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A la mención de Eton, tres cabezas se volvieron en dirección a Lynley. Cuando Havers puso fin a su diatriba, un silencio horrorizado indicó a aquél que todas las personas en su campo visual le estaban mirando. De pie ante un fichero, examinaba el expediente de aquel gusano de Harry Nelson, y de pronto notó que los dedos se le agarrotaban. Desde luego, no tenía verdadera necesidad de consultar el expediente, no era aquél el momento oportuno, y no podía permanecer allí de pie indefinidamente; tenía que regresar a su mesa.

Se obligó a hacerlo, al tiempo que decía en tono joviaclass="underline"

– Dios mío, yo siempre trazo la raya antes de llegar a los animales.

Su observación provocó unas risas nerviosas e incómodas. Entonces Havers salió del despacho de Webberly dando un portazo y avanzó enfurecida por el corredor. La ira contorsionaba sus labios y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas que se enjugaba bruscamente con la manga de la chaqueta. Lynley notó que toda la fuerza de su odio se derramaba sobre él. Sus miradas se encontraron y los labios de la sargento trazaron una mueca de desprecio. Era como si hubiera contraído una enfermedad incurable.

Un instante después, MacPherson se acercó a su mesa, sobre la que depositó el expediente de Harry Nelson, al tiempo que le decía en tono cordiaclass="underline" “Excelente reacción, muchacho”. Sin embargo, las manos de Lynley habían tardado diez minutos en serenarse, al cabo de los cuales pudo telefonear a Helen.

– ¿Almorzamos juntos, cariño?

– Claro que sí, Tommy. Simon me ha hecho pasar toda la mañana mirando las muestras de pelo más horribles que te puedas imaginar. ¿Sabías que el cuero cabelludo se desprende cuando le tiras del pelo a alguien?… Pero eso no me ha quitado las ganas de comer. ¿Vamos a Connaught?

Bendita Helen. ¡Qué magnífico asidero había sido para él durante el último año! Lynley se concentró de nuevo en Havers, la cual le recordaba a una tortuga, sobre todo aquella mañana, cuando Helen entró en el comedor. La pobre mujer se había quedado paralizada, pronunció unas pocas palabras y se metió en su concha. ¡Qué conducta tan extraña! ¡Como si tuviera algo que temer de Helen! Se palpó los bolsillos, en busca del tabaco y el encendedor.

Este movimiento hizo que la sargento Havers alzara la vista, pero en seguida volvió a centrarse en su informe, con el rostro impasible. Lynley pensó que aquella mujer no fumaba ni bebía y sonrió irónicamente. “Bueno, sargento -dijo para sus adentros-, tendrá que acostumbrarse. No soy hombre dispuesto a renunciar a mis vicios. Por lo menos en el último año.”

Nunca había podido comprender la notable antipatía que le mostraba la sargento. Mediaba entre ellos la diferencia de clase, algo completamente ridículo, que jamás le había creado un gran problema con nadie. Era como si las pomposas palabras “octavo conde de Asherton” resonaran cada vez que pasaba por su lado, cosa que había evitado escrupulosamente desde que la sargento volvió a vestir el uniforme.

Exhaló un suspiro. Ahora trabajaban juntos. ¿En qué había pensado exactamente Webberly al establecer aquella grotesca alianza entre ellos? El inspector jefe era, con creces, el hombre más inteligente que había pasado por el Yard, por lo que aquella relación quijotesca no podía ser impremeditada. Miró a través de la ventanilla cubierta de gotas de lluvia. “Ahora, si pudiera determinar quién de los dos es Sancho Panza, nos llevaríamos estupendamente”.

Esta idea le hizo reír. La sargento Havers alzó la vista y le miró con curiosidad, pero no dijo nada. Entonces Lynley sonrió.

– Estaba buscando molinos de viento -le dijo.

Mientras tomaban el insípido café del tren en vasitos de papel, la sargento Havers sacó a relucir la cuestión del hacha.

– No tiene ninguna huella -observó.

– Parece raro, ¿verdad? -Lynley dio un respingo al notar el sabor del brebaje y dejó el vasito a un lado-. Matas a tu perro, matas a tu padre, y te quedas ahí sentado esperando que llegue la policía, pero limpias el mango del hacha para que no haya ninguna huella. No tiene sentido.

– ¿Por qué cree que ella mató al perro, inspector?

– Para silenciarlo.

– Supongo que sí -convino ella a regañadientes.

Lynley vio que quería decir algo más.

– ¿Usted qué cree?

– Yo… nada. Probablemente tiene usted razón, señor.

– Pero usted tiene otra idea. ¿Cuál es? – Havers le miraba con cautela -. ¿Sargento? -le acució él.

Ella se aclaró la garganta.

– Pensaba que, en realidad, la muchacha no tenía necesidad de silenciarlo… quiero decir que era su perro. ¿Por qué iba a ladrarle? Quizás me equivoque, pero parece que ladraría a un intruso y que éste querría silenciarlo.

Lynley contempló sus uñas bien cuidadas.

– El curioso incidente del perro por la noche -murmuró-. Ladraría a una muchacha conocida si ésta atacara a su padre.

– Pero… estaba pensando, señor… -Con un movimiento nervioso se colocó el pelo detrás de las orejas, gesto que la hizo menos atractiva que de ordinario-¿No parece como si hubieran matado al perro primero? -Buscó entre los papeles que había devuelto a la carpeta y sacó una de las fotografías-. El cuerpo de Teys ha caído sobre el perro.

Lynley examinó la foto.

– Sí, claro, pero ella podría haberlo arreglado así.

Sorprendida, Havers abrió mucho sus ojos pequeños y vivaces.

– No creo que pudiera hacer eso, señor. De ningún modo.

– ¿Por qué no?

– Teys medía metro noventa y tres. -Buscó torpemente otra hoja del informe-. Pesaba… aquí está, ciento dos kilos. No puedo imaginar a esa Roberta moviendo ciento dos kilos de peso muerto sólo para amañar la escena del crimen, sobre todo si tenía la intención de confesar en seguida. No me parece posible. Además, el cuerpo no tenía cabeza, por lo que parece evidente que las paredes estarían salpicadas de sangre si lo hubiera movido, pero no había ninguna mancha de sangre.

– Un tanto a su favor, sargento -dijo Lynley, al tiempo que sacaba del bolsillo las gafas de lectura-. Creo que estoy de acuerdo. A ver, déjeme echar un vistazo a eso. -Ella le entregó todo el expediente-. La muerte se produjo entre las diez y las doce de la noche -dijo como si hablara consigo mismo-. Había cenado pollo con guisantes. ¿Ocurre algo, sargento?

– Nada, señor. Alguien andaba sobre mi tumba.

Una expresión encantadora.

– Ah -dijo Lynley, y siguió leyendo-: Barbitúricos en la sangre. -Alzó la vista, con el ceño fruncido, y se quedó mirando a la sargento por encima de las gafas-. Resulta difícil creer que un hombre así necesitase píldoras para dormir. Trabaja duramente en una granja, respirando el aire puro de los valles, cena en abundancia y luego se queda amodorrado junto al fuego. Una bendición bucólica. ¿Para qué necesitaría somníferos?

– Parece como si acabara de tomarlos.

– Evidentemente. Es difícil creer que fue al granero como un sonámbulo.

Su tono paralizó a Havers, la cual se retiró de inmediato en su caparazón.

– Yo sólo quería decir…

– Discúlpeme -se apresuró a decir Lynley-. Estaba bromeando, cosa que hago en ocasiones, porque alivia la tensión. Tendrá que acostumbrarse.

– Desde luego, señor -replicó ella con una cortesía intencionada, irritante.

Cuando caminaban por el puente peatonal, hacia la salida, les abordó un hombre muy alto y delgado, de aspecto anémico, sin duda víctima de numerosos trastornos estomacales que le amargaban la vida. Mientras se aproximaba a ellos, se introdujo una tableta en la boca y empezó a masticarla briosamente.