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– ¿Necesita ayuda, padre?

Finalmente el padre Hart avanzó con decisión.

– No, gracias, estoy bien.

Bajó los escalones, notó el andén de cemento bajo los pies, oyó el reclamo de las palomas en lo alto del techo abovedado de la estación. Echó a andar por el andén hacia la salida y la calle Euston.

Volvió a oír la voz del mozo a sus espaldas.

– ¿No le espera nadie? ¿Sabe dónde está? ¿Adónde va ahora?

El sacerdote enderezó los hombros y saludó al mozo agitando la mano.

– Voy a Scotland Yard -respondió con voz firme.

La estación de St. Pancras, al otro lado de la calle, frente a King’s Cross, era hasta tal punto la antítesis arquitectónica de ésta que el Padre Hart permaneció inmóvil unos instantes, contemplando la magnificencia de su estilo neogótico. El estrépito del tráfico en la calle Euston y los eructos malolientes de dos camiones a diesel que pasaban muy cerca del bordillo, desaparecieron de su campo sensorial.

Era un entusiasta de la arquitectura, y aquel edificio en concreto era un ejemplo de locura arquitectónica.

– Cielo santo, esto es maravilloso -musitó, ladeando la cabeza para poder ver mejor las cumbres y los valles de la estación-. Un poco de limpieza y sería todo un palacio.

Miró distraído a su alrededor, como si se dispusiera a detener al primer transeúnte que pasara por su lado para sermonearle sobre los males que los humos de innumerables calefacciones habían ocasionado al viejo edificio. ¿Quién habrá sido el que…?

De repente, una furgoneta policial bajó por Caledonian Road y pasó aullando por el cruce con la calle Euston. El chillido de la sirena devolvió al sacerdote a la realidad, y se estremeció mentalmente, en parte por irritación, pero, sobre todo, por temor. Ahora no pasaba un solo día sin que su mente divagara, y eso, sin duda, auguraba el fin. Tragó saliva, y con ella el terror que era como un cuerpo extraño atascado en su garganta, y buscó nueva determinación. Se fijó en los grandes titulares del periódico matutino, y se acercó con curiosidad:

“¡EL DESTRIPADOR ATACA EN LA ESTACION DE VAUXHALL!”

¡El Destripador! Retrocedió un paso, miró a su alrededor y luego se adelantó de nuevo y leyó rápidamente un párrafo, de un modo superficial, temiendo que una lectura atenta revelara un interés por los temas morbosos impropio de un religioso. Sólo se fijó en algunas palabras sueltas, no en ninguna frase. Acuchillados… cuerpos semidesnudos… arterias… cortadas… víctimas masculinas…

Con un escalofrío, se llevó los dedos a la garganta y consideró lo vulnerable que era. Ni siquiera un alzacuello serviría de protección contra el cuchillo de un asesino, que buscaría el lugar idóneo donde hundirlo. La idea era aterradora. Se apartó del kiosco tambaleándose y, por suerte, vio el indicativo del metro a unos pasos de distancia. Eso le refrescó la memoria.

Buscó en su bolsillo el mapa de los transportes urbanos y examinó minuciosamente su arrugada superficie. Se dijo que debía usar la línea de circunvalación hasta St. James’s Park. Y añadió con más convicción: “Eso es: la línea de circunvalación hasta St. James’s Park”.

Repitió la frase como si fuera un canto gregoriano, mientras bajaba la escalera. Mantuvo el metro y el ritmo hasta la ventanilla y luego siguió repitiéndola hasta apretujarse en un vagón del ferrocarril subterráneo. Miró a los demás pasajeros, vio a dos ancianas que le miraban con avidez evidente e inclinó la cabeza, a modo de disculpa.

– Es tan confuso -explicó, con una tímida sonrisa amistosa-. Le hacen dar a uno tantas vueltas…

– De todas clases, Pammy, tal como te digo -dijo a su compañera la menos vieja de las dos mujeres, y dirigió al clérigo una mirada experimentada y glacial de desprecio-. Tengo entendido que usa todo tipo de disfraces.

Sin apartar sus ojos acuosos del confundido sacerdote, ayudó a levantarse a su marchita amiga, aferró el poste junto a la puerta y él gritó que bajarían en la próxima estación.

El padre Hart contempló su partida con resignación. Pensó que no tenían ninguna culpa. Uno no podía confiar jamás, ni una sola vez, de veras. Y eso era lo que había venido a decir en Londres: que no era la verdad, sino que sólo lo parecía. Un cuerpo, una muchacha y un hacha ensangrentada. Pero eso no era la verdad. El tenía que convencerles y. ¡Oh, señor, estaba tan poco dotado para ello!

Pero Dios estaba de su lado, y a ese pensamiento se aferraba. Lo que estoy haciendo es correcto, es correcto, es correcto… Este nuevo canto sustituyó al anterior hasta que llegó a las puertas de Scotland Yard.

– Que me aspen si no tenemos entre manos otra confrontación entre Kerridge y Nies -concluyó el inspector Malcolm Webberly. Hizo una pausa para encender el grueso cigarro que extendió de inmediato por la sala una desagradable capa de humo.

– Por Dios, Malcolm, abre una ventana si insistes en fumar esa porquería – dijo su compañero.

Como inspector jefe, sir David Hilliers era el superior de Webberly, pero le gustaba dejar que sus hombres dirigieran sus secciones individuales a su manera. A él nunca se le hubiera ocurrido lanzar semejante ataque olfativo tan poco tiempo antes de una entrevista, pero los métodos de Malcolm eran distintos de los suyos y nunca se habían revelado ineficaces. Cambió su silla de sitio para librarse en lo posible de la humareda, aunque así tenía ante sus ojos la peor parte de la oficina.

Hillier se hacía cruces de la eficacia con que Malcolm dirigía su departamento, habida cuenta de su tendencia al caos. Todas las superficies disponibles estaban abarrotadas de archivadores, fotografías, informes y libros. Por todas partes había tazas de café vacías y ceniceros rebosantes de colillas, y en un estante alto desentonaban unos viejos zapatos deportivos. La habitación tenía el aspecto y el olor que Webberly se había propuesto darle, igual que el tugurio desordenado de un estudiante, atestado, amigable y maloliente. Sólo faltaba una cama sin hacer. Era la clase de lugar que facilita las largas reuniones y la conversación, que fomenta la camaradería entre hombres que trabajan necesariamente en equipo. Hillier consideraba a Malcolm un tipo listo, cuatro o cinco veces más astuto de lo que dejaban adivinar su aspecto ordinario, sus hombros caídos y su obesidad.

Webberly se levantó y se acercó a la ventana, con cuyo cierre estuvo forcejeando hasta que logró abrirlo.

– Perdona, David. Siempre lo olvido. -Volvió a sentarse ante su mesa, paseó una mirada melancólica por los papeles y demás objetos que la cubrían, y dijo:

– Esto es precisamente lo que no necesitaba ahora.

Se pasó una mano por el escaso cabello, en otro tiempo rubio rojizo, pero ahora casi todo gris.

– ¿Problemas en casa?-le preguntó Hilliers cautamente, con la mirada fija en su anillo de oro. La pregunta era embarazosa par ambos, porque eran cuñados, hecho que desconocía la mayoría de sus colegas en el Yard y del que los dos hombres no solían hablar.

Su relación era uno de esos caprichos del destino que une a dos hombres de distintos modos de los cuales prefieren no hablar entre ellos. La carrera de Hillier había sido un reflejo de su matrimonio: tanto en la una como en el otro había tenido éxito, y eran profundamente satisfactorios. Su mujer era perfecta: abnegada, compañera intelectual, madre amorosa y una delicia sexual. Admitía que ella era el mismo centro de su existencia y que sus tres hijos eran meros objetos tangenciales, agradables y divertidos, pero sin verdadera importancia, comparados con Laura. Recurría a ella -le dedicaba su primer pensamiento por la mañana y el último por la noche- prácticamente para todo cuanto necesitaba en la vida. Y ella satisfacía todas sus necesidades.