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Con toda evidencia, aquella chica era la oveja negra del pueblo. Su cabello negro azabache se alzaba del cuero cabelludo en forma de largas y rígidas púas, tenía los ojos fuertemente sombreados de púrpura y vestía unas prendas minúsculas que revelaban buena parte de sus encantos como las que se ven por la noche en el Soho londinense: falda corta de cuero negro, blusa blanca muy escotada, medias de malla, negras y con agujeros sujetos con imperdibles, y grandes zapatos de cordones, también negros, como los que usan las abuelas. Cada una de sus orejas, perforada cuatro veces, exhibía la decoración de una línea de pequeños brillantes de imitación, con excepción del orificio inferior, del que pendía una pluma que le llegaba al hombro.

– Se cree una cantante de rock -dijo el tabernero, que había seguido la dirección de su mirada-. Es mi hija, pero procuro no decirlo con frecuencia. -Depositó una jarra de cerveza y un vaso de agua tónica sobre la mesa tambaleante-. ¡Hannah! -gritó en dirección a la barra-. ¡Deja de dar un espectáculo, muchacha! ¡Estás poniendo cachondos a todos los caballeros aquí presentes!

Mientras decía esto les guiñó un ojo maliciosamente.

– ¡Oh, papá! -rió ella, y los demás la corearon.

– ¡Regáñale, Hannah! -gritó alguien.

– ¿Qué sabe de estilo este pobre patán? -dijo otro.

– ¿De qué estilo hablas? -replicó jovialmente el tabernero-. Gasta poco en vestir, desde luego, pero está consumiendo mi fortuna para comprar toda esa mugre grasienta que se pone en el pelo.

– ¿Cómo mantienes las púas tiesas, Han?

– Creo que me asusté en la abadía.

– Oíste llorar al bebé, ¿no es cierto Han?

Rieron y dieron unos golpes cariñosos al que había hablado, dando a entender que todos eran amigos. Barbara se preguntó si habrían ensayado la escena.

Ella y Lynley eran los únicos ocupantes del comedor, y una vez la puerta se cerró tras el tabernero, Barbara deseó oír de nuevo el ruido del bar, pero Lynley le estaba hablando.

– Quizás comía por algún impulso compulsivo.

– ¿Asesinó a su padre porque la puso a régimen? -preguntó Barbara, antes de poder evitarlo. Su tono rebosaba de sarcasmo.

– Sin duda comía mucho en secreto -siguió diciendo Lynley, imperturbable.

– No lo creo así -replicó ella. Le estaba importunando y lo sabía; se estaba poniendo a la defensiva, mostrándose impertinente, pero no podía evitarlo.

– ¿Qué opina usted, entonces?

– Que se olvidó de la comida. Vaya a saber cuánto tiempo ha estado ahí abandonada.

– En una cosa podemos estar de acuerdo: la comida lleva allí tres semanas, y era inevitable que se estropeara en ese tiempo.

– De acuerdo, lo admito, pero no lo de que comía a causa de su estado compulsivo.

– ¿Por qué no?

– ¡Porque no podemos demostrarlo, caramba!

El se puso a contar con los dedos.

– Vamos a ver. Tenemos dos manzanas podridas, tres plátanos negros, algo que en otra época pudo ser un melocotón, una hogaza de pan, dieciséis galletas, tres tortas a medio comer y tres bolsas de patatas fritas. Ahora dígame a qué obedece todo esto, sargento.

– No tengo ni idea.

– Si no tiene ni idea, podría considerar la mía. -Hizo una pausa y añadió-: Barbara…

Ella supo en seguida por su tono que debía interrumpirle.

– Lo siento, inspector -se apresuró a decir-. En la granja me asusté y… estoy demasiado nerviosa y le incomodo. Discúlpeme.

El pareció desconcertado.

– De acuerdo. Empecemos de nuevo, ¿quiere?

Llegó el tabernero y depositó los platos sobre la mesa.

– Pollo con guisantes -anunció orgulloso.

Barbara se levantó y salió de la sala, tambaleándose.

CAPÍTULO SIETE

Danny gritó:

– ¡No Ezra! ¡Estate quieto! ¡No puedo!

Soltando una maldición, Ezra Farmington se separó de la muchacha que se debatía, debajo de él y se sentó en el borde de la cama, tratando de recuperar el aliento y la compostura. Le latía todo el cuerpo pero sobre todo, observó sardónicamente, la cabeza, la cual apoyó en las manos y hundió los dedos en el cabello color miel. Pensó que ella se echaría a llorar.

– ¡Bueno, bueno! -le dijo, y añadió bruscamente-: ¡Por todos los santos, no soy un violador!

Al oír esto, ella empezó a llorar, tapándose la boca con la mano. Los sollozos, secos y febriles, surgían de lo más profundo de su ser. El alargó la mano para encender la luz.

– ¡No! -exclamó Danny.

– Danny -le dijo Ezra, procurando hablar con serenidad, aunque lo hacía con los dientes apretados y sin poder mirarla.

– ¡Lo siento! -sollozó ella.

Todo aquello era demasiado familiar. No podía seguir así.

– Esto es absurdo y tú lo sabes.

Cogió su reloj, vio en la esfera luminosa que eran casi las ocho y se lo colocó en la muñeca. Luego empezó a vestirse.

Los sollozos de la muchacha se intensificaron. Tendió una mano y le tocó la espalda desnuda. Él se zafó de la caricia y el llanto continuó. Ezra recogió el resto de sus ropas, salió de la habitación, fue al baño y, después de vestirse, contempló ceñudo su imagen reflejada en el espejo oscuro, mientras escuchaba el tictac del reloj.

Cuando regresó, los sollozos habían cesado. Ella seguía tendida en la cama, su cuerpo marfileño reluciente a la luz de la luna, y contemplaba el techo. Todo, menos el cabello, era luminoso. Los ojos de artista del joven recorrieron la longitud de su cuerpo, la curva del cuello, la plenitud de los senos, la redondez de la cadera, la suavidad del muslo. Un estudio objetivo en blanco y negro, trasladado rápidamente a la tela. Con frecuencia realizaba ese ejercicio, disociando la mente del cuerpo, algo que deseaba hacer sobre todo ahora. Sus ojos se posaron en el oscuro y rizado triángulo entre los muslos y no pudo mantener la objetividad.

– ¡Vístete de una vez! -le ordenó-. ¿Acaso tengo que estar aquí mirándote como un castigo?

– Sabes por qué me ocurre esto -gimió ella-. Lo sabes.

– Claro que lo sé -replicó Ezra, que seguía junto a la puerta del lavabo. Allí estaba más seguro; si se le acercaba más, se abalanzaría sobre ella sin poder evitarlo. Apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas-. No pierdes ocasión de recordármelo.

Danny se irguió en la cama y se volvió bruscamente hacia él.

– ¿Y por qué no? -le gritó-. ¡Sabes muy bien lo que hiciste!

– ¡No levantes la voz! ¿Quieres que Fitzalan informe a tu tía? Sé un poco sensata, por favor.

– ¿Por qué habría de serlo? ¿Cuándo lo has sido tú?

– Si sigues echándome eso en cara, Danny, no sé qué estamos haciendo. ¿Para qué seguimos viéndonos?

– ¿Eres capaz de preguntar eso, incluso ahora, cuando todo el mundo lo sabe?

El se cruzó de brazos y resolvió mirarla sin perder el dominio de sí mismo. La muchacha tenía el cabello enmarañado alrededor de los hombros, los labios separados, las mejillas humedecidas por las lágrimas, brillantes bajo la luz mortecina. Sus pechos… Hizo un esfuerzo para no desviar la mirada de su rostro.

– Ya sabes lo que ocurrió. Hemos hablado de ello mil veces, y hacerlo mil veces más no cambiará el pasado. Si no puedes olvidarlo, entonces será mejor que dejemos de vernos.