El suelo estaba pegajoso, las paredes pedían a gritos una capa de pintura y la estancia entera hedía con el efluvio a carbón de las tostadas quemadas. La ofensiva fuente del olor yacía sobre un mostrador, y era una especie de terrón negro y húmedo que parecía como si acabaran de apagarlo con una taza de té.
Lo poco que podían ver de la sala de estar, contigua a la cocina, indicaba que su condición era más o menos la misma. Con toda evidencia, las tareas domésticas no eran el punto fuerte de Olivia Odell, como tampoco lo era la crianza de los hijos; según podía deducirse de la escena que acababan de presenciar.
– ¡No puedo controlarla! -gimió Olivia-. ¡Sólo tiene nueve años y ya está fuera de mi control!
Desgarró el pañuelo de papel, buscó otro, sin encontrarlo en su aturdimiento, y redobló su llanto.
Lynley sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.
– Gracias -dijo la mujer-. ¡Qué mañana, Dios mío!
Se sonó, se enjuagó las lágrimas, se pasó los dedos por el cabello castaño y miró su imagen reflejada en la tostadora. Gimió al verse y con sus ojos marrones inyectados en sangre se humedecieron de nuevo, pero no llegó a derramar lágrimas.
– Parece como si tuviera cincuenta años. ¡Cómo se habría reído Paul! – Entonces, de modo incoherente, añadió-: Quiere parecerse a la princesa de Gales.
– Ya lo hemos visto -respondió Lynley, impasible.
Retiró una silla de la mesa, quitó los periódicos amontonados en el asiento y se sentó. Al cabo de un momento, Havers hizo lo mismo.
– ¿Por qué? -preguntó Olivia, dirigiendo la pregunta más al techo que a sus interlocutores-. ¿Qué he hecho para que mi hija considere que la clave de la felicidad consiste en parecerse exactamente a la princesa de Gales? -Cerró el puño sobre la frente-. William habría sabido qué hacer. Sin él soy un desastre.
Lynley quería evitar un nuevo acceso de lágrimas y se apresuró a intervenir.
– Las niñas pequeñas siempre tienen a alguien a quien admirar, ¿no es cierto?
– Sí, muy cierto. -La mujer empezó a retorcer el pañuelo del inspector, formando una pequeña y patética soga. Lynley dio un respingo al verlo deformado-. Pero nunca encuentro las palabras apropiadas para ella. Todo lo que digo termina en un ataque de histeria. William siempre sabía cómo actuar. Cuando estaba aquí, todo iba a pedir de boca, pero en cuanto se marchaba empezábamos a pelearnos como el perro y el gato. ¡Y ahora él se ha ido para siempre! ¿Qué va a ser de nosotras? -Sin aguardar respuesta, prosiguió-: Es su pelo, ¿saben? Detesta ser pelirroja, no le ha gustado nunca, desde que empezó a hablar. No puedo entenderlo. ¿Por qué una niña de nueve años ha de tener un interés tan apasionado por su pelo?
– Las pelirrojas, en general, son apasionadas en todo -observó Lynley.
– ¡Oh, eso es! ¡Eso es! Stepha es exactamente igual. Se diría que Bridie es un doble suyo, no su sobrina. -Aspiró hondo y se irguió en la silla. En aquel momento se oyó ruido de pasos precipitados en la sala-. Que el Señor me de fuerzas -murmuró Olivia.
Bridie entró en la cocina, la cabeza envuelta precariamente en una toalla, y el pullover, que no se había molestado en quitarse, con las prisas por obedecer las instrucciones de su madre, completamente mojado en los hombros y la mayor parte de la espalda. La seguía el pato, que caminaba como un marinero, con una peculiar zancada oscilante.
– Está lisiado -explicó Bridie, al ver que Lynley inspeccionaba al ave-. Cuando nada, sólo gira en círculo grande, y por eso no le dejo nadar a menos que yo esté presente. Pero el verano pasado le llevamos a nadar al río. Hicimos un dique en la orilla y se divirtió mucho. Se lanzaba al agua y daba vueltas y más vueltas, ¿eh, Dougal?
El pato salvaje asintió con un parpadeo y buscó en el suelo algo que comer.
– Ven, déjame que te vea, McBride -dijo su madre.
La niña se adelantó y Olivia le quitó la toalla y examinó el desaguisado. Sus ojos se humedecieron de nuevo y se mordió el labio.
– Sólo necesita unos retoques -se apresuró a decir Lynley-. ¿Qué opina usted, sargento?
– Sí, unos retoques bastarán.
– Creo, Bridie, que será mejor que abandones esa idea de parecerte a la princesa de Gales. Ahora mismo -añadió, viendo que a la pequeña le temblaba el labio inferior-. No olvides que tienes el cabello rizado y el de ella es completamente liso. Y cuando Sinji dijo que no podía cortártelo en ese estilo, te decía la verdad.
– Pero es tan bonita… -protestó Bridie, amenazando con llorar de nuevo.
– Lo es, desde luego, pero si todas las mujeres se parecieran a ella, el mundo sería bastante extraño, ¿no crees? Hazme caso, hay muchas mujeres bonitas que no se le parecen en nada.
– ¿De veras? -Bridie volvió a mirar largamente la fotografía arrugada. Sobre la nariz de la princesa había una gran mancha.
– Puedes creer al inspector cuando dice eso, Bridie -añadió Havers, cuyo tono indicaba tácitamente el resto: “Es un experto en el tema”.
La chiquilla miró alternativamente a los agentes de Scotland Yard. Percibía corrientes subterráneas que no podía comprender.
– Bueno -dijo al fin-. Creo que he de dar de comer a Dougal.
El pato, por lo menos, pareció aprobarla.
La sala de estar era un poco mejor que la cocina. Resultaba difícil creer que una mujer y una niña pudieran producir semejante desorden. Había montones de ropa sobre las sillas, como si madre e hija estuvieran en trance de mudarse de casa, chucherías colocadas en posiciones inverosímiles, en los bordes de las mesas y los alféizares, una tabla de planchar erguida en lo que parecía ser su lugar permanente. Había un piano rodeado de partituras musicales en el suelo. Era un caos, y el polvo abundaba tanto que se notaba en el aire.
Olivia les indicó con un gesto vago dónde podían sentarse, sin que, al parecer, tuviera conciencia de lo impresentable de su vivienda, pero mientras ella misma se acomodaba miró a su alrededor y sonrió, sin esforzarse por ocultar su resignación.
– Normalmente no está todo tan mal. En los últimos tiempos…
Se aclaró la garganta y meneó la cabeza, como para poner en orden sus pensamientos. Volvió a pasarse los dedos por el cabello fino y revuelto. Era un gesto infantil, incongruente en una mujer que había dejado tan atrás la niñez. Su piel era muy suave y tenía unos rasgos delicados, pero estaba bastante envejecida, tenía arrugas y, aunque delgada, su piel carecía de elasticidad, como si hubiera perdido mucho peso con demasiada rapidez. Las mejillas y la garganta eran huesudas.
– Cuando Paul murió, no fue tan horrible como ahora -dijo de pronto-. No puedo hacerme a la idea de que William ha desaparecido, y de ese modo.
– Ha sido tan repentino -comentó Lynley-. La conmoción…
– Tal vez tenga razón. Paul, mi marido, estuvo enfermo durante varios años y tuve tiempo para prepararme. Y Bridie, claro, era demasiado pequeña para comprender. Pero William… -Hizo un esfuerzo para dominarse, los ojos fijos en la pared, erguida en su silla-. William era muy importante en nuestra vida. Las dos habíamos empezado a depender de él… y entonces murió. Pero soy egoísta al reaccionar así. ¿Cómo puedo portarme de un modo tan atroz cuando hay que pensar en Bobba?
– ¿Roberta?
Ella le miró y desvió la vista.
– Siempre venía aquí con William.
– ¿Cómo era?
– Muy tranquila y agradable. No era una chica atractiva, estaba demasiado rechoncha, ¿saben? Pero siempre era muy buena con Bridie.
– Su peso ocasionó un problema entre Richard Gibson y su tío, ¿verdad?