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– No creo que Ezra sea religioso en absoluto. -Al no ver reacción alguna en el rostro del inspector, añadió-: Aunque probablemente quiere saber lo que tengo que decir de ese muchacho.

– Me ha leído usted la mente, señor Parrish.

El organista sonrió y tomó un trago, quizás para cobrar ánimo, quizás por mero placer. Sin embargo, bajó la voz momentáneamente y entonces sus interlocutores tuvieron un atisbo del hombre verdadero, triste y taciturno. Un instante después volvió a ocultarse tras la fachada charlatana y chismosa.

– Pues verán, hace cosa de un mes William Teys echó a Ezra de la granja.

– ¿Había entrado sin permiso en la finca?

– Por supuesto, pero, según Ezra, tiene una especie de “licencia artística” que le da derecho a meterse en cualquier parte, y eso es exactamente lo que hace. Estaba haciendo lo que él llama “estudios de luz” en el páramo del Alto Keel, como los cuadros impresionistas de la catedral de Rouen, con esa técnica de empezar uno nuevo cada quince minutos.

– Conozco la obra de Monet.

– Entonces sabe lo que quiero decir. Bien, la única manera, o digamos la manera más rápida, de subir al páramo de Alto Keel es cruzar el bosque que se extiende detrás de la granja Gembler, y el camino que conduce al bosque…

– Cruza las tierras de Teys -concluyó Lynley.

– Eso es. Yo andaba aquél día por el camino, seguido de Bigotes. Como siempre, el animalito se había presentado en el pueblo y, como parecía tarde para dejar que el animal encontrara él solo el camino de vuelta a casa, yo mismo le llevaba allí. Había confiado en que le llevara nuestra querida Stepha en su Mini, pero no la encontré en ninguna parte, de modo que tuve que llevar al perro, aunque mis pobres piernas ya no están para esos trotes.

– ¿No tiene usted coche?

Parrish se encogió de hombros.

– El cacharro que tengo no es nada fiable. En fin, llegué a la granja y los encontré allí, enzarzados en una trifulca imponente. William llevaba sus pingajos…

– ¿Cómo dice?

– Su pijama, inspector. ¿O era una camisa de dormir? -Miró el techo con los ojos entrecerrados, reflexionando acerca de su propia pregunta-. Sí, era una camisa de dormir. Recuerdo que cuando le vi las piernas a William me sorprendí de lo peludas que las tenía. Como un gorila.

– Ya veo.

– Y Ezra le gritaba, agitando los brazos y soltando tales maldiciones que a William se le debían poner los pelos de punta. Al ver esto, el perro se acaloró y le arrancó a Ezra un buen pedazo de los pantalones. Mientras hacía eso, William rompió en pedazos tres de las preciosas acuarelas de Ezra y arrojó el resto de la carpeta al borde de la propiedad. Fue terrible.

Parrish bajó la vista mientras concluía el relato con una nota lúgubre en la voz, pero cuando levantó la cabeza su mirada decía claramente que Ezra se había llevado su merecido.

Lynley observó a la sargento Havers mientras ésta subía la escalera. Cuando dejó de verla, se frotó las sienes y entró en el salón. Una luz en el extremo de la sala iluminaba la cabeza inclinada de Stepha Odell. Al oír sus pasos alzó la vista del libro que estaba leyendo.

– ¿Se ha quedado levantada para cerrar la puerta? -le preguntó Lynley-. Lo siento muchísimo.

Ella sonrió y estiró los brazos lánguidamente sobre la cabeza.

– En absoluto -replicó con placidez-. Pero me había adormilado mientras leía esta novela.

– ¿Qué está leyendo?

– Una novela rosa -Riendo, se puso en pie, y él observó que estaba descalza. Se había cambiado el vestido gris para ir a la iglesia por una sencilla falda de tweed y un suéter. Entre los senos reposaba una sola perla colgada de una cadena de plata-. Es mi forma de evasión. En estas novelas siempre acaban viviendo felices por siempre jamás. -El permanecía junto a la puerta-. ¿Qué hace usted para evadirse, inspector?

– Me temo que nada.

– Entonces, ¿cómo compensa toda esta locura?

– ¿Qué locura?

– Perseguir criminales. No puede ser un trabajo agradable. ¿Por qué lo hace?

El admitió la pertinencia de la pregunta, cuya respuesta conocía. “Es una penitencia, Stepha -podría haberle dicho-, una expiación de pecados que usted no podría comprender”.

– Eso mismo me pregunto siempre -le dijo.

Ella asintió con el semblante pensativo y no insistió en el tema.

– Ha llegado un paquete para usted. Lo trajo desde Richmond un hombre bastante desagradable que no quiso darme su nombre. Por su aspecto parecía tener dolor de tripa crónico.

No podía ser otro que Nies. La mujer pasó detrás de la barra y Lynley la siguió. Sin duda había trabajado en la sala aquella tarde, pues flotaba en la atmósfera un olor intenso a cera de abejas y el aroma de la levadura de cerveza. Esta combinación evocó en Lynley su infancia en Cornualles, y se vio a sí mismo como un niño de diez años, cuando devoraba empanadillas en la cocina de la granja Trefallen. La carne y la cebolla recubiertas por un caparazón de hojaldre, frutos prohibidos e insólitos en el comedor formal de Howenstow, le parecían deliciosas. Su padre despreciaba aquellas empanadillas por vulgares, pero a él le encantaban precisamente por eso.

Stepha puso un sobre enorme sobre el mostrador.

– Aquí está. ¿Quiere tomar conmigo una última copa?

– Gracias, es usted muy amable.

Ella sonrió. Lynley observó la curvatura de sus mejillas y cómo parecían desvanecerse las arrugas diminutas alrededor de sus ojos.

– Entonces tome asiento. Parece cansado.

El se sentó en uno de los sofás y abrió el sobre. Nies no había hecho el menor esfuerzo por ordenar el material. Había tres cuadernos de notas, algunas fotografías adicionales de Roberta, informes forenses idénticos a los que ya había visto y nada en absoluto sobre Bigotes.

Stepha Odell puso un vaso sobre la mesa y se sentó ante él, con las piernas dobladas en el asiento del sillón.

– ¿Qué le ocurrió a Bigotes? -preguntó Lynley, como si hablara consigo mismo-. ¿Por qué no hay ningún dato sobre ese perro?

– Gabriel lo sabe -respondió Stepha.

Por un momento, él pensó que se trataba de alguna expresión propia del pueblo, hasta que recordó el nombre del comisario.

– ¿Se refiere al comisario Langston?

Ella asintió y tomó un sorbo de su vaso. Tenía los dedos largos, esbeltos, sin anillos.

– Fue él quien enterró a Bigotes.

– ¿Dónde?

Stepha se encogió de hombros y se apartó el cabello del rostro con un gesto encantador, como si apartara sombras, totalmente distinto del desgarbado ademán de Havers.

– No estoy segura. Probablemente lo hizo en algún lugar de la granja.

– Pero, ¿por qué no le hicieron la autopsia al perro? – musitó Lynley.

– Supongo que no les hizo falta. Vieron claramente cómo había muerto el pobre animal.

– ¿Cómo?

– Lo degollaron, inspector.

Volvió a revisar el material, buscando las fotos. No era de extrañar que no lo hubiera visto antes. El cuerpo de Teys, tendido sobre el cadáver del perro, no permitía verlo bien. Examinó la foto.

– Ahora ve usted el problema, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Puede imaginarse a Roberta degollando a Bigotes? -Una expresión de disgusto apareció en el rostro de Stepha-. Es imposible. Lo siento, pero es totalmente imposible. Además, no se encontró ningún arma. ¡No iba a abrir la garganta del pobre animal con un hacha!

Lynley empezó a preguntarse por primera vez quién había sido exactamente el auténtico objetivo del crimen, si William Teys o su perro.

¿Y si se hubiera producido un robo en la granja? Entonces habrían tenido que silenciar al perro. Era viejo y, desde luego, incapaz de atacar a nadie, pero habría podido armar un escándalo si detectaba una presencia extraña en su territorio. Por eso habrían acabado con él. Lynley pensó que quizás no se trataba de un asesinato premeditado, sino de un delito de naturaleza totalmente distinta.