– No es una mala foto. -Dio un paso atrás para admirar su obra-. Le he cosido que es un primor.
– ¡Por Dios! -estalló Hillier-. ¡Eres un necrófago, hombre! ¡Por lo menos ten la decencia de quitarte esa sucia bata cuando entres aquí! ¿Es que no tienes sentido común? ¡Hay mujeres en estos departamentos!
Edwards parecía escucharle atentamente, pero su mirada se deslizaba sobre el comisario jefe, deteniéndose más tiempo en el cuello carnoso que se expandía sobre el cuello de la camisa y el espeso cabello que a Hillier le gustó llamar en otro tiempo leonino. Edwards se encogió de hombros e intercambió con Webberly una mirada de comprensión mutua.
– Es todo un caballero -comentó antes de abandonar la habitación.
– ¡Hay que despedir a ese tipo! -gritó Hillier cuando la puerta se cerró tras el patólogo.
Webberly se echó a reír.
– Anda, David, vamos a tomar un jerez. La botella está en el armario, a tus espaldas. Ninguno de nosotros debería estar aquí en sábado.
Dos copas de jerez paliaron considerablemente la irritación de Hillier con el patólogo. Estaba ante la pared, mirando detenidamente las trece fotografías.
– Esto es un maldito lío – observo sobriamente-. Victoria, King’s Cross, Waterloo, Liverpool, Blackfriars, Paddington. ¡Maldita sea, por qué no lo hará al menos por orden alfabético!
– Los maníacos suelen carecer con frecuencia del toque organizativo -respondió Webberly plácidamente.
– Ni siquiera sabemos cómo se llamaban cinco de estas víctimas -se quejó Hillier.
– Siempre les quitan los documentos de identidad, lo mismo que el dinero y la ropa. Si no hay ningún informe de personas desaparecidas, empezamos con las huellas. Ya sabes lo lento que es ese procedimiento, David. Hacemos cuanto podemos.
Hillier se dio la vuelta. Lo único que sabía con certeza era que Malcolm siempre haría cuanto estuviera en su mano y permanecería silenciosamente en segundo término cuando se repartieran los honores.
– Lo siento. ¿Estaba echando espuma por la boca?
– Un poco.
– Como de costumbre. Volvamos a esa nueva querella entre Nies y Kerridge. ¿De qué se trata?
Webberly echó un vistazo a su reloj.
– Una discusión por otro asesinato en Yorksire, nada menos. Envían a alguien con los datos. Un sacerdote.
– ¿Un sacerdote? Dios mío… ¿Qué clase de caso es este?
Webberly se encogió de hombros.
– Evidentemente, es la única persona en la que Nies y Kerridge se pusieron de acuerdo para que nos trajera la información.
– ¿Y por qué motivo?
– Parece ser que él encontró el cadáver.
CAPÍTULO DOS
Hillier se acercó a la ventana de la oficina. El sol de la tarde iluminó su cara, resaltando arrugas que reflejaban muchas noches sin dormir y un rostro grueso y sonrosado que evidenciaba demasiada comida y vino de Oporto.
– Pero esto es totalmente irregular. ¿Es que Kerridge se ha vuelto loco?
– Eso es lo que Nies afirma durante años.
– Pero hacer que la primera persona que aparece en escena… ¡Y ni siquiera un policía! ¿En qué puede pensar ese hombre?
– En que un sacerdote es la única persona en la que ambos pueden confiar. -Webberly consultó de nuevo su reloj-. Deberá llegar de un momento a otro. Por eso te he pedido que bajaras.
– ¿Para que escuche el relato de un sacerdote? Desde luego, ese no es tu estilo.
Webberly movió lentamente la cabeza. Había llegado a la parte difícil.
– La verdad es que no se trata de escuchar el relato, sino el plan.
– Estoy intrigado. -Hillier se fue a servir otra copa de jerez y ofreció la botella a su amigo, el cual hizo un gesto de rechazo. Volvió a su asiento, y cruzó las piernas con cuidado, para no estropear la fina raya de sus pantalones-. ¿El plan?
Webberly removió un rimero de expedientes sobre su mesa.
– Me gustaría que Lynley trabajara en este caso.
Hillier enarcó una ceja.
– ¿Lynley y Nies para un segundo asalto? ¿Es que no has tenido ya bastantes líos con esas combinaciones, Malcolm? Además, Lynley no está en la lista rotatoria este fin de semana.
– Eso puede arreglarse. -Webberly titubeó, se hizo un silencio-. Me tienes aquí pendiente, David -dijo al fin.
Hillier sonrió.
– Perdona. Esperaba a ver cómo ibas a solicitarla.
– Puñetero -dijo Webberly en voz baja-. Me conoces demasiado bien.
– Digamos que te conozco bastante bien para saber que eres más justo de lo que te conviene. Permíteme que te de un consejo, Malcolm. Deja a Havers donde la pusiste.
Webberly dio un respingo y ahuyentó una mosca inexistente.
– Me remuerde la conciencia.
– No seas necio, o lo que es peor, no seas un tonto sentimental. Barbara Havers ha demostrado que es incapaz de hacer algo de provecho como agente de paisano. Hace ocho meses volvió a ponerse el uniforme y se desenvuelve mucho mejor. Déjala.
– No la puse a prueba con Lynley.
– ¡Tampoco la pusiste a prueba con el Príncipe de Gales! Entre tus responsabilidades no figura la de ir cambiando de sitio a los sargentos detectives hasta que encuentren un bonito rincón donde puedan envejecer felizmente. Eres responsable de que el trabajo duro salga adelante, y no es un trabajo que pueda hacerse con un personal como Havers. ¡Tienes que admitirlo!
– Creo que la experiencia le ha enseñado.
– ¿Qué le ha enseñado? ¿Que ser una lagarta truculenta y testaruda no facilita precisamente la promoción?
Webberly dejó que las palabras de Hillier abrasaran el aire entre ellos.
– Ese ha sido siempre el problema, ¿no? -dijo al fin.
Hillier reconoció una penosa resignación en el tono de su amigo. Ese era realmente el problema: avanzar por el escalafón. Pensó que había dicho una estupidez.
– Disculpa, Malcolm. -Terminó plácidamente el jerez, lo cual le dio algo que hacer en vez de mirar el rostro de su cuñado-. Te mereces mi puesto. Ambos lo sabemos, ¿no es cierto?
– No seas absurdo.
Pero Hillier se puso de pie.
– Llamaré a Havers.
La sargento detective Barbara Havers salió del despacho del comisario jefe, pasó rígidamente ante la secretaria de éste y se dirigió al pasillo. Estaba lívida de ira.
¿Cómo se atrevían a hacerle una cosa así? Pasó por el lado de un empleado, sin detenerse cuando a éste se le cayeron al suelo los expedientes que llevaba y se esparcieron. Ella siguió su camino, pisoteándolos. ¿Con quién creían que estaban tratando? ¿La consideraban tan estúpida como para no darse cuenta de la estratagema? ¡Les mandaría a paseo!
Parpadeó y se dijo para sus adentros que no lloraría, no levantaría la voz, no reaccionaría. El letrero de SEÑORAS apareció como un milagro ante ella, y entró en el servicio. Allí no había nadie más y hacía fresco. ¿Era real el calor que había sentido en la oficina de Webberly, o quizás la cólera la había acalorado? Se aflojó el nudo de la corbata y se acercó al lavabo. El agua fría brotó del grifo bajo sus dedos temblorosos, mojando la falda del uniforme y la blusa blanca. Era lo único que le faltaba.
– Eres una burra -espetó a su imagen reflejada en el espejo-. ¡una burra fea y estúpida! -No lloraba con facilidad, por lo que las lágrimas le parecieron cálidas y amargas, con un sabor y una sensación extraños mientras le recorrían las mejillas, formando riachuelos sobre su rostro sin atractivo-. Eres todo un caso, Barbara. ¡Valiente facha la tuya!
Sollozando, se apartó del lavabo y apoyó la cabeza en las frías baldosas de la pared.
Barbara Havers era una treinteañera carente de encantos, y no parecía tener ningún interés en mejorar su aspecto. Su cabello era sedoso, brillante, castaño claro, y podría haber adaptado el estilo de peinado a la configuración de su rostro, pero lo llevaba cortado de un modo imperdonable, justo por debajo de las orejas, como si se cubriera la cabeza con un cuenco demasiado pequeño para moldearlo. No usaba maquillaje. Las cejas espesas, sin arreglar, resaltaban la pequeñez de sus ojos en vez de subrayar su expresión de inteligencia. La fina boca, jamás adornada por el rojo de labios, estaba siempre fruncida, en un mohín de desaprobación, producía el efecto de una mujer rolliza, robusta y totalmente inabordable.