inconveniente del otro día, a causa del bebé.
– Es la difteria, Nancy -murmuró Lynley, hablando consigo mismo-. Lleve a ese pobre niño al médico.
El sonido de una voz de mujer llenó el vestíbulo.
– ¿Así que están desayunando? -dijo, riendo alegremente-. No podría haber llegado en mejor momento, Nancy. Él no se va a creer que es una pura coincidencia.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lady Helen entró en la sala y Barbara se sintió conmocionada. Sus vestidos eran idénticos, pero mientras que el de Helen había sido cortado a medida, el de Barbara era una mala copia, una de esas imitaciones defectuosas que venden en los almacenes Mark and Spencer. Sólo los colores diferentes podían salvarla de una humillación total. Cogió la taza de té, pero le faltó fuerza de voluntad para llevársela a los labios.
Lady Helen sólo se detuvo una fracción de segundo al ver a la mujer policía.
– Estoy metida en un buen lío -dijo sin embagues-. Menos mal que también usted está aquí, sargento, porque tengo la terrible sensación de que hará falta Dios y ayuda para que pueda salir de este embrollo.
Dicho esto, dejó una gran bolsa de compras en la silla más próxima y se dirigió al bufete, cuyos platos empezó a examinar como si la comida bastara para solucionar su dilema.
– ¿Embrollo? -preguntó Lynley, y miró a Barbara-. ¿Qué le parece el Lapsang?
Ella tenía los labios rígidos.
– Es muy agradable, señor.
– ¡No volveré a tomar ese horrible té! -exclamó lady Helen-. No tienes misericordia, Tommy.
– De haber sabido que vendrías, no me habría limitado a servirlo una sola vez a la semana.
Ella se echó a reír.
– ¿Qué le parece este hombre, sargento? Por su manera de hablar, se diría que he estado invadiendo su casa cada mañana.
– Viniste ayer, Helen.