De repente era imperioso detener el rumbo que estaba tomando la conversación. Barbara aferró los bordes rígidos del mapa de carreteras doblado y buscó otro tema.
– Conoce a ese cazurro de Nies, ¿verdad?
Era una pregunta fuera de lugar, un intento demasiado evidente de hacer una agresión. Barbara le dirigió una mirada cautelosa.
Lynley entrecerró los ojos, pero, por lo demás, no reaccionó en seguida a la pregunta. Se limitó a separar una mano del volante. Por un momento Barbara tuvo la ridícula idea de que se proponía silenciarla, pero él no hizo más que coger otra cinta al azar e introducirla en el estéreo. Sin embargo, no lo puso en marcha. Ella se entregó a la contemplación del paisaje, mortificada.
– Me sorprende que no esté enterada -le dijo finalmente.
– ¿Enterada de qué?
Él la miró entonces. Parecía buscar en su semblante señales de insolencia o sarcasmo, o quizás la necesidad de herirle. Aparentemente satisfecho con lo que vio, volvió a fijar su atención en la carretera.
– Hace unos cinco años, mi cuñado, Edward Davenport, fue asesinado en su casa, al norte de Richmond, y al inspector jefe Nies le pareció oportuno detenerme. No fue una experiencia demasiado penosa, y sólo duró unos pocos días, pero fue suficiente para mí. -La miró de nuevo, con una sonrisa humilde-. ¿No ha oído esa historia, sargento? Es lo bastante desagradable para que sirva de comidilla en los cócteles.
– Yo… no… no he oído nada de eso. Y, además, no voy a cócteles. -Se volvió hacia la ventanilla-. Creo que el desvío está cerca, a unos cinco kilómetros.
Estaba profundamente conmovida. No sabía por qué, no quería pensar en ello, y se obligó a contemplar el paisaje, negándose a seguir conversando con su acompañante. La concentración en el exterior se hizo imperativa, y mientras se entregaba a ella, el campo empezó a seducirla, pues estaba tan acostumbrada al ritmo frenético de Londres y la fealdad y la pobreza de su barrio en Ealing que las bellezas de Yorkshire la emocionaban.
El campo tenía múltiples tonalidades verdes, desde las parcelas cultivadas, que parecían un edredón de retales, hasta la desolación de los páramos. La carretera atravesaba cañadas cubiertas de vegetación cuyos árboles protegían aldeas inmaculadas y luego zigzagueaba hasta salir de nuevo a la llanura donde el viento del mar del Norte soplaba con furia sobre el brezo y la retama. Allí, los únicos seres vivientes eran las ovejas, que vagaban libres, sin los antiguos muros de piedra que limitaban los movimientos de sus congéneres en los valles.
Había contradicciones por doquier. En las zonas cultivadas, la vida bullía en cada grieta y seto. Las plantas de perejil, colleja y arveja amenazaban con cubrir la carretera cada vez más estrecha, mientras que las digitales reinaban con majestuosa elegancia y sus flores acampanadas se movían siguiendo los impulsos de la brisa. Era un lugar donde el tráfico quedaba interrumpido mientras los perros conducían expertamente un rebaño de gordas ovejas al pasto, cuesta abajo y luego a lo largo de cuatro kilómetros de carretera, hasta llegar al centro de una aldea, dirigidos tan sólo por el silbato del pastor que les seguía y cuyo sino, como el de los animales, dependía de la habilidad de los perros. El paisaje cambiaba de súbito y flores, aldeas, robles, olmos y castaños magníficos, todo aquel espectáculo espléndido, se desvanecía en la vastedad de los páramos.
Las nubes eran como estallidos en el cielo cerúleo y bajo, que parecía descender sobre la tierra áspera, indómita. Tierra y aire: no había nada más, salvo la tranquila presencia de las ovejas, robustos habitantes de aquellos parajes solitarios.
– Es hermoso, ¿verdad? -dijo Lynley al cabo de unos minutos-. A pesar de todo cuanto me ha sucedido aquí, sigo amando Yorkshire. Creo que es la soledad de este lugar, la desolación absoluta.
Una vez más, Barbara se resistió a la confidencia, al mensaje implícito de que quien estaba a su lado era un hombre sensible y comprensivo.
– Es muy bonito, señor. Creo que nunca he visto nada mejor. Nuestro desvío no debe estar lejos.
La carretera que conducía a Keldale zigzagueaba continuamente y les internaba más y más en el valle. Poco antes de tomar el desvío, penetraron en el bosque. Los árboles se arqueaban sobre la carretera y los helechos crecían frondosos a ambos lados. Llegaron al pueblo por el mismo camino que Cromwell había seguido y lo encontraron tal como él lo encontró: desierto.
El tañido de las campanas de Santa Catalina les reveló de inmediato por qué no había señales de vida en el pueblo. Cuando cesó, las puertas de la iglesia se abrieron y la reducida congregación salió del edificio.
– Por fin -dijo Lynley, que estaba apoyado en la carrocería del Bentley, observando pensativo el pueblo.
Había estacionado el coche delante de Keldale Lodge, una pequeña y bien cuidada hostería con los muros cubiertos de hiedra, desde donde se tenía una visión general en todas direcciones. Tras un primer examen, el inspector llegó a la conclusión de que no podía existir un lugar en la tierra donde un asesinato pareciera más inverosímil.
La parte alta de la población estaba orientada al norte: una calle estrecha, flanqueada por edificios de piedra gris con tejados y madera en blanco, que reunía todos los requisitos para una cómoda vida aldeana, una minúscula oficina de correos, una colmado indescriptible, una tienda que anunciaba tortas Lyons en un cartel amarillo oxidado y que parecía vender de todo, desde lubricante de motor hasta talco para bebés, una capilla wesleyana empotrada con deliciosa incongruencia entre el salón de té Sarah y la peluquería Sinji. Las aceras sólo estaban ligeramente elevadas sobre la calzada, y la lluvia matutina había formado charcos ante las puertas, pero ahora el cielo estaba despejado y el aire era tan fresco que Lynley podía saborear su pureza.
Hacia el oeste, la calle del obispo Furthing conducía a los campos cercados por muros de piedras, que eran una característica de la región. En el extremo se levantaba una casa rodeada de árboles, con un jardín cercado a un lado, del que surgían a intervalos regulares los ladridos excitados de unos cachorros, como si alguien estuviera jugando con ellos. Nadie hubiera dicho que aquel edificio era una comisaría, a no ser por el letrero con la palabra POLICIA en letras azules sobre fondo blanco que sobresalía de una ventana. El hogar del arcángel Gabriel, se dijo Lynley, reprimiendo una sonrisa.
Al sur, dos caminos partían de un terreno cubierto de maleza, uno que iba a la abadía de Keldale y el camino de la iglesia, que pasaba por un puente giboso tendido sobre el lento río Kel. Aquel camino conducía al templo de Santa Catalina, levantado en una pequeña elevación, el cual también estaba rodeado por un muro de piedra bajo, en el que destacaba la lápida conmemorativa de los caídos en la primera guerra mundial, sombrío elemento común de todos los pueblos de la nación.
Por el oeste pasaba la carretera por la que ellos habían llegado a aquel rincón paradisíaco de Yorkshire. Antes no había transitado nadie por ella, pero ahora una mujer encorvada subía la cuesta, con un pañuelo sobre la chaqueta negra. Calzada con pesados y toscos zapatos y unos calcetines de un azul deslumbrante que le llegaban a los tobillos, sujetaba una bolsa de mallas vacía. Era un domingo por la tarde y todas las tiendas estaban cerradas, por lo que no debía ir a comprar nada; además, se encaminaba en la dirección opuesta, saliendo del pueblo, hacia los páramos. Quizás era una campesina que había llevado algún encargo al pueblo. Este se hallaba rodeado de bosque, un prado en cuesta y una sensación de seguridad y paz absolutas. Cuando cesó el tañido de las campanas de Santa Catalina, los pájaros empezaron a trinar desde lo alto de los tejados y los árboles.