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– ¡Leche caliente con el café! -observó Hank, aprovechando la ocasión para demostrar su considerable flexibilidad verbal-. Ésta es otra cosa a la que no acabo de acostumbrarme. ¡Vaya! ¡Aquí tenemos a Angelina!

La muchacha, cuyo parecido físico con Danny evidenciaba que era otro miembro del curioso clan Burton-Thomas, entró en el comedor con una gran bandeja y una expresión de profunda concentración. No era tan bonita como Danny; rolliza, pelirroja, el rostro curtido y las manos ásperas, daba la impresión de que se encontraba más a gusto en una granja que en la mansión de su excéntrica familia.

Dio los buenos días a los presentes, evitando mirarles, y distribuyó el desayuno con movimientos nerviosos, sin dejar de mordisquearse el labio inferior.

– Tímida criatura -observó Hank en voz alta, mientras mojaba un trozo de pan en el huevo frito-. Pero anoche nos puso en antecedentes. Han oído contar lo de ese bebé, ¿verdad?

Deborah y Saint James intercambiaron una mirada para decidir quién de los dos recogería la pelota de la conversación. Le tocó a Deborah.

– Sí, desde luego -replicó ella-. Un lloriqueo procedente de la abadía. Danny nos informó anoche, en cuanto llegamos.

– ¡Ja, ja! Claro que lo hizo -dijo Hank, y para explicarse, añadió-: Buena pieza está hecha esta monada. Le gusta llamar la atención, ¿saben?

– Hank…-musitó su esposa sin levantar la vista de las gachas. Tenía el pelo muy corto, rubio rojizo, y revelaba los extremos de las orejas, intensamente enrojecidos.

– Estos amigos no son tontos, Jojo -replicó Hank-. Conocen el paño. -Les señaló con el tenedor, cuyas púas estaban hundidas en un trozo de salchicha-. Tienen que perdonarla -les dijo-. Sin duda creen que, por vivir en Laguna Beach, es una persona de mucho mundo, ¿no es cierto? ¿Conocen Laguna Beach, en California? -Sin aguardar respuesta continuó -: Es el mejor sitio del mundo para vivir, mejorando lo presente, claro. Jojo y yo vivimos allí desde… ¿Cuánto tiempo hace, encanto? ¿Veintidós años? ¡Y todavía se sonroja cuando ve a un par de maricas metiéndose mano! De veras, Jojo, le digo, es inútil acalorarse e irritarse por culpa de maricones. -Bajó el tono de voz para añadir-: En Laguna Beach los tenemos a espuertas.

Saint James no se atrevió a mirar a Deborah.

– ¿Tantos hay?

– ¿Homosexuales? ¡Lo que yo le diga, hombre! ¡Los hay a millones en Laguna! ¡A todos les gustaría vivir allí! Bueno, en cuanto a la abadía… -Hank hizo una pausa para tomar ruidosamente un sorbo de café-. Parece ser que Danny y su novio se citaban habitualmente en la abadía. Ya sabe a qué me refiero, para pelar un poco la pava. Y la noche en cuestión, hace de ello tres años, decidieron que era hora de consagrar su relación. ¿Me siguen?

– Por supuesto -dijo Saint James, evitando mirar a los ojos de Deborah.

– Danny, la picarona, lo cuenta con mucha gracia. Al fin y al cabo, conservar la virginidad hasta la noche de bodas es algo demasiado importante como para tomarlo a la ligera, ¿no creen? Sobre todo en una zona rural como ésta. Y si la pequeña Danny hubiera dejado que el chico se saliera con la suya… En fin, una vez hecho, no se puede volver atrás, ¿verdad? -Esperó la respuesta de Saint James.

– Supongo que no.

Hank asintió juiciosamente.

– Así pues, como dice su hermana Angelina…

– ¿Estaba allí? -preguntó Saint James, incrédulo.

Hank soltó una carcajada y golpeó la mesa con la cuchara.

– ¡Es usted un tipo gracioso! -exclamó, y se dirigió a Deborah-. ¿Siempre es así?

– Siempre -replicó ella.

– ¡Magnífico! Bueno, volviendo a la abadía… Allí estaba el muchacho con Danny. -Hank representó la escena en el aire, con el tenedor y el cuchillo-. El arma estaba cargada y el dedo puesto en el gatillo, ¡cuando de repente se oye ese lloriqueo de bebé que les deja helados! ¿Se imaginan? ¿Eh? ¿Pueden imaginarse eso?

– Ya lo creo -dijo Saint James.

– Pues bien, esos dos oyen el lloriqueo del bebé y creen que es la voz del mismo Dios. Salen de la abadía tan de prisa como si les persiguiera el diablo. Y así termina la cosa.

– ¿Quiere decir el lloro del bebé? Oh, Simon, esperaba oírlo esta noche, o quizás incluso por la tarde. Mantener a raya al mal resultó mucho más gratificante de lo que había esperado.

“Descarada”, decía la mirada de su marido.

– No me refiero al lloro del bebé -replicó Hank-, sino a lo que ustedes ya saben entre Danny y el chico en cuestión. Por cierto, Jojo, ¿quién diablos era?

– Tenía un nombre raro. Ezra no se qué.

Hank asintió.

– Bueno, en resumidas cuentas, Danny regresa transfigurada al Hall. Quiere confesar sus pecados e ir directamente al cielo, así que llama al sacerdote del pueblo. ¡Es la hora de los exorcismos!

– ¿Para la abadía, el pueblo o Danny? – quiso saber Saint James.

– ¡Para todos ellos, amigo mío! El cura llega corriendo y rocía a la chica con agua bendita, va a la abadía y… -Se interrumpió con una expresión risueña, complacida: era un cuentista consumado cuyo público bebía ávido sus palabras.

– ¿Más café, Deborah?

– No, gracias.

– ¿Ustedes qué creen? -preguntó Hank.

Saint James se quedó pensativo. Notó que su mujer le tocaba la pierna con el pie.

– ¿Qué?

– Había un bebé auténtico, un recién nacido todavía con el cordón umbilical. Tenía que haber nacido pocas horas antes, y cuando el cura llegó allí, ya estaba muerto, más tieso que una estaca. Parece ser que murió por la exposición a la intemperie.

– ¡Qué horror! -exclamó Deborah, que había palidecido-. ¡Qué cosa tan horrible!

Hank asintió con un gesto solemne.

– Dice usted que es horrible, ¡pues piense en el pobre Ezra! ¡Apuesto a que no pudo hacer lo que ya sabe en un par de años!

– ¿De quién era el bebé?

Hank se encogió de hombros y dirigió su atención al desayuno, que ya se había enfriado. Estaba claro que sólo le habían interesado los aspectos más picantes del relato.

– Nadie lo sabe -respondió Jojo-. Lo enterraron en el cementerio del pueblo, y pusieron en la lápida un curioso epitafio. Ahora no lo recuerdo, tendrán que ir a verlo.

– Están recién casados, Jojo -intervino Hank, haciendo un guiño a Saint James-. Apuesto a que tienen más cosas para entretenerse que deambular entre tumbas.

Era evidente que a Lynley le gustaban los rusos. Había empezado con Rachmaninoff, pasó a Rimsky-Korsakov y ahora el coche avanzaba al ritmo de los cañonazos de la Obertura 1812.

– Eso es. ¿Se ha dado cuenta? -le preguntó cuando finalizó la pieza-. Uno de los cimbalistas se ha retrasado un poco, pero es todo lo que he de objetar a esta grabación de 1812.

El inspector cerró el radiocasette y Barbara reparó en que no usaba ninguna joya, ni un anillo de sello, ni una alianza escolar, ni un reloj de oro que brillara cuando le dieran los rayos del sol. Por alguna razón, este hecho le molestaba tanto como le habría molestado una deslumbrante exhibición de riqueza.

– Lo siento, pero no me he dado cuenta. No entiendo mucho de música.

¿Acaso esperaba en serio que ella, con su educación elemental, pudiera conversar con él sobre música clásica?

– Tampoco yo entiendo gran cosa -admitió Lynley sinceramente-, pero escucho mucha música. Me temo que soy uno de esos zoquetes que dicen: “No sé una palabra, pero sé que me gustan.”

Ella le miró sorprendida. Aquel hombre era licenciado en historia, había estudiado en Oxford. ¿Cómo podía aplicarse a sí mismo el adjetivo “zoquete”? A menos, claro, que quisiera tranquilizarla con una dosis generosa del encanto y la buena crianza que le caracterizaban, cosa que era capaz de hacer muy bien. No le costaba ningún esfuerzo, le resultaba tan sencillo como respirar.

– Supongo que me aficioné durante la última parte de la enfermedad de mi padre -siguió diciendo. Hizo una pausa, extrajo la cinta y el silencio en el coche se hizo tan audible como lo había sido la música, pero mucho más desconcertante. Transcurrió algún tiempo antes de que él hablara de nuevo, y cuando lo hizo fue para recoger el hilo de su pensamiento inicial-. Se fue consumiendo lentamente entre intensos dolores -le explicó, y se aclaró la garganta-. Mi madre no quiso que fuera a un hospital. Incluso hacia el final, cuando habría sido mucho más cómodo para ella, no quiso ni oír hablar del asunto. Permanecía a su lado hora tras hora, día y noche, y le vio morir poco a poco. Creo que la música fue lo que los mantuvo cuerdos a los dos durante aquellas últimas semanas. -Mientras hablaba, mantenía la vista fija en la carretera-. Ella le cogía la mano y escuchaban a Tchaikovski. Al final, él ni siquiera podía hablar, y siempre me ha gustado pensar que la música lo hacía por él.