– ¿Tomará también una cerveza, sargento? -le preguntó Stepha.
– Un agua tónica, si tiene.
Barbara miró a través de la ventana. A cierta distancia, el viejo sacerdote que les había visitado en Londres conversaba animadamente con otro hombre. Por sus gestos y el hecho de que señalara el Bentley plateado, parecía que su llegada era el tema del día en el pueblo. Una mujer cruzó el puente y se reunió con ellos. Era espigada, efecto producido por un vestido demasiado vaporoso para la estación y un cabello fino como el de un bebé, al que encrespaba la menor corriente de aire. Se frotaba los brazos para entrar en calor y, más que participar en la conversación de los hombres, se limitaba a escucharles, como si esperase que alguno de ellos se marchara. Al cabo de un momento, el sacerdote dijo unas palabras finales y se encaminó hacia la iglesia. Los otros dos siguieron juntos. Su conversación era entrecortada: el hombre le decía algo a la mujer, a la que dirigía rápidas miradas, que desviaba en seguida, y ella le replicaba con brevedad. Había largas pausas de silencio en las que la mujer miraba la orilla del río paralela al campo, y el hombre centraba su atención en la hostería, o quizás en el Bentley aparcado delante del edificio.
Barbara llegó a la conclusión de que alguien estaba muy interesado en la llegada de la policía.
– Un agua tónica y una cerveza -decía Stepha al tiempo que dejaba los dos vasos sobre la barra-. Es de fabricación casera, según una receta de mi padre, y la llamamos Odell. Ya me dirá qué le parece, inspector.
Se trataba de un líquido denso, pardo con reflejos dorados. Lynley la probó.
– Tiene un sabor agradable. ¿Está segura de que no quiere un vaso, Havers?
– Sólo el agua tónica, señor, gracias.
Lynley se sentó a su lado, en el sofá, donde poco antes había esparcido el contenido del informe sobre el asesinato de Teys y había examinado fríamente cada documento, buscando la explicación del encierro de Roberta en el manicomio de Barnstingjam. No había ninguna explicación, y por ello Lynley había telefoneado a Richmond. Ahora empezó a examinar de nuevo los papeles, ordenando los elementos según su importancia. Stepha Odell les observaba desde el bar con amistoso interés, tomando una cerveza que ella misma se había servido.
– Tenemos la orden de detención, el informe del forense, las declaraciones firmadas, las fotografías. -Lynley fue pasando los documentos a medida que los nombraba-. No están las llaves de la granja. Diablo de hombre.
– Si las necesitan, Richard tiene un juego de llaves -se apresuró a decir Stepha, como si estuviera deseosa de compensar su observación sobre Roberta que había provocado la colisión de Lynley con la policía de Richmond-. Richard Gibson es… el sobrino de William Teys. Vive en las casas municipales, en el camino de San Chad, en la parte alta.
Lynley alzó la vista.
– ¿Cómo es que tiene las llaves de la granja?
– Cuando detuvieron a Roberta… Bueno, supongo que se las dieron a Richard. De todos modos, ha de heredar la finca, según el testamento de William, y sólo falta que concluyan los procedimientos legales. Supongo que entretanto cuida de la granja. Alguien ha de hacerlo.
– ¿Qué va a heredar? ¿Qué le legó a Roberta en el testamento?
Stepha restregó la barra con un trapo.
– Richard y William acordaron que la granja sería para Richard. Fue un arreglo juicioso. El trabaja allí con William… bueno, trabajaba desde que regresó a Keldale, hace dos años. Cuando superaron su riña por Roberta, todo marchó a pedir de boca. William tenía alguien para ayudarle, Richard tenía un trabajo seguro y un futuro y Roberta un sitio donde vivir.
– Sargento. -Lynley señaló con la cabeza el cuaderno de notas, que permanecía sin usar junto al vaso de agua tónica-. Haga el favor…
Stepha se ruborizó al ver que Barbara empuñaba su pluma.
– ¿Entonces esto es una entrevista? -inquirió, con una sonrisa nerviosa-. No sé si podré serle de ayuda, inspector.
– Háblenos de la riña y de Roberta.
La mujer salió detrás de la barra y se sentó con ellos. Miró las fotografías esparcidas sobre la mesa y desvió la vista en seguida.
– Les diré lo que sé, pero no es gran cosa. Olivia puede decirles más.
– Olivia Odell, su…
– Mi cuñada, la viuda de mi hermano Paul. -Stepha dejó su vaso de cerveza sobre la mesa y aprovechó el movimiento para cubrir las fotografías con unos informes forenses-. Si no les importa…
– Lo siento -se apresuró a decir Lynley-. Estamos tan acostumbrados a contemplar horrores que nos inmunizamos. -Guardó todos los documentos en la carpeta-. ¿Cuál fue el motivo de la riña por Roberta?
– Olivia me contó más tarde… estaba con ellos en La Paloma y el Silbato cuando ocurrió…, que todo se debió al aspecto de Roberta. -Deslizó un dedo sobre su vaso, trazando una línea de encaje en la superficie húmeda-. Miren, Richard es de Keldale, pero se marchó y estuvo años probando suerte con la cebada en los páramos. Allí se casó y tuvo dos hijos. Cuando su trabajo en el campo no dio resultado, regresó a Keldale. -Acompañó estas palabras con una sonrisa-. Dicen que el río Kel nunca le deja a uno fácilmente, y así le ocurrió a Richard. Había estado ausente ocho o nueve años, y cuando regresó le chocó ver el cambio que había sufrido Roberta.
– ¿Dice usted que todo se debió a su aspecto?
– No siempre ha sido como ahora. Siempre fue robusta, claro, incluso a los ocho años, cuando Richard se marchó, pero nunca fue…
Stepha titubeó, buscando claramente la palabra apropiada, un eufemismo que respondiera a la verdad y, al mismo tiempo, fuese reservado.
– Obesa -concluyó Barbara, y pensó: “como una vaca”.
– Eso mismo -convino Stepha, agradecida-. Richard siempre fue muy amigo de Roberta, aunque le llevaba diez años, y cuando regresó y vio cómo se había puesto su prima…quiero decir físicamente, pues por lo demás era casi la misma…sufrió una conmoción. Culpó a William por no haber cuidado a la niña y dijo que ésta había engordado tanto porque quería llamar la atención. Esto enfureció a William. Olivia me dijo que nunca lo había visto tan enfadado. El pobre hombre ya había tenido bastantes problemas en su vida, y ahora su propio sobrino le hacía semejante acusación. Pero hicieron las paces. Al día siguiente, Richard le pidió disculpas. William no llevó a Roberta a un médico -no estaba dispuesto a ceder tanto- pero Olivia sugirió una dieta para la muchacha y a partir de entonces todo fue bien.
– Hasta hace tres semanas -observó Lynley.
– Si quiere creer que Roberta mató a su padre, entonces sí, todo fue bien hasta hace tres semanas. Pero no creo que ella lo matara, no lo creo en absoluto.
Lynley pareció sorprendido por la convicción que traslucían estas palabras.
– ¿Por qué no?
– Porque aparte de Richard, el cual bien sabe Dios que tiene bastantes problemas con su propia familia, William era todo lo que Roberta tenía en el mundo. Aparte de sus lecturas y sus sueños, sólo estaba su padre.
– ¿No tenía amigos de su edad? ¿No conocía a ninguna chica de las granjas vecinas o del pueblo?
Stepha meneó negativamente la cabeza.
– Era muy reservada. Cuando no estaba ocupada en la granja con su padre, se dedicaba a leer. Durante varios años, cada día vino aquí en busca del Guardian. Su padre no estaba suscrito, la prensa no llegaba a la granja, y cada tarde, cuando ya todos lo habían leído, ella venía a buscar el periódico y se lo llevaba a casa. Creo que había leído todos los libros de su madre, así como los de Marsha Fitzalan, y el periódico era lo único que le quedaba. Aquí no tenemos biblioteca, ¿saben? -Miró el vaso que tenía en las manos y frunció el ceño-. Pero hace unos años dejó de leer el periódico, cuando murió mi hermano. -Entornó los ojos gris azulado-. No pude dejar de pensar que quizás Roberta estaba enamorada de Paul. Cuando éste murió, hace cuatro años, no vimos a la chica durante bastante tiempo, y nunca más vino a buscar el Guardian.