– Me temo que sí -replicó Lynley.
– Entonces se lo diré todo. Es lo mejor.
Bajó la vista y se apretó más las manos entrelazadas.
Lynley pensó en lo curioso que resulta que los miembros de la misma especie confíen inevitablemente en los mismos gestos para sus signos no verbales de aflicción. Llevarse una mano a la garganta, rodearse el cuerpo protectoramente con los brazos, un rápido ajuste de la ropa, un respingo para mantener a raya el golpe psíquico.
Vio que Tessa hacía acopio de fuerzas para superar aquella experiencia penosa, como si una mano pudiera dar a la otra una transfusión de valor por el sencillo procedimiento de entrelazar los dedos, y pareció lograrlo. Alzó la vista, con expresión desafiante.
– Sólo tenía catorce años cuando me casé con él. ¿Pueden comprender lo que es estar casada con un hombre que te lleva dieciséis años cuando sólo tienes catorce? Claro que no. Nadie puede comprenderlo, ni siquiera Russell.
– ¿Por qué no fue usted a la escuela?
– Fui durante un tiempo, pero lo dejé para ayudar en la granja una temporada, cuando mi padre enfermó de la espalda. Fue sólo un arreglo temporal y tenía que regresar al cabo de un mes. Marsha Fitzalan me dio trabajo para hacer en casa, de modo que no me quedase rezagada. Pero no hice nada, y entonces llegó William.
– ¿Cómo ocurrió?
– Vino a la granja para comprar un carnero y yo le acompañé a verlo. William era… muy guapo y yo una romántica. Me sentí como Cathy cuando por fin Heathcliff va a buscarla.
– Supongo que a su padre le preocuparía que su hija de catorce años quisiera casarse, y con un hombre que era mucho mayor que ella.
– Sí, tanto él como mi madre estaban preocupados, pero yo era testaruda, y William era responsable, respetable y fuerte. Creyeron que si no me dejaban casarme con él, me desmandaría y haría alguna barbaridad. Por eso dieron su consentimiento y nos casamos.
– ¿Qué le ocurrió a su matrimonio?
– ¿Qué sabe del matrimonio una niña de catorce años, inspector? -preguntó ella a su vez-. Ni siquiera sabía con certeza cómo vienen los niños al mundo cuando me casé con William. Quizás piense que una chica campesina debería ser más juiciosa, pero recuerde que pasaba la mayor parte de mi tiempo libre leyendo a las hermanas Brönte, y Charlotte, Anne y Emily eran siempre un poco vagas con respecto a los detalles. Pero lo descubrí con bastante rapidez. Gillian nació poco antes de que yo cumpliera los quince. William estaba encantado. Adoraba a la niña. Fue como si su vida empezara de nuevo en el momento en que vio a Gilly.
– Sin embargo, pasaron varios años antes de que tuvieran su segundo hijo.
– Eso fue porque Gillian hizo que cambiara todo entre nosotros.
– ¿En qué sentido?
– De algún modo ella… aquél bebé diminuto y frágil… hizo que William descubriera la religión, y ya nada fue como antes.
– No sé por qué, pero tenía la impresión de que siempre había sido un hombre religioso.
– No, no lo fue hasta que nació Gillian. Fue como si no pudiera ser un padre lo bastante bueno, como si tuviera que purificar su alma para ser digno de un hijo.
– ¿Cómo lo hizo?
Ella rió brevemente al recordarlo, pero era la suya una risa amarga y pesarosa.
– Se entregó a la Biblia, la confesión y la comunión diarias. Al cabo de un año de matrimonio, se había convertido en el fiel más devoto de Santa Catalina y era un padre excelente.
– Y usted, a sus quince años, intentó vivir con un bebé y un santo.
– Así es, exactamente, pero no tenía que preocuparme demasiado por la criatura. No tenía suficientes condiciones para cuidar de la hija de William, o quizás no era lo bastante santa, porque, en todo caso, él ya la cuidaba lo suficiente.
– ¿Qué hacía usted?
– Me refugiaba en mis libros. -Había permanecido casi inmóvil en su asiento durante los primeros momentos de conversación, pero ahora se movía inquieta, hasta que se puso en pie y cruzó la sala para mirar a través de la ventana, hacia la catedral de York que se alzaba a lo lejos. Lynley supuso que Tessa no veía la catedral, sino el pasado-. Soñaba que William se convertía en el señor Darcy, que el señor Knightlwy me cogía en brazos. Confiaba en que el día menos pensado podría encontrarme con Edward Rochester. Para ello sólo tenía que creer con la fuerza suficiente que mis sueños eran reales. -Se cruzó de brazos, como si así pudiera mantener a raya el dolor de aquella época-. Quería ser amada por encima de todo. ¡Cómo lo deseaba! ¿Puede entenderlo, inspector?
– ¿Quién no lo entendería?
– Pensé que si teníamos otro hijo, cada uno de nosotros tendría un ser especial al que amar. Por eso… seduje a William para que volviera a nuestra cama.
– ¿Para que volviera?
– Así es. Poco después de que Gilly naciera, él dejó de dormir en la cama de matrimonio. Dormía en cualquier parte, en el sofá, en el cuarto de costura, pero sin mí.
– ¿Por qué hizo eso?
– Aprovechó como excusa el hecho de que el parto de Gilly había sido muy duro para mí. No quería dejarme embarazada y que tuviera que pasar de nuevo por aquel tormento.
– Pero hay anticonceptivos…
– William es católico, inspector. Nada de anticonceptivos…
Se volvió hacia ellos. La luz de la ventana difuminaba el color de sus mejillas, borraba cejas y pestañas y hacía más profundas las arrugas desde la nariz hasta la boca. Si ella lo sabía, no hacía ningún movimiento para evitarlo y permanecía inmóvil en aquel ángulo revelador, como deseosa de mostrar su verdadera edad.
– Ahora que lo pienso -prosiguió-, creo que era el sexo y no el dejarme encinta lo que asustaba a William. Sea como fuere, finalmente logré que volviera a la cama. Y Roberta nació ocho años después de Gilly.
– Si tenía usted lo que quería… un segundo hijo a quien amar, ¿por qué se fue de casa?
– Porque empezó todo de nuevo. La pequeña no era mía más de lo que había sido Gillian. Quería a mis hijas, pero no se me permitía tratarlas a mi manera, como si no me pertenecieran. -Aunque le tembló la voz al pronunciar la última palabra, logró dominarse-. Una vez más, no me quedaba más que mis libros.
– Así que se marchó.
– Una mañana, pocas semanas después de que naciera Roberta, me desperté y comprendí con claridad que si me quedaba allí me consumiría inmediatamente. Tenía veintitrés años, dos hijas a las que no se me permitía querer a mi modo y un marido que había empezado a consultar la Biblia antes de vestirse por la mañana. Miré por la ventana, vi el camino que conducía al páramo del Alto Keel y supe que ese mismo día tomaría el portante.
– ¿Y él no intentó impedírselo?
– No. Naturalmente, yo quería que lo hiciera, pero no se opuso. Salí de aquella casa y de su vida, llevando solamente una maleta y veinticinco libras esterlinas. Me vine a York.
– ¿No fue a visitarla? ¿No intentó seguirla nunca?
Ella meneó la cabeza.
– No le dije dónde estaba. Simplemente, dejé de existir. Pero ya había dejado de hacerlo para William tantos años antes que no importaba.
– ¿Por qué no se divorció de él?
– Porque no tenía intención de volver a casarme. Vine a York con deseos de educarme, no de encontrar marido. Pensaba trabajar durante una temporada, ahorrar dinero, ir a Londres o incluso emigrar a Estados Unidos, pero mes y medio después de mi llegada a York, todo cambió. Conocí a Russell Mowrey.
– ¿Cómo se conocieron?
Ella sonrió al recordar.
– Vallaron parte de la ciudad cuando empezaron las excavaciones en busca de restos de los vikingos.