Выбрать главу

En algún lugar habían encendido fuego, y el humo de leña, su ligera fragancia, era como un susurro en el aire. Resultaba difícil creer que sólo tres semanas antes, a un par de kilómetros de la población, un hombre había sido decapitado a manos de su única hija.

– ¿Inspector Lynley? Espero no haberle hecho esperar demasiado tiempo. Siempre cierro durante el servicio religioso, porque no hay nadie más para vigilar. Soy Stepha Odell, la dueña de la hostería.

Al oír la voz de la mujer, Lynley abandonó la inspección del pueblo, pero cuando vio a su interlocutora, la frase cortés que se proponía decirle se extinguió en sus labios.

Una mujer alta, esbelta, de unos cuarenta años, estaba ante él. Llevaba un vestido verde, que debía de ponerse para ir a la iglesia, bien cortado, con el cuello blanco. Todas las demás prendas eran negras: zapatos, cinturón, bolso y sombrero. El cabello era rojo cobrizo y le caía sobre los hombros. Era realmente llamativa.

Lynley recuperó la voz.

– Sí, soy Thomas Lynley -dijo sintiéndose como un idiota-. Le presento a la sargento Havers.

– Entren, por favor -les invitó Stepha Odell en un tono cálido y amable-. Tengo preparadas sus habitaciones. En esta época del año, la hostería está muy tranquila.

Los viejos y anchos muros y los suelos de piedra, cubiertos por una desvaída alfombra Axminster, producían una atmósfera de frescura. La mujer les condujo a una pequeña sala de recepción, moviéndose con brío y una elegancia en absoluto afectada, y sacó un enorme libro de registro para que firmaran.

– Les habrán dicho que sólo sirvo el desayuno, ¿verdad? -preguntó muy seria, como si satisfacer el apetito fuera lo que más importaba a Lynley en aquel momento. Él se preguntó si parecía tan desesperado.

– Nos las arreglaremos, señora Odell -replicó.

“Delicada jugada, muchacho -se dijo-. Transparente como el cristal.”

Havers permaneció silenciosa a su lado, con el rostro inexpresivo.

– Señorita -corrigió su anfitriona-, y llámeme Stepha, por favor. Pueden comer en la Paloma y el Silbato, que está en el camino de San Chad, o en El Santo Grial. Y si desean algo especial, pueden ir a Keldale Hall.

– ¿El Santo Grial?

Ella sonrió.

– Es la taberna del pueblo, enfrente de Santa Catalina.

– Desde luego, el nombre debe propiciar a los dioses abstemios.

– Por lo menos propicia al padre Hart, pero el buen hombre se toma allí una o dos jarras de vez en cuando. ¿Les enseño sus habitaciones?

Sin aguardar respuesta, les condujo arriba, exhibiendo unos bonitos tobillos y unas piernas no menos hermosas, que a Lynley no le pasaron inadvertidas.

– Nos alegra tenerle en el pueblo, inspector -le dijo cuando abrió la puerta de la primera habitación, mientras indicaba con la mano la habitación contigua, con el tácito mensaje de que decidieran cual iba a ocupar cada uno.

– Eso es una ayuda. Me satisface saberlo.

– No tenemos nada contra Gabriel, ¿sabe?, pero aquí no es muy popular desde que se llevaron a Roberta al manicomio.

CAPÍTULO SEIS

Lynley estaba pálido de ira, pero su voz no revelaba en absoluto ese sentimiento. Barbara le observaba mientras él hablaba por teléfono y no podía por menos que admirarle y admitir que era virtuoso.

– ¿El nombre del siquiatra que la ingresó…? ¿Qué no hubo ninguno? Qué procedimiento tan fascinante. Entonces, ¿con qué autoridad…? ¿Cuándo esperaba que conociera esa información, inspector, ya que no la incluyó en el informe…? No, me temo que ha hecho las cosas al revés. No se interna un sospechoso en un manicomio sin la documentación pertinente… Es una pena que su carcelera esté de vacaciones, pero puede buscar una sustituta. No se encierra a una chica de diecinueve años en un manicomio por la única razón de que se niega a hablar con nadie.

Barbara se preguntó si llegaría a perder los estribos, si mostraría siquiera una resquebrajadura en la elegante armadura con que se cubría.

– Me temo que un baño diario tampoco es una prueba irrebatible de cordura… No me venga con esas monsergas sobre la autoridad, inspector. Si esto es una indicación de su manera de llevar el caso, no me extraña que Kerridge la tenga tomada con usted… ¿Quién es su abogado? Entonces, ¿no debería buscarse uno usted mismo? No me diga lo que no tiene intención de hacer. Me han encargado este caso y a partir de ahora se llevará correctamente. ¿Está bien claro? Ahora escuche atentamente, por favor. Dispone de dos horas para entregarme todo lo necesario en Keldale: órdenes de arresto, papeles y declaraciones, todas las notas tomadas por los funcionarios que han intervenido en este caso. ¿Comprende? Dos horas… Webberly, sí, W-e-b-b-e-r-l-y. Llámele por teléfono cuando haya terminado y asunto concluido.

Con rostro inexpresivo, Lynley entregó el teléfono a Stepha Odell. Esta lo colgó y deslizó un dedo sobre el auricular varias veces antes de alzar la vista.

– Quizás no debería haber dicho nada -observó, con una nota de inquietud en la voz-. No quiero crear problemas entre usted y sus superiores.

Lynley sacó su reloj y consultó la hora.

– Nies no es mi superior y, por supuesto, ha hecho usted bien en decírmelo. Me ha ahorrado un viaje innecesario a Richmond, que sin duda Nies quería obligarme a hacer.

Stepha fingió no comprenderle y se limitó a señalar vagamente una puerta a su derecha.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber, inspector? ¿Y a usted, sargento? Aquí tenemos una cerveza estupenda. Pasen al salón.

Les precedió al interior de una típica posada inglesa, una estancia en cuya atmósfera flotaba el olor acre de un fuego reciente.

Estaba dispuesta de un modo inteligente, con suficientes cualidades hogareñas para que los clientes se sintieran cómodos, al tiempo que mantenía una atmósfera lo bastante formal para que los habitantes del pueblo se resistieran a entrar. Había varios sofás y sillones con fundas de calicó, decorados con cojines de punto. Las mesas, distribuidas sin orden determinado, eran de madera de arce, con las superficies desgastadas y llenas de huellas circulares debidas a los innumerables vasos colocados sobre la madera sin protección. La alfombra tenía un diseño floral, con parches de color más intenso en lugares donde recientemente habían retirado muebles. De las paredes colgaban unos grabados adecuadamente tediosos: cacerías con sabuesos, un día en Newmarket, una vista del pueblo. Pero detrás de la barra, al fondo de la sala, y encima de la chimenea había dos acuarelas que evidenciaban un claro talento y un gusto notable. Ambas eran panorámicas de una abadía en ruinas.

Lynley se acercó a una de las pinturas mientras Stepha trabajaba detrás de la barra.

– Este cuadro es muy bonito -observó-. ¿Es de un artista local?

– Los pinta un joven llamado Ezra Farmington -le informó ella-. Son vistas de nuestra abadía. Con esos dos nos pagó su estancia aquí durante un otoño. Ahora vive permanentemente en el pueblo.

Barbara observó cómo la pelirroja accionaba diestramente las palancas y retiraba la espuma de la burbujeante cerveza que iba adquiriendo vida propia en el vaso. Stepha rió discretamente cuando el líquido se deslizó por el borde del vaso y le cayó en la mano, e inconscientemente se llevó los dedos a los labios para lamer el residuo. Barbara se preguntó ociosamente cuánto tiempo tardaría Lynley en acostarse con ella.