De nuevo las lágrimas se agolparon en los ojos de la joven y se deslizaron por sus mejillas. Ezra detestaba verla llorar. Quería cruzar la habitación y estrecharla entre sus brazos, pero ¿de qué serviría? Sólo empezarían de nuevo y acabarían de mala manera.
– No -dijo ella, llorando todavía, pero en voz baja. Inclinó la cabeza-. Eso no lo quiero.
– ¿Qué quieres entonces? Necesito saberlo, porque yo sé muy bien lo que quiero, Danny, y si los dos no queremos lo mismo, nuestra relación no tiene sentido, ¿verdad?
Se esforzaba para dominarse, pero el poco dominio de sí mismo que le quedaba se estaba desvaneciendo con rapidez. Pensó que podría echarse a llorar de frustración.
– Quiero tenerte -susurró ella.
– No es lo que quieres -replicó el joven con amargura-, porque aunque así fuera, aun cuando me tuvieras, a cada momento me echarías en cara el pasado, y eso no puedo soportarlo, Danny. Ya he tenido suficiente.
Notó alarmado que se le quebraba la voz en la última palabra.
Ella levantó la cabeza.
– Lo siento -musitó. Bajó de la cama y cruzó la habitación. La luz de la luna silueteaba su cuerpo, y él apartó la vista. Los finos dedos de la muchacha le acariciaron el rostro y el cabello-. Nunca pienso en tu dolor -le dijo-, sino sólo en el mío propio. Lo siento muchísimo, Ezra.
Él se esforzaba por mantener la vista fija en la pared, el techo, el cuadrado de cielo nocturno al otro lado de la ventana. Sabía que si sus miradas se encontraban estaba perdido.
– ¿Ezra?
La voz de la muchacha era como una caricia en la oscuridad. Se acercó más a él y le alisó el pelo.
El muchacho podía aspirar su fragancia almizcleña y notaba el suave roce de los pezones en su pecho. Ella posó una mano en su hombro y le atrajo más.
– ¿No crees que los dos tenemos que olvidar? -le susurró.
Ya era imposible guardar las distancias, no había ningún otro sitio donde mirar. Su último pensamiento cuerdo fue: “Mejor perdido que solo”.
Nigel Parrish esperó hasta que los policías terminaron de cenar y pasaron al bar. Seguía sentado en su rincón habitual, tomando lentamente una copa de coñac.
Les miró con la clase de interés que solía reservar para los habitantes del pueblo, como si fueran a vivir allí en los próximos años. Decidió que valía la pena dedicarles tiempo y consideración, dado que formaban una pareja tan curiosa.
El hombre vestía como un figurín, con un traje oscuro hecho a medida, sin duda en Savile Row, un tres piezas con reloj de oro incluido en el bolsillo del chaleco y zapatos perfectamente lustrados. Había dejado la gabardina en el respaldo de una silla, con evidente descuido, y Niguel se preguntó por qué las personas lo bastante adineradas para comprarse Burberrys siempre las dejaban tiradas de cualquier manera sin pensarlo dos veces. No parecía un inspector de Scotland Yard.
Tampoco la mujer había respondido a sus expectativas. Era baja y rechoncha, una especie de cubo de basura ambulante. Llevaba un traje arrugado y manchado que no le sentaba bien; el azul celeste era un bonito color, pero el que menos armonizaba con su físico. La blusa era amarilla y reforzaba la coloración de su rostro cetrino, aparte de que estaba muy mal metida bajo la cintura de la falda. ¡Y los zapatos! Era de esperar que una mujer policía usara aquella clase de zapatos recios y bastos pero ¿con tacones azules a juego con la falda? La pobre mujer parecía un cromo. El señor Parrish se puso en pie, riendo entre dientes, y se aproximó a la mesa que había ocupado la pareja, cerca de la puerta.
– ¿Son ustedes de Scotland Yard? -les preguntó abruptamente, sin presentación previa-. ¿Les ha hablado alguien de Ezra?
Lynley alzó la cabeza para mirar al recién llegado, y su primer pensamiento fue: “No, pero sin duda usted va a hacerlo”. El hombre estaba de pie, con una copa de coñac en la mano, esperando que le invitaran a sentarse. Cuando la sargento Havers abrió automáticamente su cuaderno de notas, el hombre se consideró como un miembro de su grupo y retiró una silla.
– Me llamo Nigel Parrish – se presentó.
Lynley recordó que era el organista. Tendría cuarenta y tantos años y unas facciones agradables, realzadas por los rasgos de la edad mediana: el cabello, espeso y castaño, era gris en las sienes, bien peinado para revelar una frente amplia. La nariz, firme y recta, daba distinción a su rostro; la mandíbula y el mentón fuertes indicaban fortaleza. Era delgado, no demasiado alto, y más llamativo que apuesto.
– ¿Ezra, dice usted? -le incitó Lynley.
Los ojos marrones de Parrish examinaron velozmente a los parroquianos, como si esperase la entrada de alguien en el bar.
– Farmington, nuestro artista residente. ¿No hay en cada pueblo un artista, poeta, novelista o músico que reside ahí? Supongo que es un requisito de la vida rural. -Se encogió de hombros y prosiguió-: Ezra es el nuestro. Pinta acuarelas, un óleo de vez en cuando. La verdad es que no lo hace mal. Incluso vende algunos de sus cuadros en una galería de Londres. Antes venía aquí a pasar uno o dos meses al año, pero ahora es un habitante más del pueblo. -Sonrió y contempló el contenido de su copa-. Nuestro querido Ezra -musitó.
Lynley no estaba dispuesto a seguirle el juego.
– ¿Qué quiere que sepamos de Ezra Farmington, señor Parrish?
La expresión de sorpresa de Parrish indicó que no había esperado una pregunta tan directa.
– Aparte de que es un joven Lothario rural, está lo ocurrido en la granja de Teys. Deberían saberlo.
Lynley pensó que las inclinaciones románticas de Ezra no venían al caso, aunque sin duda interesaban a Parrish.
– ¿Qué sucedió en la granja de Teys? -preguntó, haciendo caso omiso del otro dato.
– Pues bien… -Parrish pareció animarse, al tener vía libre para exponer su tema, pero miró su copa vacía y se interrumpió, entristecido.
– Sargento -dijo Lynley con voz apagada-, ¿quiere pedir otra copa de…?
– Courvoisier -dijo el organista, sonriente.
– Una para el señor Parrish y otra para mí.
Havers se levantó de la mesa.
– ¿Nada para ella? -preguntó Nigel, al parecer preocupado.
– No bebe.
– ¡Entonces, qué aburrida debe ser!
Cuando Havers regresó, Parrish le sonrió amablemente, tomó un sorbo de coñac y se arrellanó en la silla para reanudar su relato.
– En cuanto a Ezra -dijo en tono confidencial-, fue una escenita repugnante. El único motivo que puedo ver es que yo no estaba allí. Me refiero a Bigotes.
Lynley ya sabía algo al respecto.
– El perro musical.
– ¿Cómo dice?
– El padre Hart nos contó que a Bigotes le gustaba tenderse y escucharle tocar el órgano.
Parrish se echó a reír.
– ¿No es increíble? Practico mi instrumento hasta despellejarme los dedos y mi público más entusiasta es un perro de granja.
Hablaba en tono humorístico, como si nada en el mundo pudiera ser más divertido, pero Lynley se daba cuenta de que era una frágil fachada, tras la cual pasaba una impetuosa corriente de amargura. Parrish se estaba esforzando por parecer jovial, se le notaba demasiado.
– Así son las cosas -siguió diciendo. Hizo girar la copa entre las manos, admirando la variedad de tonalidades que la luz arrancaba de la copa del coñac-. En cuanto a gusto musical, el pueblo es casi un desierto. De hecho, la única razón por la que toco los domingos en Santa Catalina es que me gusta hacerlo. Bien sabe Dios que nadie más puede distinguir una fuga de un scherzo. ¿Saben que en Santa Catalina tienen el mejor órgano de Yorkshire? Es característico, ¿no creen? Estoy seguro de que es un regalo personal de Roma para tener controlados a los católicos de Keldale. Yo pertenezco a la Iglesia Anglicana.
– ¿Y Farmington? -preguntó Lynley.