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Aquella era la habitación de Roberta, limpia y ordenada como la otra, pero allí se tenía la impresión de que la habían habitado. Había una cama grande de cuatro postes, cubierta por un centón de dibujos brillantes y alegres, el sol, nubes y un arcoíris con un fondo celeste de zafiro. En el armario colgaban ropas bajo las que se alineaban varios pares de zapatos, de paseo, de trabajo y zapatillas.

Había un tocador con un ondulante espejo de cuerpo entero y un escritorio sobre el que yacía, boca abajo, una foto enmarcada, como si se hubiera caído. Barbara lo examinó con curiosidad. Era de los padres y Roberta recién nacida, en brazos del padre. Pero la foto, algo distendida, estaba apretada en el marco, como si no encajara bien. Barbara extrajo la apoyadura de madera.

Había acertado en su suposición. La foto era demasiado grande para el marco, por lo que había sido preciso doblarla. Una vez alisada, la fotografía era muy diferente, pues a la izquierda del padre, con las manos entrelazadas a la espalda, estaba la viva imagen de la madre del bebé, más pequeña, desde luego, pero indudablemente el vástago de Tessa Teys.

Barbara estaba a punto de llamar a Lynley cuando éste apareció en la puerta, con un álbum fotográfico en las manos. Se detuvo un momento, como si tratara de encontrar el modo de normalizar su relación.

– He descubierto algo muy extraño, sargento -le dijo.

– También yo -replicó Barbara, tan ansiosa como él de olvidar el exabrupto. Intercambiaron sus hallazgos.

– Yo diría que el mío explica el suyo -observó Lynley.

Ella miró atentamente las páginas abiertas del álbum, uno de esos álbumes familiares que contienen el recuerdo fotográfico de bodas, nacimientos, navidades, pascuas y cumpleaños. Pero cada foto en la que aparecía más de un niño había sido recortada de algún modo, con los rostros extrañamente eliminados, de manera que las imágenes presentaban cortes centrales o cuñas laterales, y en todas ellas el tamaño de la familia había sido reducido sistemáticamente. El efecto era escalofriante.

– Yo diría que es una hermana de Tessa -observó Lynley.

– Quizás su primer hijo -propuso Barbara.

– Creo que es demasiado mayor para ser su primogénito, a menos que Tessa la tuviera cuando ella misma era una niña. -Dejó el retrato sobre el escritorio, se guardó la foto en el bolsillo y dirigió su atención a los cajones-. ¡Ah! -exclamó-, por lo menos ahora sabremos por qué a Roberta le interesaba tanto el Guardian. Tiene forrados los cajones con sus hojas y… mire esto, Havers. -Del cajón inferior, bajo un montón de jerseys desgastados, sacó algo que había estado escondido boca abajo-. Otra vez la muchacha misteriosa.

Barbara miró la fotografía que él le tendía. Era la misma niña, pero esta vez mayor, ya adolescente. Roberta estaba a su lado, de pie sobre la nieve en el cementerio de Santa Catalina, ambas sonriendo a la cámara. La muchacha mayor tenía las manos sobre los hombros de Roberta y la atraía hacia sí. Se había inclinado, aunque no demasiado, porque Roberta era casi tan alta como ella, y tocaba con la mejilla el rostro de la otra. Su cabello dorado rozaba los rizos morenos de Roberta. Delante de ellas había un perro negro y blanco, que también parecía sonreír y cuyo pelaje acariciaba Roberta. Era Bigotes.

– Aquí Roberta no tiene mal aspecto -comentó Barbara, devolviendo la foto a Lynley-. Es grandota, pero no está gorda.

– Entonces esta foto debe ser anterior a la marcha de Gibson. ¿Recuerda lo que dijo Stepha? Entonces no estaba obesa, no se puso así hasta que Richard se fue. – Se guardó también la foto en el bolsillo y miró a su alrededor-. ¿Algo más?

– Hay ropa en el armario, pero no tiene demasiado interés. -Al igual que él había hecho en la otra habitación, retiró el cobertor de la cama, pero, al contrario que la anterior, ésta estaba hecha y sus sábanas limpias despedían un aroma a jazmín, por debajo del cual, como si el jazmín fuese incienso que ardiera sutilmente para ocultar el olor del cannabis, se notaban los efluvios empalagosos de otra cosa. Barbara miró a Lynley-. ¿Cree usted…?

– Desde luego -replicó él-. Ayúdeme a retirar el colchón.

Ella obedeció, cubriéndose la boca y la nariz cuando el hedor llenó la habitación y vieron lo que había bajo el viejo colchón de muelles, cuya cubierta estaba cortada en un extremo y el interior era un almacén de comida: fruta podrida, pan recubierto de moho gris, galletas y caramelos, dulces medio comidos, bolsas de patatas fritas.

– Dios mío -musitó Barbara. Era más una plegaria que una exclamación, y, a pesar del catálogo de cosas horribles que había visto durante su carrera policial, se le revolvió el estómago y retrocedió-. Lo siento -dijo con una risa entrecortada-. Ha sido un hallazgo sorprendente.

Con el semblante inexpresivo, Lynley volvió a dejar el colchón en su sitio.

– Es un sabotaje -dijo como si hablara consigo mismo.

– ¿Cómo dice señor?

– Stepha dijo algo de una dieta.

Al igual que Barbara había hecho antes, Lynley se acercó a la ventana. Atardecía y, a la luz crepuscular, se sacó del bolsillo las fotografías y las examinó. Permaneció inmóvil, quizás con la esperanza de que un examen minucioso de las dos muchachas le revelara quién mató a William Teys y los motivos que tuvo para hacerlo, así como el papel que jugaba en todo aquello el almacén de alimentos en putrefacción. Mientras le observaba, a Barbara le sorprendió su aspecto, pues a la luz que incidía en el cabello, la mejilla y la frente le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Y, no obstante, nada, ni siquiera las sombras, alteraban u oscurecían la inteligencia de aquel hombre de treinta y dos años o el ingenio que reflejaban sus ojos. El único sonido que se oía en la habitación era su respiración firme, serena, muy segura. Se volvió, vio que ella le estaba mirando y empezó a hablar.

Barbara le interrumpió.

– Bien -dijo enérgicamente, colocándose el cabello detrás de las orejas con gesto pugnaz-. ¿Ha visto algo en las demás habitaciones?

– Sólo una caja con llaves viejas en el armario y un auténtico museo de objetos de Tessa. Ropas, fotografías, mechones de pelo… entre las cosas de Teys, naturalmente. -Volvió a guardarse las fotografías en el bolsillo-. Me pregunto si Olivia Odell sabía lo que le esperaba aquí.

Habían recorrido un kilómetro por el camino de Gembler, desde el pueblo hasta la granja de Teys. Cuando regresaban en silencio, Lynley empezó a echar de menos el Bentley. No le preocupaba la oscuridad, pero sentía deseos de escuchar música para distraerse. Miró a la mujer que caminaba a su lado y, a pesar suyo, pensó en lo que había oído sobre ella.

– Una virgen airada -había dicho MacPherson. Lo que necesita es un buen revolcón. -Se echó a reír y alzó su jarra de cerveza-. Pero no yo, amigos. No me aventuro en esa clase de aguas. ¡Dejo ese placer para un hombre más joven!

Lynley pensó que MacPherson se equivocaba, no se trataba en absoluto de virginidad airada, sino de otra cosa.

No era aquella la primera investigación de Havers en un caso de asesinato, por lo que no podía comprender su reacción en la granja: su renuencia inicial a entrar en el granero, su extraña conducta en la sala de estar, su inexplicable comportamiento en el piso de arriba.

Por segunda vez se preguntó qué diablos pensaría Webberly al asociarles, pero estaba demasiado fatigado para tratar de encontrar una explicación.

Al doblar la última curva del camino, las luces de la Paloma y el Silbato aparecieron a la vista.

– Vamos a cenar -dijo Lynley.

– Hay pollo asado -les dijo el propietario-. Es lo único que servimos el domingo por la noche. Tengan la bondad de esperar en el salón y les serviremos en seguida.

La Paloma y el Silbato estaba en plena actividad. En el bar, cuyos parroquianos se habían callado momentáneamente cuando ellos entraron, flotaba una espesa capa de humo de tabaco, como un denso nubarrón preñado de lluvia. En una mesa del fondo estaban reunidos varios granjeros, con las botas embarradas colocadas en los travesaños de las sillas cuyo respaldo parecía una escala. Dos hombres más jóvenes jugaban a los dardos, junto a la puerta del lavabo, y un grupo de mujeres de mediana edad hacían comparaciones entre los restos de los rizos y las ondulaciones que les habían hecho el sábado en la peluquería Sinji. En la vieja barra se apiñaban los clientes, la mayoría de los cuales bromeaban con la muchacha que accionaba las palancas de la cerveza.