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Si incluso un pueblo tan pequeño como Keldale podía tener una zona indeseable cuyos vecinos aspiraban a escapar de ella, el camino de San Chad debía ser ese lugar. Era una especie de callejón sin pavimentar que conducía a ninguna parte y cuyo único elemento distintivo era una taberna en la esquina. El nombre del establecimiento era la Paloma y el Silbato, tenía las puertas y las vigas pintadas de color púrpura brillante y parecía como si deseara haber tenido la suerte de que la instalaran en otro sitio, en cualquier parte menos allí. A las cuatro viviendas adosadas que se levantaban enfrente se les conocía en general como “casas municipales”.

Richard Gibson y su camada eran los inquilinos de la última casa, un estrecho edificio con los bastidores de las ventanas desportillados y una puerta principal en que otro tiempo estuvo pintada de azul cobalto, pero que se había desvaído hasta quedar reducido a gris. Esta puerta permanecía abierta al caer la tarde, a pesar de que la temperatura en el valle descendía rápidamente, y desde el interior de la pequeña vivienda llegaba el ruido de una familia que parecía proclive a la violencia.

– ¡Pues haz algo con él, condenado! ¡También es hijo tuyo, por Cristo! ¡A juzgar por el interés que te tomas en su educación, se diría que fue una versión milagrosa de nacimiento virginal!

Era una mujer quien hablaba, o más bien gritaba, y daba la impresión de que en cualquier momento emprendería una segunda línea de ataque por medio de la histeria o la risa desenfrenada.

Le respondió una voz de hombre, apenas audible en medio del tumulto general.

– ¡Ah¡¿Entonces será mejor? No me hagas reír, Dick. ¿Cuándo podrás usar la maldita granja como excusa? ¡Igual que anoche! ¡No podías esperar a ir ahí, ¿verdad? ¡Así que no me hables de la granja! ¡Jamás te veremos el pelo cuando tengas quinientos acres en los que esconderte!

Lynley llamó a la puerta abierta con el picaporte oxidado, y la escena se paralizó ante ellos.

En una sala de estar demasiado atestada de muebles y cachivaches, un hombre estaba sentado en un sofá desvencijado, con un plato en las rodillas. Era evidente que trataba de engullir una cena muy poco apetitosa. Ante él estaba una mujer con un brazo levantado y un cepillo para el cabello en la mano. Ambos miraban a los visitantes inesperados.

– Nos han sorprendido en nuestro mejor momento -dijo Richard Gibson-. Después de esto nos íbamos a la cama.

Los Gibson presentaban un contraste más que considerable: el hombre que mediría casi dos metros, era moreno, con el cabello negro y los ojos pardos, de mirada sardónica; tenía un cuello de toro y los miembros fornidos de un bracero. Su mujer, en cambio, era una rubia escuchimizada, de rasgos angulosos, y en aquellos momentos estaba pálida de ira. Pero había una especie de electricidad en la atmósfera entre ellos que daba crédito a lo que el hombre había dicho. Era la suya una de esas relaciones en las que cada riña y discusión no eran más que una escaramuza antes de la gran batalla para decidir quién dominaría bajo las sábanas. Y la respuesta, a juzgar por lo que Lynley y Havers podían ver ante ellos, era claramente un lanzamiento a cara o cruz.

Madeline Gibson lanzó a su marido una última mirada llameante, que reflejaba tanto deseo como ira, y abandonó la estancia, cerrando bruscamente tras ella la puerta de la cocina. El hombretón se echó a reír cuando su mujer los dejó solos.

– Es una tigresa -comentó, al tiempo que se incorporaba-, un demonio de mujer. -Dicho esto tendió su manaza-. Soy Richard Gibson -dijo en tono amistoso- y ustedes deben ser los de Scotland Yard-. Después de que Lynley efectuara las presentaciones, Gibson prosiguió-: El domingo es siempre el peor día en esta casa. -Señaló la cocina con un movimiento de cabeza: un gimoteo continuo indicaba el estado de la relación entre la madre y lo que parecía ser un montón de niños-. Antes Roberta nos ayudaba, pero ahora no la tenemos. Claro que ya lo saben, por eso están aquí.

Con ademán hospitalario, les indicó dos viejas sillas cuyo relleno se desprendía por algunas roturas del tapizado. Lynley y Havers cruzaron la sala para tomar asiento, sorteando juguetes rotos, periódicos desparramados y por lo menos tres platos de comida a medio consumir que yacían sobre el suelo. En algún lugar de la estancia había un vaso de leche abandonado durante demasiado tiempo, pues su olor agrio se imponía incluso a los olores de comida mal cocinada y las cañerías defectuosas.

– Ha heredado usted la granja, señor Gibson -empezó a decir Lynley-. ¿Se trasladará pronto a ella?

– Nunca será lo bastante pronto para mí. No estoy seguro de que mi matrimonio pueda durar otro mes en este sitio.

Gibson empujó con el pie su plato, apartándolo del sofá. Un gato escuálido, que hasta entonces les había pasado inadvertido, husmeó el pan seco y las sardinas de olor fuerte y rechazó el ofrecimiento, tratando de enterrarlo. Gibson observó al animal con indiferencia. -Vive aquí desde hace varios años, ¿no es cierto?

– Dos, para ser exacto. Dos años, cuatro meses y dos días, para ser todavía más preciso. Probablemente, también podría decirles las horas, pero ya se harán una idea.

– Por lo que he oído sin querer, parece ser que a su esposa no le entusiasma la granja Teys.

Gibson se echó a reír.

– Es usted bien educado, inspector Lynley, cosa que me gusta cuando la policía me interroga.

Se pasó las manos por el espeso cabello, miró el suelo y encontró una botella de ginebra que, en la confusión general, había quedado colocada precariamente al lado del sofá. La recogió, apuró el licor que quedaba y se enjuagó la boca con el dorso de la mano. Era el gesto de un hombre avezado a comer en el campo.

– No, no le gusta -dijo al fin -. Madeline quiere volver a los páramos, a los espacios abiertos, el agua y el cielo. Pero eso no puedo dárselo, así que he de darle lo que puedo. -Miró a la sargento Havers, cuya cabeza estaba inclinada sobre el cuaderno de notas-. Parecen las palabras de un hombre que sería capaz de matar a su tío, ¿verdad? -preguntó plácidamente.

Hank los encontró por fin en la cámara de los novicios. Saint James estaba besando a su esposa, cuya piel olía intensamente a lirio y cuyos dedos se deslizaban con tacto sedoso por su cabello mientras le susurraba “amor mío”, haciéndole hervir la sangre. Alzó la vista… y allí estaba el americano, sonriéndole maliciosamente desde un saliente elevado en la pared de la sala.

– Les cacé -dijo guiñándoles un ojo.

Saint James sintió deseos de matarle. Deborah, sorprendida, emitió un leve grito. Sin arredrarse, Hank salió y fue a su encuentro.

– Eh, Jojo -gritó-. He encontrado a los tortolitos.

Jojo Watson apareció poco después en el umbral de la abadía en ruinas. Llevaba unos zapatos de tacón alto, sobre los que su cuerpo oscilaba peligrosamente. Alrededor del cuello, como un complemento de las cadenas y los colgantes, pendía una cámara Instamatic.

– Estamos haciendo unas fotos -explicó Hank, señalando la cámara con la cabeza-. Unos minutos más y habríamos tomado unas buenas instantáneas… ¡de ustedes! -Se echó a reír y le dio a Saint James una cariñosa palmada en el hombro-. ¡No le culpo en absoluto, amigo! Si fuese mía, no podría quitarle las manos de encima. -Miró un instante a su mujer-. ¡Caramba, Jojo, ten cuidado! Vas a romperte el cuello entre esas piedras. -Se volvió hacia los otros dos y reparó en el equipo de Deborah, el estuche de la cámara, el trípode y las lentes desechadas-. Vaya, ¿también estaban haciendo fotos? Y han cambiado de propósito, ¿eh? Por algo están de luna de miel. Ven aquí, Jojo, únete a la fiesta.