– Parece tener los huesos molidos. Creo que le iría bien descansar un poco.
– Si hablamos de cansancio, usted parece a punto de desplomarse en cualquier momento. ¿Por qué quiere que me quede aquí?
El se miró en el retrovisor. El cigarrillo le colgaba de los labios y entrecerraba los ojos para evitar el humo.
– Qué facha tengo -comentó, y dedicó unos instantes a mejorar su aspecto: enderezó el nudo de la corbata, se examinó el cabello y se sacudió una pelusa inexistente de las solapas. Ella esperaba. Finalmente sus ojos se encontraron.
– Ayer se puso un poco nerviosa en la granja -le dijo sinceramente-. Me temo que lo que vamos a encontrar aquí será mucho peor.
Por un momento ella no pudo apartar los ojos de los del inspector, pero se sobrepuso y abrió la portezuela.
– Puedo enfrentarme a lo que sea, señor -dijo abruptamente, y bajó del coche.
– La hemos mantenido en confinamiento -le decía el doctor Samuels a Lynley, mientras recorrían una galería transversal que atravesaba el edificio de este a oeste.
Barbara seguía tras ellos, aliviada al descubrir que Barnstingham no era exactamente como había imaginado cuando oyó por primera vez la palabra “manicomio”. En realidad, el edificio de estilo barroco inglés, construido sobre unos ejes transversales, apenas parecía un sanatorio. Habían penetrado por un vestíbulo que tenía la altura de dos pisos, con pilastras aflautadas que se alzaban de unas peanas adosadas a las paredes. La luz y el color eran los elementos esenciales, pues la estancia estaba pintada con una sedante tonalidad de color melocotón, las molduras decorativas eran blancas, la alfombra mullida era de un color rojizo como de orín, y mientras los retratos colgados de los muros eran oscuros y severos, de la escuela flamenca, sus personajes se las ingeniaban para parecer que pedían disculpas por esa circunstancia.
Todo esto era un alivio, pues en cuanto Lynley mencionó la necesidad de ver a Roberta, de acudir allí, Barbara se había sentido acobardada, había vuelto a experimentar aquel pánico extraño e insidioso, cosa que a Lynley no le había pasado inadvertida. Al condenado no se le escapaba ni una.
Ahora, dentro del edificio, se sentía más serena, y la sensación de seguridad se afianzó cuando cruzaron el vestíbulo e iniciaron su recorrido por la galería. Allí, los paisajes de Constable y los jarrones con flores frescas hacían olvidar la clase de establecimiento donde uno se encontraba. Llegaba desde lejos un sonido de música y cánticos.
– Es el coro -explicó el doctos Samuels-. Vengan por aquí.
El mismo Samuels había sido una sorpresa. Fuera del sanatorio, Barbara nunca habría adivinado su profesión. La palabra “psiquiatra” evocaba en ella imágenes de Freud: un rostro victoriano barbado, un cigarro puro entre los dientes y unos ojos de mirada especulativa. Pero Samuels tenía el aspecto de un hombre que se sentía más a sus anchas a lomos de caballo o caminando por los páramos que sondeando psiquis turbadas. Era apuesto, ágil y estaba bien rasurado. A Barbara le pareció que tendía a ser poco paciente con cualquiera cuya inteligencia fuese inferior a la suya. Probablemente también era una fiera en la pista de tenis.
Había empezado a sentirse totalmente cómoda en el sanatorio cuando el doctor Samuels abrió una puerta estrecha -era curioso cómo la habían ocultado mediante unos paneles- y les hizo pasar a una nueva ala del edificio. Aquél era el pabellón cerrado, y su aspecto y olor eran exactamente tal como Barbara había supuesto que serían. El alfombrado era de un color marrón muy oscuro, las paredes tenían el de la arena tostada por el sol, sin adornos y con puertas que tenían unas pequeñas ventanas al nivel de los ojos. Flotaba en la atmósfera ese olor medicinal de antisépticos, detergentes y fármacos. Se oía un tenue sonido quejumbroso de procedencia indeterminada. Podría ser el viento o cualquier otra cosa.
Barbara pensó que aquél era el sitio para los psicóticos, las muchachas que decapitan a su padre, las asesinas.
– Desde su declaración inicial no ha vuelto a decir nada -le decía el doctor Samuels a Lynley-. No es catatónica. Creo que se ha limitado a decir lo que deseaba. -Echó un vistazo a una tablilla que llevaba consigo-: “Yo lo he hecho y no lo siento”. Es lo que dijo el día que encontraron el cadáver. No ha dicho nada más desde entonces.
– ¿No hay ninguna causa médica? ¿La han examinado?
El doctor Samuels apretó los labios, ofendido. Estaba claro que aquella intrusión de Scotland Yard bordeaba el insulto, y si tenía que dar información, sería la mínima posible.
– Ha sido examinada y no ha sufrido ningún ataque de apoplejía o parálisis. Puede hablar perfectamente, pero prefiere no hacerlo.
Si le molestó el tono desabrido con el que le había respondido el médico, Lynley no lo reveló. Estaba acostumbrado a tropezar con actitudes como la del psiquiatra, con las que proclamaban que los policías eran antagonistas a quienes había que poner obstáculos, más que aliados a los que prestar ayuda. Avanzó más despacio y le habló al doctor Samuels sobre las provisiones escondidas de Roberta. Esto, por lo menos, llamó la atención del hombre. Cuando habló, sus palabras estaban en la frontera entre la frustración y la reflexión profunda.
– No sé qué decirle, inspector. Como usted supone, el almacenamiento de comida podría obedecer a un impulso compulsivo. Podría ser un estímulo o una respuesta, o quizás una fuente de gratificación o una forma de sublimación. Hasta que Roberta esté dispuesta a decirnos algo, podría obedecer a cualquier cosa.
Lynley cambió de tema.
– ¿Por qué la encerró aquí cuando estaba bajo custodia de la policía de Richmond? ¿No es eso un poco irregular?
– No lo es cuando la persona responsable firma el volante de ingreso -replicó el doctor Samuels-. Este es un sanatorio privado.
– La persona responsable… ¿Fue el comisario Nies?
Samuels meneó la cabeza con impaciencia.
– No, señor. Aquí no ingresamos pacientes al azar, sólo porque los trae la policía. -Examinó el expediente de Roberta-. Vamos a ver… Fue Gibson, Richard Gibson, que dice ser su pariente más próximo. Fue quien obtuvo el consentimiento del juez y cumplimentó los papeles.
– ¿Richard Gibson?
– Ese es el nombre que figura en el volante de ingreso, inspector -replicó Samuels-. La trajo aquí para que la tratemos hasta que se celebre el juicio. La chica está sometida a terapia intensiva. Todavía no hemos constatado ningún progreso, pero eso no quiere decir que no vaya a haberlo.
– Pero ¿por qué motivo Gibson…? -Lynley hablaba más para sí mismo que para los demás, pero Samuels, creyendo quizás que se dirigía a él, siguió hablando.
– Al fin y al cabo era su primo. Y cuanto antes se reponga Roberta, antes tendrá lugar el juicio. A menos que sea declarada legalmente incapacitada…
– En cuyo caso -concluyó Lynley, mirando sombríamente al médico-, permanecerá aquí encerrada durante toda su vida, ¿verdad?
– Hasta que se recupere. -Samuels les condujo a una pesada puerta, con un gran cerrojo-. Está ahí dentro. Es una pena que haya de estar sola, pero dadas las circunstancias…
El médico hizo un vago gesto con las manos, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
– Tienes visita, Roberta -anunció.
Lynley había elegido Romeo y Julieta de Porkifiev, y la música empezó a sonar casi en el mismo momento en que puso en marcha el coche. Barbara se sintió aliviada. Que la música de violines, violoncelos y violas se llevara en volandas el pensamiento y el recuerdo, que se lo llevara todo y no existiera nada más que el sonido, para no tener que pensar en la muchacha que había visto en la habitación y, lo que era más amedrentador, en el hombre que viajaba a su lado.
Aunque miraba al frente, podía ver sus manos en el volante, su vello dorado, más claro aún que el cabello, podía ver cada dedo y percibir su movimiento mientras conducía de regreso a Keldale.