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El caso de Webberly era diferente: su carrera avanzaba despacio, con la pesadez que lo caracterizaba, no era brillante pero sí cauta, llena de innumerables éxitos cuyo mérito no solía atribuirse, pues Webberly no tenía las dotes de animal político necesarias para triunfar en el Yard, y así, en su horizonte profesional no descollaba la seductora posibilidad de que algún día le honraran con un título de caballero, lo cual ocasionaba una tensión enorme en el matrimonio Webberly.

Saber que su hermana menor era lady Hillier impedía a Frances Webberly reconciliarse con su situación, y así había pasado de ser un ama de casa complaciente y tímida a una trepadora social de las más agresivas. Organizaba fiestas, cenas y cócteles que la economía familiar apenas podía sostener, e invitaba a personas por las que no tenía ningún interés, pero que ella consideraba imprescindibles para la ascensión de su marido a la cumbre. Los Hilliers asistían fielmente a las fiestas, Laura por una triste lealtad hacia la hermana con la que ya no podía comunicarse afectivamente, y Hilliers para proteger a Webberly lo mejor que pudiera de los comentarios incisivos y crueles que Frances solía hacer públicamente sobre la deslucida carrera de su marido. Hilliers pensaba, con un escalofrío, que aquella mujer era una encarnación de lady Macbeth.

Webberly respondía a la pregunta de su colega.

– No, no tengo problemas en casa. Lo único que ocurre es que creía conocer bien a Nies y Kerridge, desde hace años. Resulta desconcertante que ahora se produzca un enfrentamiento.

Hillier pensó que era muy propio de Malcolm responsabilizarse de las flaquezas ajenas.

– Refréscame la memoria sobre la última pelea. Fue aquél caso de Yorshire, ¿verdad? El de los gitanos implicados en un asesinato.

Webberly asintió.

– Nies está al frente de la policía de Richmond. -Suspiró profundamente, olvidando por un momento lanzar el humo de su cigarro hacia la ventana abierta. Hillier se esforzó por no toser. Webberly se aflojó el nudo de la corbata y acarició distraídamente el cuello raído de su camisa blanca-. Hace tres años mataron allí a una gitana vieja. Los hombres de Nies son meticulosos, tienen en cuenta hasta el último detalle. Hicieron una investigación y detuvieron al yerno de la vieja. Al parecer, discutieron por la propiedad de un collar de granates.

– ¿Granates? ¿Dónde lo robaron?

Webberly meneó la cabeza y depositó la ceniza de su cigarro en el mellado cenicero metálico que reposaba sobre su mesa. Estaba demasiado lleno y las cenizas de muchos cigarros anteriores se levantaron como polvo que se depositó sobre papeles y cartas.

– No lo robaron. Era un regalo de Edmund Hanston-Smith.

Hillier se inclinó hacia delante.

– ¿Hanston-Smith?

– Sí, te acuerdas ahora, ¿verdad? Pero ese caso ocurrió después de todo esto. El hombre detenido por el asesinato de la vieja creo que se llamaba Romaniv- tenía una esposa, de unos veinticinco años y bonita a la manera en que sólo pueden serlo esas mujeres: morena, de piel olivácea, exótica.

– ¿Lo bastante atractiva para encandilar a un hombre como Hanston-Smith?

– Desde luego. Ella le hizo creer que Romaniv era inocente. Pasaron algunas semanas… Romaniv aún no había sido llevado ante los tribunales. La mujer convenció a Hanston-Smith que era preciso reabrir el caso, le juró que les perseguían sólo por su raza gitana y que Romaniv había estado con ella durante toda la noche de autos.

– Imagino que sus encantos facilitaron la verosimilitud.

Webberly esbozó una sonrisa. Aplastó la colilla de cigarrillo en el cenicero y entrelazó sus manos pecosas sobre el estómago, de modo que ocultaron eficazmente la mancha de su chaleco.

– Según el testimonio del ayuda de cámara de Hanston-Smith, la buena señora Romaniv no tuvo dificultad para lograr que un hombre de sesenta y dos años estuviera atareado durante toda la noche. Recordarás que Hanston-Smith era un hombre de influencia política y riqueza considerables. No fue arduo para él convencer a la policía de Yorkshire para que tomara cartas en el asunto, y así Rubin Kerridge, que aún es el comisario jefe de Yorkshire, a pesar de todo lo ocurrido, ordenó que se reabriera la investigación de Nies y, para empeorar las cosas, ordenó la puesta en libertad de Romaniv.

– ¿Y cómo reaccionó Nies?

– Al fin y al cabo, Kerridge es su oficial superior. ¿Qué podía hacer? Nies montó en cólera, pero liberó a Romaniv y ordenó a sus hombres que empezaran de nuevo.

– Se diría que si la liberación de Romaniv hizo feliz a su esposa, puso un fin prematuro a la alegría de Hanston-Smith -observó Hillier.

– Naturalmente, la señora Romaniv se sintió obligada a expresar a Hanston-Smith su agradecimiento del modo al que él se había acostumbrado tanto. Durmió con él por última vez, hizo deslomarse al pobre tipo hasta la madrugada, si no me equivoco, y entonces hizo entrar a Romaniv en la casa. – Webberly alzó la vista al oír unos recios golpes en la puerta-. Lo demás es una historia sangrienta. Entre los dos asesinaron a Hanston-Smith, se apoderaron de todo lo que podían llevarse, fueron a Scarborough y antes de que se hiciera de día estaban fuera del país.

– ¿Y la reacción de Nies?

– Pidió la dimisión inmediata de Kerridge. – Volvieron a oírse unos golpes en la puerta, pero Webberly no hizo caso-. No lo consiguió, pero Nies se la tiene jurada desde entonces.

– Y dices que ahora vuelven a estar enfrentados.

Sonaron los golpes por tercera vez, con mucha más insistencia.

Webberly dio permiso para que entraran y apareció Bertie Edwards, el jefe del departamento forense, el cual entró en la estancia con su presteza acostumbrada, garabateando en su tablilla y hablando al mismo tiempo. Para Edwards, la tablilla era tan humana como son las secretarias para la mayoría de los hombres.

– Fuerte contusión en la sien derecha -dijo alegremente-, seguida por laceración de la arteria carótida. Sin documentos de identificación, ni dinero, y sin ropas, excepto las prendas interiores. Es el Destripador del ferrocarril, desde luego. -Terminó de escribir haciendo un adorno con la pluma.

Hillier examinó al hombrecillo con profundo disgusto.

– Dios mío, esos titulares de la prensa… Whitechapel nos va a perseguir hasta el día del juicio.

– ¿Se trata del cadáver de Waterloo? -preguntó Webberly.

Edwards miró a Hillier: su rostro era un libro abierto en el que se reflejaban sus dudas. ¿Era aconsejable dar algún nombre, el que fuera, a unos asesinos desconocidos para contentar a la opinión pública? Aparentemente rechazó esa posibilidad, pues se enjugó la frente con la manga de su bata blanca y se volvió hacia su inmediato superior.

– Waterloo, en efecto -asintió-. El número once. Aún no hemos terminado del todo con Vauxhall. Ambos asesinatos tienen las características de las demás víctimas del Destripador que hemos visto. Transeúntes, con las uñas rotas, sucios, el pelo mal cortado, incluso piojos. El de King’s Cross sigue siendo el único que se aparta de la norma, y aún no sabemos nada después de las semanas transcurridas. No tiene documentos de identificación y hasta el momento no se ha recibido ninguna denuncia por desaparición. Estamos atascados. -Se rascó la cabeza con el extremo de su pluma.- ¿Quiere la foto de Waterloo? La he traído.

Webberly señaló la pared, en la que ya había fijado las fotografías de las doce víctimas recientes, todas ellas asesinadas de idéntica manera dentro o en los alrededores de estaciones ferroviarias de Londres. Ahora eran trece los asesinatos cometidos en poco más de cinco semanas, y los periódicos bramaban, clamando por una detención. Como si esto le trajera sin cuidado, Edward silbó airosamente entre los dientes y buscó una chincheta entre los innumerables objetos que cubrían la mesa de Webberly. Clavó la foto de la última víctima en la pared.