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– Es como si los Teys rindieran culto a una nueva religión en este rincón de la sala. Resulta macabra, ¿no cree?

Ella apartó la mirada de la foto.

– En efecto, señor.

Lynley dirigió su atención al resto de la sala, en la que se mantenía la atmósfera de la vida cotidiana. Había un sofá con la tapicería desgastada por el uso, varias sillas, un revistero con numerosos ejemplares, un televisor y un escritorio femenino. Lynley lo abrió y vio que contenía rimeros de papel de carta y sobres bien ordenados, una lata con sellos de correo y tres facturas pendientes de pago, las cuales examinó: una era de la farmacia, por los somníferos de Teys, la otra de la compañía eléctrica y la tercera de la telefónica. Leyó esta última por si contenía algo de interés, pero no había ninguna conferencia. Todo estaba limpio y ordenado.

Más allá de la sala de estar había una pequeña biblioteca. Cuando entraron en ella se llevaron una sorpresa. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo, y cada estante rebosaba de libros, algunos más ordenados que otros, pero, en conjunto, la cantidad de volúmenes era enorme, sobre todo tratándose de una granja.

– Pero Stepha Odell dijo…

– Que el pueblo no tiene biblioteca pública, por lo que Roberta iba a la hostería en busca del periódico. Había leído todos sus libros… ¿cómo es posible?… y todos los de Marsha Fitzalan. A propósito, ¿quién es Marsha Fitzalan?

– La maestra del pueblo -respondió Havers-. Vive en el camino de San Chad, al lado de los Gibson.

– Gracias -murmuró Lynley, sin dejar de inspeccionar los estantes. Se puso las gafas-. Hummm, de todo un poco, pero estaban muy interesados por las hermanas Brontë, ¿verdad?

Havers se reunió con él.

– Austen -leyó-. Dickens, algo de Lawrence. Les gustaban los clásicos.

Cogió un ejemplar de Orgullo y Prejuicio y lo abrió. En la portadilla, con una caligrafía infantil, estaban garabateadas las palabras “propiedad de Tessa”. Esta misma afirmación se encontraba en los ejemplares de Shakespeare, Dickens, dos antologías de Norton y todos los títulos de las hermanas Brontë.

Lynley se acercó a un atril antiguo, colocado bajo la única ventana de la estancia. Era como los usados para manejar grandes diccionarios, pero reposaba en él una Biblia enorme, encuadernada con muchas florituras. Deslizó los dedos sobre la página ornamentada por la que el libro estaba abierto, y leyó:

– “Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis en Egipto. No os aflijáis ahora ni estéis airados con vosotros mismos por haberme vendido, pues Dios me ha enviado ante vosotros para preservaros la vida. El hambre ha asolado la tierra en los dos últimos años, pero quedan otros cinco en los que no habrá espigas ni cosechas. Y Dios me ha enviado ante vosotros para preservar vuestra posteridad en la tierra y salvar vuestras vidas mediante una feliz liberación”.

Lynley miró a Havers.

– Nunca entenderé por qué perdono a sus hermanos -comentó ella-. Después de todo lo que le hicieron, merecían morir.

Sus palabras traslucían una profunda amargura. Él cerró el libro con cuidado, señalando el lugar con un trozo de papel que cogió del escritorio.

– Pero tenía algo que ellos necesitaban.

– Comida -se mofó ella.

Lynley se quitó las gafas.

– No creo que tuviera nada que ver con la comida. Nada en absoluto. ¿Qué hay en el piso de arriba?

El piso superior tenía una disposición sencilla: cuatro dormitorios, lavabo y baño, los cuales daban a un rellano central iluminado por una claraboya de vidrio opaco. Este último detalle arquitectónico respondía, sin duda, a una modernización de la casa, y producía un efecto de invernadero. No era desagradable, pero parecía fuera de lugar en una granja.

La habitación de la derecha parecía destinada a los invitados. Contenía una cama, con un cobertor de color crema, bastante pequeña, habida cuenta del tamaño de los inquilinos. El suelo estaba cubierto por una alfombra con un dibujo de rosas y helechos, y era muy vieja. Los rojos y verdes, brillantes en otro tiempo, ahora estaban descoloridos. El papel de las paredes tenía un dibujo de flores diminutas, margaritas y caléndulas. Sobre la mesilla de noche había una lámpara con una pantalla festoneada de encaje. El canterano y el armario ropero estaban vacíos.

– Me recuerda a una habitación de hostal -dijo Lynley.

Barbara contempló la vista desde la ventana: un panorama del granero y el patio, sin ningún interés.

– Parece como si nadie hubiera usado nunca esta cama.

Lynley estaba examinando la colcha que cubría la cama. Al retirarla reveló un colchón muy manchado y una almohada amarillenta.

– Aquí no esperaban huéspedes. Es extraño que dejaran una cama sin hacer, ¿no le parece?

– En absoluto. ¿Para qué usar sábanas si nadie iba a utilizarla?

– Sin embargo…

– ¿Voy a la habitación contigua, inspector? -preguntó Barbara con impaciencia. La atmósfera de la casa la oprimía.

Al oír el tono de su voz, Lynley alzó la vista. Cubrió de nuevo la cama con la colcha, tal como estaba antes, y se sentó en el borde.

– ¿Qué ocurre, Barbara? -preguntó.

– Nada -dijo ella, pero había una nota de pánico en su voz-. Quisiera seguir adelante con la inspección. Es evidente que esta habitación no se ha utilizado desde hace años. ¿Por qué examinarla de cabo a rabo, al estilo de Sherlock Holmes, como si el asesino fuese a salir de entre las tablas del suelo?

Él no respondió en seguida, por lo que el tono destemplado de Barbara pareció flotar en la habitación mucho después de que hubiera hablado.

– ¿Qué le ocurre? -repitió él-. ¿Puedo ayudarle?

Estaba preocupado por ella, su tono era amable, sería realmente fácil…

– ¡No me ocurre nada! -exclamó Barbara-. Es que no quiero seguirle de un lado a otro como un perrito faldero. No sé lo que espera de mí y me siento como una idiota. ¡Tengo cerebro, maldita sea! ¡Deme algo que hacer!

Él se incorporó lentamente, sin dejar de mirarla.

– ¿Por qué no va a examinar la habitación de enfrente? -le sugirió.

Ella abrió la boca para decir algo más, pero decidió no hacerlo y salió de la habitación, deteniéndose un momento bajo la luz verdosa del rellano. Podía oír su propia respiración, áspera y agitada, y supo que él también debía de oírla.

¡El maldito santuario! La granja ya era de por sí bastante repulsiva, con su ausencia de vida, pero el santuario le había desconcertado por completo. Lo habían colocado en el mejor ángulo de la habitación, desde donde se veía el jardín. Era una idea morbosa. ¡Desde allí la muchacha de la foto podía ver la televisión y el condenado jardín!

¿Cómo lo había llamado Lynley? Un culto religioso. ¡Eso era exactamente! ¡Un templo erigido a aquella mujer! Se esforzó para que su respiración volviera a la normalidad, cruzó el rellano y entró en la habitación de enfrente.

“Te la has jugado, Barb -se dijo-. ¿Te has olvidado del acuerdo, la obediencia, la cooperación? ¿Cómo te sentirás la semana que viene, cuando vuelvas a ponerte el uniforme?”

Miró a su alrededor, irritada, con los labios temblorosos. Al fin y al cabo, ¿a quién diablos le importaba? Su fracaso estaba decidido de antemano. ¿Acaso había esperado realmente que aquella misión fuese un éxito?

Cruzó la habitación hasta la ventana y accionó el pestillo. ¿Qué le había dicho él? ¿Si podía ayudarla? Lo absurdo del caso era que, por un momento, ella había pensado en hablarle, en decírselo todo. Pero, naturalmente, eso era impensable. Nadie podía ayudarla, y Lynley menos que nadie.

Abrió la ventana de par en par para que el aire refrescara sus mejillas ardientes, y dio media vuelta, decidida a llevar a cabo su tarea.