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– ¿Han vuelto tan pronto de Richmond? -preguntó finalmente Saint James, con una cortesía forzada.

Observó que Deborah trataba disimuladamente de arreglarse la ropa. Sus ojos se encontraron, los de ella risueños y maliciosos, brillantes de deseo. ¿Qué diablos hacían allí los americanos en aquel preciso momento?

– La verdad, amigo, es que Richmond no es tan interesante como usted nos prometió -admitió Hank cuando Jojo llegó por fin a su lado-, aunque el recorrido hasta allí es muy excitante. ¿Qué dices, Jojo? ¿Verdad que nos gustó?

– A Hank le encanta conducir por el lado contrario de la carretera -explicó Jojo, dando un respingo. Observó el intercambio de miradas entre los recién casados-. Hank, ¿por qué no damos un paseo hasta la calle del obispo Furthing? ¿No sería una bonita manera de terminar la tarde?

Puso una mano enjoyada sobre el brazo de su marido, tratando de llevárselo de la abadía.

– Ni hablar de eso, mujer -respondió Hank plácidamente-. Ya he andado tanto durante este viaje que tengo suficiente para el resto de mi vida. -Dirigió una mirada irónica a Saint James-. ¡Vaya mapa que nos dio, amigo! Si Jojo no pudiera leer con tanta rapidez las señales de la carretera, a estas alturas estaríamos en Edimburgo. Pero, en fin, no ha pasado nada. Hemos llegado a tiempo para enseñarles el mismísimo agujero de la muerte.

No podían hacer más que seguirle la corriente.

– ¿El agujero de la muerte? -preguntó Deborah, la cual se había arrodillado y estaba guardando en su estuche el equipo que había olvidado por un momento, cuando estaba entre los brazos de Simon.

– El bebé, ¿recuerdan? -dijo Hank pacientemente-. Aunque la verdad, teniendo en cuenta lo que han venido a hacer aquí, comprendo que la historia del bebé no les haya asustado gran cosa. – Subrayó sus palabras con un guiño lascivo.

– Ah, el bebé -dijo Saint James. Y recogió el estuche fotográfico de Deborah.

– ¡Ahora le he interesado! -aprobó Hank-. Al principio estaban un poco irritados conmigo por espiarles de esa manera, pero ahora están sobre ascuas, ¿a que sí?

– Desde luego -afirmó Deborah, aunque tenía sus pensamientos en otra parte.

Resultaba curiosa la rapidez con que había sucedido todo. Ella le amaba, le había querido desde su infancia, pero en un instante, con la celeridad del rayo, se dio cuenta de que se había producido un cambio en su relación, la cual era muy distinta a como había sido antes. De súbito, él no era el amable Simon cuya tierna presencia había alegrado su corazón, sino un amante arrebatador cuya sola mirada la excitaba. Pensó que la lujuria la estaba idiotizando.

Saint James oyó la risa efusiva de su mujer.

– ¿Qué ocurre, Deborah? -le preguntó.

Hank le dio un suave codazo en las costillas.

– No se preocupe por la novia -le dijo en tono confidencial-. Al principio todas son tímidas.

Avanzó pavoneándose, como Stanley a la vista de Livingstone, señalando a su esposa puntos de interés, diciéndole: “¡No te pierdas esto, Jojo! ¡Saca una foto!”

– Lo siento, amor mío -murmuró Saint James mientras seguían a los otros dos a través de la sala en ruinas, el patio y el claustro-. Creí que nos habíamos librado de él por lo menos hasta medianoche. Cinco minutos más y me temo que me habría sorprendido metiéndote en un lío realmente serio.

– ¡Qué idea! -exclamó ella, risueña-. ¿Y si lo hubiéramos hecho, Simon? El habría gritado: “¡Saca una foto, Jojo!” y quizás nuestra vida amorosa habría quedado destruida para siempre.

Le brillaban los ojos y el sol de la tarde arrancaba destellos a su cabello, que se arremolinaba descuidadamente en torno a la garganta y los hombros.

Saint James aspiró hondo.

– No lo creo -dijo en tono neutro.

El llamado agujero de la muerte se hallaba en los restos de la sacristía. Ésta no era más que un vestíbulo estrecho y sin techumbre donde crecían las hierbas y las flores silvestres, pasado el transepto meridional de la antigua iglesia. En la pared había cuatro nichos arqueados, a los que Hank señaló con ademán teatral.

– En uno de estos -anunció-. Saca una foto, Jojo.

Se acercó a una de las cavidades pisoteando la hierba y posó, sonriente.

– Al parecer es aquí donde los monjes guardaban sus prendas litúrgicas. Son una especie de armarios. La noche en cuestión, metieron en uno de estos huecos al bebé y le dejaron morir. Bastante horroroso, si uno piensa en ello, ¿verdad? -Regresó junto a los otros-. Pero tiene el tamaño adecuado para un chiquillo -añadió pensativo-. Viene a ser… ¿cómo lo llaman? Una ofrenda de sacrificio.

– No estoy seguro de que los monjes cistercienses hicieran tales cosas -comentó Saint James-, y hace muchos años que los sacrificios humanos pasaron de moda.

– ¿Qué opina entonces? ¿De quién era el bebé?

– No tengo la menor idea -replicó Saint James, el cual sabía perfectamente que el otro iba a ofrecerle su teoría.

– Entonces permítame que le diga cómo sucedió, porque Jojo y yo lo adivinamos el primer día. ¿No es cierto, querida? -Aguardó a que su mujer asintiera lentamente-. Vengan aquí, les mostraré un par de cosas.

El americano les condujo a través del transepto meridional y cruzaron el pavimento desigual del presbiterio para salir de la abadía por una brecha cerca del muro.

– ¡Ahí lo tiene! -exclamó, señalando con expresión de triunfo un estrecho sendero que conducía al norte y se internaba en el bosque.

– Ya veo -replicó Saint James.

– ¿También lo había adivinado?

– Oh, no.

– Claro que no -dijo Hank-, porque no lo ha pensado tan a fondo como mi Jojo y yo. ¿No es cierto, pichoncita? -la aludida asintió apesadumbrada, mirando alternativamente a Saint James y a Deborah, silenciosa y contrita-. ¡Gitanos! -siguió diciendo su marido-. Bueno, bueno, lo admito, Jojo y yo no acabamos de entenderlo hasta que lo hemos visto, hoy mismo. Ya saben a quiénes nos referimos. Esos remolques aparcados al lado de la carretera. Pues bien, imaginamos que aquella noche también hubo gitanos por aquí. El bebé debía de ser suyo.

– Tengo entendido que los gitanos sienten un cariño hacia sus hijos fuera de lo común -observó Saint James secamente.

– Quizás, pero no hacia este chico, en cualquier caso -replicó Hank, impertérrito-. Así que imagine la situación, amigo. Danny y Ezra andan por ahí -señaló vagamente en la dirección por la que habían llegado-, preparándose para el asalto, ¿comprenden? Y andando de puntillas por este sendero llega una vieja bruja con el crío.

– Claro, ¿no lo ve?

– Caída de su escoba, sin duda -dijo Saint James.

Hank hizo caso omiso de la sorna con que el otro había hablado.

– La vieja bruja mira a su alrededor -para demostrar su teoría movió la cabeza a izquierda y derecha- y entra sigilosamente en la abadía. Busca un sitio donde abandonar al crío y encuentra estos nichos.

– Desde luego, es una teoría interesante -terció Deborah-, pero los gitanos siempre me han dado pena. Parece como si les culparan de todo, ¿no es cierto?

– Eso, mi joven amiga, nos lleva directamente a la teoría número dos.

Jojo les pidió disculpas con la mirada.

La granja Gembler se hallaba en excelentes condiciones, lo cual no era sorprendente, puesto que Richard Gibson había seguido cuidándola durante las tres semanas transcurridas desde la muerte de su tío. Lynley y Havers abrieron las puertas bien engrasadas, entre dos postes de piedra, y entraron en los terrenos de la finca.

Sería una herencia magnífica. A su izquierda se alzaba el edificio de la granja, una casa antigua construida con los ladrillos marrones habituales en la región, con maderamen recién pintado de blanco, y frágiles aguileñas bien podadas y entrelazadas que adornaban las ventanas y la puerta. Se llegaba a la granja por el camino de Gembler, después de cruzar un patio bien cuidado y cercado para que no entraran las ovejas. Al lado de la casa había una construcción baja y, formando otro lado del cuadrángulo que rodeaba el patio, el granero se alzaba a su derecha.