Jugueteaba con un lápiz muy mordisqueado sobre el escritorio lleno de muescas. Sus ojos se posaron en el rostro de expresión regañona y labios delgados de su esposa, que le miraba malhumorada desde la foto enmarcada. Estiró la mano, sin soltar el lápiz, y puso la foto boca abajo.
– Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo mutuo -dijo Houseman-. Déjeme ver, señorita Doalson. -Hizo una pausa adecuada para obtener un efecto dramático-. ¿Dispongo de tiempo para…? Bueno, cancele eso. Sin duda puede esperar hasta… -Se dirigió de nuevo a Lynley-. ¿Cómo ha dicho que se llama?
– No vamos a vernos – dijo Lynley pacientemente -. Usted va a darme la dirección en York y ése será el fin de nuestra relación.
– No veo cómo podría…
– Claro que puede -dijo Lynley fríamente-, porque, como ha dicho, todavía no le han pagado. Y para cobrar una vez se haya legalizado la propiedad de la finca, cosa que, por cierto, puede tardar años si no llegamos al fondo de este asunto, usted me dará la dirección de Tessa Teys.
Hubo una pausa, durante la cual el detective privado reflexionó.
– ¿Qué ocurre, señorita Doalson? -dijo al fin-. ¿En la otra línea? -preguntó en tono meloso-. Líbreme de él, ¿quiere? -Tras exhalar un hondo suspiro, añadió-: Veo que no es nada fácil tratar con usted, inspector. Todos tenemos que ganarnos la vida de algún modo.
– Lo sé, no le quepa duda -replicó Lynley-. ¿Me da esa dirección?
– Tendré que buscarla en mis archivos. ¿Puedo llamarle dentro de una hora más o menos?
– No.
– Me lo pone difícil.
– Voy a ir a Richmond.
– No, no, eso no será necesario. Espere un momento, amigo. -Houseman se arrellanó en su asiento y contempló el cielo gris durante un minuto. Luego abrió y cerró varios cajones del archivador, para hacer efecto -. ¿Cómo dice, señorita Doalson? No, dígale que llame mañana. No me importa que llore a mares. Hoy no tengo tiempo para él. -Cogió un block que estaba sobre la mesa-. Ah, aquí la tengo, inspector -dijo, y seguidamente le dio a Lynley la dirección-. Pero no espere que esa mujer le reciba con los brazos abiertos.
– Me tiene sin cuidado cómo me reciba, señor Houseman. Buenos…
– Pero debería importarle, inspector. Tenga cuidado. Su maridito se puso furioso cuando oyó la noticia. Creí que me estrangularía allí mismo, con que Dios sabe lo que hará cuando aparezca un inspector de Scotland Yard. Es uno de esos tipos intelectuales que habla muy bien y usa gafas gruesas, pero créame, inspector, ese hombre lleva una fiera en su interior.
Lynley entrecerró los ojos. Aquello era una maniobra experta. Quiso esquivarla, pero era inútil. Suspiró, derrotado.
– ¿De qué me está hablando? ¿Qué noticia oyó?
– La noticia sobre el primer marido, claro.
– ¿Qué está tratando de decirme, Houseman?
– Que Tessa Teys es bígama, muchacho -concluyó satisfecho Houseman-Se casó con el segundo marido sin despedirse formalmente de nuestro William. ¿Puede imaginarse la sorpresa que se llevó cuando me presenté en su casa?
La casa no correspondía en absoluto a sus expectativas. Las mujeres que abandonan a su marido y sus hijos deberían terminar de algún modo en pisos donde flotan los olores a ajo y orina, tendrían que apaciguar a diario su inquieta y pendenciera conciencia con abundantes dosis de ginebra soporífera y deberían estar demacradas, macilentas, su semblante totalmente destruido por la devastación de la vergüenza.
En cualquier caso, Lynley estaba seguro de que no deberían parecerse a Tessa Mowrey.
Había aparcado el Bentley delante de la casa, que contemplaron en silencio hasta que al fin habló Havers.
– No ha ido precisamente cuesta abajo, ¿verdad?
Habían encontrado con facilidad el barrio nuevo, de clase media, a unos kilómetros del centro de la ciudad. Era la clase de vecindario donde las casas no sólo tienen número, sino también nombre. El hogar de los Mowrey se llamaba Panorama Jorvik, y constituía la realidad concreta de todo sueño mediocre: una fachada de ladrillo, tejas rojas que formaban empinados gabletes y, a cada lado de la puerta pulimentada, sendas ventanas panorámicas que correspondían a la sala de estar y el comedor. Sobre el techo del garaje adosado, para un solo coche, había un solarium, al que se ascendía desde el primer piso superior de la casa. Fue en esa terraza donde tuvieron el primer atisbo de Tessa.
Salió por aquella puerta, el cabello rubio ondeando levemente a causa de la brisa, para regar los maceteros de crisantemos, dalias y caléndulas que formaban un muro de color otoñal contra el hierro blanco. Vio el Bentley y titubeó, con la regadera en la mano, y a la luz de la mañana tardía era como si Renoir la hubiera captado por sorpresa.
Lynley observó sombríamente que no parecía ni un día mayor que en la fotografía tomada diecinueve años antes y entronizada religiosamente en la granja Gembler.
– Para que hablen de los estragos del pecado -murmuró.
CAPÍTULO OCHO
Havers replicó:
– Quizás tiene un retrato en el desván, como Dorian Gray.
Lynley la miró sorprendido. Hasta entonces ella había puesto tanto empeño en comportarse adecuadamente, en prestar su cooperación total a cada una de sus órdenes, que aquella desviación de la norma para decir algo divertido era una agradable sorpresa.
– Bien pensado, sargento -dijo riendo-. Veamos qué tiene que decirnos la señora Mowrey.
Ella les recibió en la entrada, mirándoles con expresión confusa y, a juzgar por la velada expresión de sus ojos, un tanto aterrada. Vista de cerca parecía más una mujer que rondaba la edad mediana, pero el cabello seguía siendo de un rubio resplandeciente, la figura esbelta, la piel, algo pecosa, casi sin arrugas.
Intercambiaron saludos y Lynley le mostró su placa.
– Somos de Scotland Yard, del Departamento de Investigación Criminal. ¿Nos permite entrar, señora Mowrey?
La mujer miró el rostro severo de Havers y de nuevo al inspector.
– Desde luego.
Su voz era normal, cortés y afable, pero había en sus movimientos una rigidez, un titubeo, que sugerían emoción contenida.
Les condujo a mano izquierda, a través de una puerta abierta que daba a la sala de estar, donde hizo un gesto silencioso para pedirles que tomaran asiento. Era una habitación amueblada con gusto, con piezas de diseño moderno, de pino y nogal, que se mezclaban con los suaves colores otoñales. Desde algún lugar, no visible de inmediato, llegaba el tictac de un reloj, ligero y rápido como un pulso desbocado. Allí no se veía el desorden tumultuoso de Olivia Odell ni la precisión mecánica de la granja Gembler. Era más bien el centro de reunión de una familia que se llevaba bien, con fotografías informales diseminadas por la sala, recuerdos de viajes y varias cajas de juegos de naipes entre los libros de las estanterías.
Tessa Mowrey tomó asiento en el ángulo donde la luz era más débil. Se sentó en el borde del sillón, con la espalda erguida, las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo. Llevaba una alianza de oro. No preguntó a qué se debía la visita de Scotland Yard y siguió a Lynley con la mirada cuando éste se dirigió a la chimenea y miró las fotos exhibidas en la repisa.
– ¿Son sus hijos? -preguntó.
Eran dos, niño y niña, en fotos tomadas durante unas vacaciones familiares en Saint Ives. Reconoció la panorámica de la bahía, los edificios grises y blancos apiñados en la playa y las embarcaciones varadas con la marea baja.
– Sí -respondió ella, sin añadir nada más.
Aguardaba inmóvil lo inevitable. El silencio continuó, sin que Lynley hiciera nada por romperlo. La mujer se vio obligada a seguir hablando, por puro nerviosismo.
– ¿Les ha telefoneado Russell? -Había un deje de desesperación en su voz, un sonido apagado, como si hubiera experimentado la gama completa de la aflicción y no quedara nada en ella, ninguna emoción a la que abandonarse-Pensé que lo haría. Claro, han pasado tres semanas. Había empezado a confiar en que me castigara sólo hasta que lo hubiéramos aclarado todo. -Se movió inquieta cuando la sargento Havers sacó su cuaderno de notas-. ¿Es necesario que haga eso? -preguntó débilmente.