Reflexionó un momento y se llevó la mano al bolsillo.
– Dígame, Stepha, ¿quién es esta muchacha?
Le entregó la foto que había encontrado en el escritorio de Roberta cuando investigó en la granja con Havers.
– ¿De dónde diablos ha sacado esto?
– Del dormitorio de Roberta. ¿Quién es?
– Es Gillian Teys, la hermana de Roberta. -Recalcó sus palabras, dando unos golpes ligeros con un dedo a la fotografía, mirándola atentamente mientras hablaba-. Roberta debió de ocultarla a William.
– ¿Por qué?
– Porque cuando Gillian huyó de su casa, fue como si hubiera muerto para él. Tiró sus vestidos, se deshizo de sus libros e incluso destruyó todas las fotos en las que ella aparecía. Encendió una gran hoguera en medio del patio y lo quemó todo, incluso su partida de nacimiento. -Entonces, dirigiéndose más a sí misma que al inspector, preguntó-: ¿Cómo se las ingeniaría Roberta para salvar esto?
– Quizás sea más importante saber por qué lo hizo.
– Oh, eso no es ningún secreto. Roberta adoraba a Gillian, sabe Dios por qué. Gillian era el gran desastre de la familia, una muchacha salvaje. Bebía, blasfemaba y correteaba por ahí como una loca. Se lo pasaba en grande, una noche iba a una fiesta en Whitby y a la siguiente salía con algún bribón, elegía a hombres con suficiente dinero para poder divertirse. Una noche, hace unos once años, se marchó y no volvió jamás.
– ¿Se marchó o desapareció? -quiso saber Lynley.
Stepha se arrellanó en su asiento. Se llevó una mano a la garganta, pero detuvo el gesto, como si fuera a revelar demasiado.
– Se marchó -dijo en tono firme.
– ¿Por qué?
– Supongo que estaba irritada con William, el cual era bastante puritano, mientras que ella no lo era en absoluto, por lo menos desde hacía mucho tiempo. Pero Richard, su primo, probablemente podría contarle más cosas. Los dos se llevaban muy bien antes de que él se fuera a los páramos. -Stepha se puso en pie, estiró los brazos y se dirigió a la puerta, donde se detuvo-. Inspector -dijo lentamente.
Lynley alzó la vista de la fotografía, esperando que ella le dijese algo más sobre Gillian Teys. La mujer titubeó antes de preguntar-: ¿Desearía… algo más esta noche?
La luz de la sala de recepción a sus espaldas hacía brillar su cabello. Su piel parecía suave y deliciosa, su mirada era amable. Sería muy fácil, una hora de felicidad, una aceptación apasionada, un olvido simple y largamente anhelado.
– No, gracias, Stepha -se obligó a decir.
El río Kel era un afluente tranquilo, al contrario de muchos de los ríos que bajaban impetuosos de las regiones montañosas y penetraban en los pequeños valles. Serpenteaba silenciosamente a través de Keldale y fluía junto a la abadía en ruinas, camino del mar. Amaba al pueblo, lo trataba bien, pocas veces le perjudicaba con crecidas y desbordamientos. No le importaba la existencia de la hostería en su orilla, saludaba con su rumor suave al común del pueblo y escuchaba a las gentes que vivían a la vera de sus aguas.
Olivia Odell habitaba en una de tales casas, al otro lado del puente, frente a la hostería, con una vista panorámica del común y Santa Catalina. Era la mejor casa del pueblo, con un hermoso jardín delantero y una extensión de césped que descendía hacia el río.
Eran las primeras horas de la mañana cuando Lynley y Havers empujaron la puerta de la verja, pero el llanto continuado de un niño, que llegaba desde detrás de la casa, les indicó que sus habitantes ya se habían levantado, y siguieron el desolado lloriqueo hasta su origen.
La criatura, una niña, estaba sentada en los escalones traseros de la casa, acurrucada, con la cabeza apoyada en las rodillas y con una página arrugada de revista debajo de sus mugrientos zapatos. A su lado había un pato silvestre que la contemplaba comprensivo. Lo que afligía a la pequeña era el corte de pelo que acababan de hacerle, alisándoselo con brillantina. Antes era rojizo y, por el aspecto de los mechones que escapaban de su confinamiento, muy rizado. Pero ahora era feo y emitía un fuerte olor a pomada capilar barata.
Havers y Lynley intercambiaron una mirada.
– Buenos días -le saludó el inspector en tono cariñoso-. Tú debes de ser Bridie.
La niña alzó la vista, cogió la página de la revista y la apretó contra su pecho con un gesto maternal. El pato se limitó a parpadear.
– ¿Qué te ocurre? -le preguntó Lynley amablemente.
La afabilidad del tono que empleaba con ella aquel hombre alto hizo que Bridie abandonara su postura desafiante.
– ¡Me he cortado el pelo! -gimió-. Ahorré dinero para ir al salón de Sinji, pero ella dijo que no podía arreglármelo como yo quería, no quiso cortármelo y por eso me lo corté yo misma… Y ahora miren cómo me ha quedado y mamá también está llorando. Traté de alisarlo con esta pomada de Hannah, pero no hay manera.
Hipó patéticamente al pronunciar la última palabra. Lynley asintió.
– Ya veo, Bridie. La verdad es que te ha quedado bastante mal. ¿Qué clase de efecto buscabas?
Se estremeció al pensar en las púas que erizaban el pelo de Hannah.
– ¡Esto! -exclamó la pequeña, sollozando de nuevo mientras le tendía la página ilustrada.
El cogió la hoja y miró el rostro sonriente y el bonito peinado de la princesa de Gales, elegantemente ataviada con un vestido de noche negro y un collar de brillantes, sin una hebra de pelo fuera de lugar y con una sonrisa resplandeciente.
– Naturalmente -musitó Lynley.
Despojada de la foto, Bridie se consoló con la presencia de su pato, al que rodeó con un brazo, atrayéndolo a su lado.
– A ti no te importa, Dougal, ¿verdad que no? -le preguntó.
El ave replicó con un parpadeo e investigó el pelo de Bridie, en busca de sus posibilidades comestibles.
– ¿Dougal el pato? -preguntó Lynley.
– Angus McDougal McPato -respondió Bridie. Una vez efectuada la presentación formal, se limpió la nariz con la manga de su pullover andrajoso y miró temerosa por encima del hombre, hacia la puerta cerrada a sus espaldas. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla mientras proseguía-: Tiene hambre, pero no puedo entrar para darle la comida. No tengo más que estas pastillas de altea. Son todo un festín para él, pero su verdadera comida está en casa y no puedo entrar, porque mamá ha dicho que no quiere volver a verme hasta que me arregle el pelo, ¡y no se qué hacer!
La niña empezó a llorar de nuevo, con auténticas lágrimas de angustia. Al parecer, el pato se moriría de hambre -perspectiva poco probable, dado su tamaño- a menos que se pusiera rápido remedio a la situación.
Sin embargo, ese plan de ataque sería innecesario, pues en aquel momento la puerta trasera se abrió bruscamente. Desde el umbral, Olivia Odell miró a su hija, por segunda vez aquel día, y rompió a llorar.
– ¡No puedo creer que lo has hecho! ¡Es inconcebible! ¡Entra en casa y lávate la cabeza! Alzaba más la voz con cada palabra, hasta llegar a la histeria.
– Pero Dougal…
– Llévate a Dougal -dijo la mujer sollozando-. ¡Pero haz lo que te digo!
La niña cogió el pato, lo acomodó en sus bracitos y desapareció con él. Olivia sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la rebeca, se sonó y sonrió a los recién llegados.
– Qué escena tan terrible -les dijo, pero mientras hablaba empezó a llorar de nuevo y entró en la cocina, dejándoles de pie junto a la puerta trasera abierta. Se sentó a la mesa y ocultó el rostro entre las manos.
Lynley y Havers intercambiaron una mirada y, una vez tomada su decisión, entraron en la granja.
Al contrario que la granja Gembler, no había la menor duda de que aquella casa estaba habitada. El desorden de la cocina era absoluto: cacerolas y sartenes se amontonaban en los mostradores, los electrodomésticos, abiertos, esperaban que los limpiaran y las flores que las pusieran en agua, los platos se amontonaban en la fregadera.