– No exactamente, Havers. Esperó ocho años antes de irse de casa.
– ¡No iba a hacerlo cuando sólo tenía ocho años de edad! Se tomó su tiempo, pero probablemente odiaba a Roberta desde el principio, por haberle robado a su papá.
– Eso no tiene sentido. Primero dice usted que Gillian se marchó porque no podía aguantar el fanatismo religioso de su padre, y luego dice que se fue de casa porque no quería a Roberta. ¿En qué quedamos? O bien quiere a su padre y desea ser de nuevo su favorita, o no puede soportar la devoción religiosa de ese hombre y cree que ha de huir. No puede tratarse de las dos cosas.
– ¡No es tan sencillo! -protestó ella-. En estas cuestiones nunca se elige entre blanco o negro.
Lynley la miró asombrado, ante la agresividad de su tono.
– Barbara…
– ¡Lo siento! Estoy volviendo a las andadas. Nunca puedo controlar mis impulsos a tiempo…
– Barbara -la interrumpió él con firmeza.
Ella miró fijamente hacia delante.
– A sus órdenes, señor.
– Estamos comentando el caso, no argumentando ante un tribunal de justicia. Tener opinión está bien y, de hecho, deseo que la tenga. La verdad es que siempre me ha resultado muy útil comentar un caso con otra persona.
Pero era mucho más que eso, era discutir, reír, oír decir a la dulce voz: “Oh, crees estar en lo cierto, Tommy, pero te demostraré que te equivocas”. Sintió que la soledad le envolvía como un sudario frío y húmedo.
Entre ellos se produjo un largo silencio. Como no sonaba ninguna música en el interior del coche, la tensión aumentaba por momentos.
– No se qué me ocurre -dijo Havers por fin-. Me meto en la refriega y olvido lo que estoy haciendo.
– Comprendo.
Lynley no insistió en el asunto y sus ojos siguieron la línea serpenteante de los muros de piedra al pie de la colina que se alzaba al otro lado del valle. Se puso a pensar en Tessa. Sabía que no estaba bien preparado para comprenderla. Nada en la vida que había llevado en Cornualles y Howenstow, en Oxford y Belgravia, incluso en Scotland Yard, explicaba la escasez de experiencias vitales en una granja remota que llevaría a una niña de catorce años a creer que su único futuro estaba en el matrimonio inmediato. Y, no obstante, sin duda ése era el fundamento de lo que había sucedido. Ninguna interpretación romántica de los hechos conocidos -ninguna reflexión sobre Heathcliff, por adecuada que fuera- podía ocultar la explicación real. La fatiga y el hastío de las semanas en las que se vio obligada a permanecer en casa y ayudar en las tareas de la granja, habían posibilitado que un campesino de Yorkshire, un hombre sencillo y primario, pareciera cautivador en comparación. Así, no hizo más que librarse de una trampa para caer en otra, se casó a los catorce años y antes de cumplir los quince era madre. ¿Acaso cualquier mujer no habría querido huir de semejante vida? Pero, en ese caso, ¿por qué volvió a casarse con tanta rapidez? Como si no estuviera dispuesta a dejar que el silencio continuara, Havers interrumpió sus pensamientos. Había en su voz una nota de apremio que llamó la atención de Lynley, el cual, al mirarla, vio que tenía la frente perlada de diminutas gotas de sudor y que tragaba saliva.
– Lo que no entiendo es ese santuario de Tessa. Abandona a su marido, aunque al parecer tenía todos los motivos para hacerlo, y él construye una especie de Taj Mahal fotográfico en un rincón de la sala.
– ¿Cómo sabemos que fue William quien instaló ese santuario? -inquirió Lynley.
– Podría haberlo hecho cualquiera de las dos niñas -sugirió ella.
– ¿Usted qué cree?
– Tuvo que ser Gillian.
– ¿Como un acto de venganza? ¿Un pequeño recordatorio cotidiano para William de que mamá había huido? ¿Un pequeño cuchillo clavado entre las costillas desde que empezó a mostrar preferencia por Roberta?
– Sí, tenía sus motivos para hacer una cosa así.
Avanzaron varios kilómetros antes de que Lynley hablara de nuevo.
– Ella podría haberlo hecho, Havers. Algo me dice que estaba lo bastante desesperada para ello.
– ¿Se refiere a Tessa?
– Russell se había ido aquella noche. Ella dice que tomó aspirinas y se acostó, pero nadie puede atestiguarlo. Podría haber ido a Keldale.
– ¿Y por qué mataría al perro?
– El animal no la reconocería. No estaba allí diecinueve años atrás. Para él, Tessa era una desconocida.
Havers frunció el ceño.
– Pero ¿decapitar a su primer marido? Habría sido mucho más fácil divorciarse de él.
– No para una católica.
– De todos modos, Russell me parece un candidato mucho más apropiado. ¿Quién sabe adónde fue? -Lynley no dijo nada y ella inquirió-: ¿Señor?
Lynley titubeó, mirando la carretera con más atención de la necesaria.
– Creo que Tessa está en lo cierto. Ese hombre está en Londres.
– ¿Cómo puede estar seguro de ello?
– Porque creo haberle visto, Havers. En el Yard.
– Entonces fue a denunciarla. Supongo que ella sabía desde el principio que lo haría.
– No, no lo creo.
Havers ofreció una nueva posibilidad.
– También tenemos a Ezra.
Lynley sonrió.
– ¿Porque discutió con William y éste le rompió sus acuarelas? Sí, eso podría ser un motivo de asesinato. No creo que un artista se tome a la ligera que alguien destroce su obra.
Havers abrió la boca, pero reflexionó un momento antes de hablar.
– Pero William no estaba en pijama.
– Sí que lo estaba.
– No, llevaba una camisa de dormir. ¿Recuerda? Niguel dijo que sus piernas le recordaban a un gorila. ¿Qué hacía enfundado en una camisa de dormir? Aún había luz, no era hora de ir a la cama.
– Tal vez se estaba cambiando para la cena. Está en su habitación, mira por la ventana, ve que Ezra ha invadido su propiedad y va corriendo a pararle los pies.
– Supongo que podría haber sido así.
– ¿De qué otro modo podría haber sido?
– A lo mejor estaba haciendo ejercicio.
– ¿Flexiones en ropa interior? No es probable.
– Quizás estaba con Olivia…
Lynley volvió a sonreír.
– No lo creo, si es cierto lo que sabemos de él. William parece un hombre muy puritano y no tendría ninguna relación íntima con Olivia antes de casarse.
– ¿Y qué me dice de Nigel Parrish?
– ¿Qué ocurre con él?
– Lleva el perro a la granja porque le apena que se extravíe, como un miembro honorario de la Sociedad Protectora de Animales. ¿No le parece un tanto rara esa historia?
– Sí que me lo parece, pero ¿cree de veras que Parrish estaría dispuesto a mancharse las manos con la sangre de William Teys? Por no mencionar la cabeza rodando por el suelo del establo.
– Sinceramente, creo que se desmayaría al ver una cosa así.
Ambos se echaron a reír. Por primera vez establecían una comunicación entre ellos, pero cesó casi de inmediato y se produjo un silencio incómodo, al darse cuenta súbitamente de que podrían llegar a hacerse amigos.
La decisión de ir al manicomio de Barnstingham se debió a la creencia de Lynley de que Roberta tenía todas las cartas del juego que estaban jugando: la identidad del asesino, el motivo del crimen y la desaparición de Gillian Teys. Hizo las gestiones por teléfono desde York, y ahora aparcaba ante el edificio y se volvía hacia Barbara, ofreciéndole su pitillera de oro.
– ¿Un cigarrillo?
– No, gracias, señor.
El inspector asintió, mirando el imponente edificio. Se volvió hacia ella.
– ¿Prefiere esperar aquí, sargento? -le preguntó mientras encendía el cigarrillo con un encendedor de plata, que guardó despaciosamente junto con la pitillera.
Ella le dirigió una mirada especulativa.
– ¿Por qué?
El inspector se encogió de hombros, pero ella creyó percibir algo bajo el gesto informal.