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Olivia frunció el ceño.

– Discutieron por eso, en la Paloma y el Silbato. ¿Quiere darnos algún detalle al respecto?

– Ah, es eso. Se lo habrá dicho Stepha. Pero eso no tiene nada que ver con la muerte de William -añadió, al ver que la sargento Havers sacaba su cuaderno de notas.

– Uno nunca puede estar seguro. ¿Nos hablará de ese asunto?

La mujer levantó una mano, como si protestara, pero la volvió a dejar sobre el regazo.

– Richard había regresado poco antes de los páramos y se encontró con nosotros en el bar. Hubo un estúpido altercado que terminó en seguida, y eso es todo.

La mujer sonrió vagamente.

– ¿Qué se dijeron?

– La verdad es que al principio no tuvo nada que ver con Roberta. Estábamos sentados juntos a una mesa y William hizo un comentario sobre Hannah, la camarera. ¿La han visto?

– Sí, anoche.

– Entonces ya saben que tiene un aspecto… diferente. William no la aprobaba en absoluto, ni tampoco le gustaba el trato que le daba a su padre, ya saben, como si la chifladura de la gente le divirtiera. William hizo un comentario, vino a decir que era un misterio para él que su padre la dejara ir por ahí vestida como una furcia. Nada realmente serio. Richard estaba un poco bebido y tenía varios arañazos en el rostro, por lo que también debía de haber discutido con su mujer. Estaba de un humor de perros. Le dijo a William que no debía ser tan necio como para juzgar por las apariencias, que un ángel podía vestir las ropas de una mujeruca y la carita más dulce disimular a una puta.

– ¿Y cómo interpretó eso William?

Ella sonrió con un rictus de fatiga.

– Como una referencia a Gillian, su hija mayor. Me temo que lo entendió así de inmediato, y exigió que Richard le diera explicaciones. Richard y Gilly habían sido grandes amigos, ¿saben? Creo que… para evitar las explicaciones… Richard desvió la conversación hacia Roberta.

– ¿Cómo?

– La puso como ejemplo de que no hay que juzgar por las apariencias. La discusión partió de ahí, claro. Richard quiso saber por qué William había permitido que Roberta llegara a un estado tan poco atractivo. William, a su vez, quiso saber qué había querido decir el otro con su insinuación acerca de Gillian. Richard exigió a William una respuesta, y éste le exigió lo mismo. En fin, esa clase de cosas.

– ¿Y entonces?

Olivia rió entre dientes, emitiendo un sonido como de un pájaro atrapado.

– Creí que iban a pelearse. Richard dijo que jamás permitiría que un hijo suyo comiera desaforadamente, arriesgándose a una muerte precoz, y que William debería avergonzarse de su actuación como padre. William se enfadó tanto que replicó que él debería avergonzarse de su papel como marido. Mencionó…bueno, hizo una referencia de mal gusto a la insatisfacción de Madeline – es la mujer de Richard, ¿la conocen? -y precisamente cuando creía que Richard podría golpear de veras a su tío, se echó a reír. Dijo que era estúpido perder el tiempo preocupándose por Roberta y nos dejó.

– ¿Y eso fue todo?

– Sí.

– ¿Qué cree usted que quiso decir Richard?

– ¿Con eso de que era estúpido preocuparse por Roberta? -Frunció el ceño, como si viera en qué dirección le encaminaba su pregunta-. Usted espera que le diga que se sentía como un estúpido porque si Roberta moría, él heredaría la granja.

– ¿Es eso lo que quería decir?

– No, claro que no. William cambió su testamento poco después de que Richard regresara de los páramos, y Richard sabía muy bien que le había dejado la granja a él, no a Roberta.

– Pero si usted y William se hubieran casado, es muy probable que hubiera vuelto a cambiar el testamento. ¿No es cierto?

Ella vio claramente la trampa que Lynley le tendía.

– Sí, pero… Sé lo que está pensando. Que si William moría antes de que nos casáramos, Richard saldría beneficiado. Pero, ¿no ocurre siempre lo mismo cuando hay una herencia en juego? Y, en general, la gente no mata sólo porque ha de heredar algo.

– Al contrario, señora Odell -objetó Lynley cortésmente-. Es algo muy habitual.

– No en este caso. Creo que… en fin, que Richard no es muy feliz, y las personas desdichadas dicen muchas cosas que no tenían intención de decir y hacen cosas que en otras circunstancias no harían, sólo para tratar de olvidar lo desgraciados que son, ¿no le parece?

Ni Lynley ni Havers replicaron de inmediato. Olivia se movió inquieta en su asiento. Les llegaba la voz de Bridie desde el exterior, llamando a su pato.

– ¿Estaba Roberta enterada de esta conversación?

– Si lo estaba, nunca lo mencionó. Cuando venía aquí, de lo que más hablaba, con esa voz grave que tiene, era de la próxima boda. Creo que estaba deseosa de que William y yo nos casáramos, de que Bridie fuera su hermana, de tener todo lo que antes había tenido con Gillian. Añoraba terriblemente a su hermana. Creo que nunca superó la huida de Gillian.

Sus dedos nerviosos encontraron un hilo suelto en el dobladillo de la falda y lo retorció compulsivamente hasta romperlo. Entonces se quedó mirándolo en silencio, como si se preguntara de qué modo había llegado a enroscarse en su dedo.

– Bobba (así es como William la llamaba siempre, y también yo lo hacía) se llevaba a Bridie para que William y yo pudiéramos estar a solas. Se iba con Bridie, Bigotes y el pato. ¿Imagina qué cuadro formaban? -Se echó a reír y se alisó las arrugas de la falda-. Iban al río, al otro lado del común, o bajaban a la abadía y merendaban allí. Siempre las dos niñas y los dos animales. Entonces William y yo podíamos hablar.

– ¿De qué hablaban?

– De Tessa, sobre todo. -Suspiró antes de continuar-: Era un problema, pero la última vez que él estuvo aquí, el día de su muerte, dijo que por fin lo había superado.

– No estoy seguro de haber comprendido -observó Lynley-. ¿Qué clase de problema? ¿Tal vez emocional? ¿No acababa de resignarse ante la muerte de Tessa?

– ¿Muerte? -preguntó, perpleja. Tessa no está muerta, inspector. Abandonó a William poco después de que naciera Roberta. El contrató a un detective para que la encontrara, a fin de lograr que la Iglesia anulara su matrimonio, y el sábado por la tarde vino para decirme que por fin la había localizado.

– En York -dijo el hombre-, y no tengo por qué decirles nada más. Todavía no me han pagado por mis servicios, ¿sabe?

Lynley apretó el auricular del teléfono. Notaba el ardor de la cólera en el pecho.

– ¿Qué le parece una orden judicial?-le preguntó en tono amable.

– Oiga, amigo, no me venga con esas puñetas…

– Le recuerdo, señor Houseman, que al margen de lo que usted pueda pensar, no es un personaje de una novela de Dashiell Hammett.

Lynley podía representarse al hombre con los pies sobre la mesa, una botella de bourbon en el cajón del archivador y pasando una pistola de una mano a la otra mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la cabeza. No andaba muy desencaminado.

Harry Houseman miró a través de la sucia ventana de su despacho, encima de la barbería Jackie, en la plaza Trinity Church de Richmond. Caía una lluvia ligera, insuficiente para limpiar la ventana pero que bastaba destacar más la suciedad, y el detective se dijo que hacía un día de perros. Se había propuesto ir en coche a la costa -una dama de Whitby estaba muy deseosa de llevar a cabo una seria investigación privada con él-, pero el mal tiempo le había puesto de mal humor. Y bien sabía Dios que en aquellos días necesitaba tener cada vez más ánimo para que su virilidad respondiera como se esperaba de él. Sonrió, mostrando un diente con una corona metálica mal engastada que daba cierto aire de pirata a su aspecto por lo demás mundano: cabello castaño mate, ojos oscuros, piel cetrina y la incongruencia de unos labios llenos, sensuales.