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– Hola, inspector jefe Nies -le saludó Lynley en tono afable-. ¿Ha venido a nuestro encuentro desde Richmond? Es un largo trayecto.

– Cien kilómetros, nada menos, así que vayamos directamente al asunto, inspector -dijo Nies con brusquedad. Se había detenido ante ellos, cerrándoles el paso a la escalera que conducía a los andenes de salida y el exterior de la estación-. No le quiero aquí. Este es el condenado juego de Kerridge y yo no tengo nada que ver con él. Si desea algo, lo obtendrá de Newby Wiske, no de Richmond. ¿Está claro? No quiero verle ni saber nada de usted. Si ha venido aquí con la idea de llevar a cabo una venganza personal, inspector, métasela en el culo ahora mismo. ¿Entendido? No tengo tiempo para malgastarlo en lechuguinos ansiosos de venganza.

Hubo un momento de silencio. Barbara miraba el rostro dispéptico de Nies y se preguntaba si alguien habría hablado jamás de un modo tan pintoresco a lord Asherton en su finca de Cornualles.

– Sargento Havers -dijo Lynley suavemente-, creo que no conoce al inspector jefe Nies, de la policía de Richmond.

Barbara nunca había visto a un hombre reducido tan rápidamente a un estado de perplejidad, vencido con una impecable exhibición de buenos modales.

– Encantada de conocerle, señor -cumplimentó ella.

– Váyase al infierno, Lynley -gruñó Nies-. Espero que no se cruce en mi camino.

Dicho esto, giró sobre sus talones y se abrió paso entre la muchedumbre hacia la salida.

– Muy bien dicho, sargento -dijo Lynley, sin la menor alteración en su voz.

Buscó con la mirada entre el enjambre humano que pululaba en la estación. Era casi mediodía, y al ajetreo habitual de la estación de York se añadía el de la hora del almuerzo, que muchos aprovechaban para adquirir billetes, discutir los precios de los coches de alquiler con los agentes de la estación o reunirse con sus seres queridos cuya llegada en el tren debía compaginarse con los horarios de un mundo laboral. Lynley encontró a la persona que buscaba.

– Ah, allí está Denton -dijo, y alzó la mano para saludar a un hombre joven que se dirigía hacia ellos.

Denton acababa de salir de la cafetería, donde había dejado su comida a medias. Masticaba, tragaba y se limpiaba la boca con una servilleta de papel mientras avanzaba esquivando a la gente. Se las arregló también para peinarse la espesa cabellera negra, arreglarse la corbata y echar un rápido vistazo a sus zapatos, todo ello antes de llegar a su lado.

– ¿Ha tenido un buen viaje, señor? -preguntó a Lynley al tiempo que le ofrecía un juego de llaves-. El coche está afuera.

Sonrió afablemente, pero Barbara observó que evitaba los ojos de Lynley.

El inspector miró a su asistente con expresión crítica.

– ¿Y Caroline?

Los ojos grandes y grises de Denton se agrandaron todavía más.

– ¿Caroline, milord? -dijo con tono de inocencia. Su rostro de querubín pareció volverse más angélico, si era posible tal cosa, y dirigió una mirada nerviosa en la dirección por la que acababa de venir.

– No te hagas el tonto. Tenemos que poner en claro ciertas cosas antes de que puedas irte de vacaciones. A propósito, te presento a la sargento Havers.

Denton tragó saliva y saludó a Barbara con una inclinación de cabeza.

– Es un placer, sargento -le dijo, y miró nuevamente a Lynley-. ¿Milord?

– Deja de ser tan ceremonioso. En casa no lo haces, y cuando me tratas así en público se me pone la piel de gallina

Impaciente, Lynley cambió de mano su maletín negro.

– Disculpe. -Denton suspiró y abandonó su pose-. Caroline está en la cafetería. He conseguido una casita en la bahía de Robin Hood.

– Qué romántico eres -observó Lynley secamente-. Ahórrame los detalles, ¿quieres? Dile que telefonee a lady Helen y le confirme que no vas a Gretna Green. ¿Lo harás, Denton?

El joven sonrió.

– Lo haré en un abrir y cerrar de ojos.

– Gracias. -Lynley se sacó la cartera del bolsillo y extrajo una tarjeta de crédito que ofreció al joven-. No te hagas ilusiones -le advirtió-. Sólo quiero que pagues el coche con esto, ¿entendido?

– Desde luego -replicó Denton con firmeza.

El joven policía miró por encima del hombro hacia la cafetería, de donde había salido una muchacha bonita que le observaba. Su vestido y su peinado eran tan elegantes como los de su patrona. Barbara pensó con acrimonia que era un doble de lady Helen. Probablemente aquella elegancia era un requisito de su trabajo. La única diferencia verdadera entre Caroline y su señora era la ligera falta de confianza en sí misma de la joven, evidenciada por la forma en que sujetaba su bolso: cerraba ambas manos sobre las asas, como si fuese un arma defensiva.

– Entonces, ¿puedo irme? -preguntó Denton.

– Sí, vete -respondió Lynley, y añadió mientras el joven desandaba sus pasos-: Ten cuidado, ¿de acuerdo?

– No tema, milord, no tema -se apresuró a replicar el asistente.

Lynley le vio desaparecer entre la muchedumbre, con la joven del brazo. Se volvió hacia Barbara.

– Creo que está será la última interrupción -le dijo-. Pongámonos en marcha.

Dicho esto, la precedió hasta la calle de la Estación, donde les aguardaba un turismo Bentley, plateado y reluciente.

– Lo sé todo -dijo Hank Watson en tono confidencial desde la mesa vecina-. Conozco la verdad, comprobada y certificada -Convencido de que los demás presentes en el comedor le prestaban atención, explicó-: Me refiero a ese bebé de la abadía. Esta mañana Angelina nos contó la verdad a Jojo y a mí.

Saint James miró a su esposa.

– ¿Más café, Deborah? -le preguntó cortésmente. Como ella no pareció darse por aludida, le sirvió otra traza y prestó de nuevo atención a la otra pareja.

Hank y Jojo no habían necesitado mucho tiempo para intimar con los otros dos únicos huéspedes de Keldale Hank. La señora Burton-Thomas se había encargado de ello, haciendo que se sentaran en mesas vecinas en el inmenso comedor, sin molestarse en hacer las presentaciones, pues sabía muy bien que no sería necesario. Las bellas molduras de la sala con paredes forradas de madera noble, los muebles de estilo Sheraton y las sillas de la época de Guillermo y María dejaron de tener interés para la pareja norteamericana en cuanto Saint James y Deborah entraron en la sala.

– Hank, cariño, tal vez no les interese lo de ese bebé -sugirió Jojo, acariciando su cadena de oro, de la que pendía una multitud de diminutas alhajas, entre las que destacaba un símbolo de Mercedes Benz, una cucharilla y una minúscula torre Eiffel.

– ¡Claro que les interesa! -replicó el hombre-. A ver, Jojo, pregúntaselo.

La mujer le dirigió una mirada de disculpa a la otra pareja.

– Hank está entusiasmado con Inglaterra -explicó-. Le encanta de veras.

– Espléndido país -asintió Hank-. Si pudiera tomar las tostadas calientes, sería perfecto. ¿Por qué diablos toman las tostadas frías?

– Siempre he creído que se debe a una deficiencia cultural -respondió Saint James.

Hank soltó una risotada que parecía un rebuzno, exhibiendo una hilera de dientes muy blancos.

– ¡Deficiencia cultural! ¡Qué bueno! ¿Has oído eso, Jojo? ¡Deficiencia cultural! -Hank siempre repetía cualquier observación que le hacía reír, y así parecía apropiársela de algún modo-. Volviendo a la abadía…

No era hombre al que se pudiera desviar fácilmente de su propósito.

– Hank… -musitó su esposa. Tenía un aire conejil, era exoftálmica, con la nariz un poco respingona, que contraía y flexionaba continuamente, como si no estuviera acostumbrada del todo al aire que respiraba.

– Tranquila, mujer -le instó él-. La gente de aquí es… la sal de la tierra.

– Creo que tomaré otra taza de café, Simon -le dijo Deborah.

Mientras su marido la atendía, sus miradas se encontraron.

– ¿Leche, cariño?

– Sí, por favor.