Cuando se inclinó para modular el sonido, ella pudo ver su perfil. Tenía un bronceado muy ligero, que contrastaba con el color del pelo y de los ojos. La nariz era recta, clásica, y la línea de la mandíbula firme. Su rostro reflejaba claramente una fuerza interior tremenda, un carácter con recursos que escapaban a su comprensión.
¿Cómo había podido hacerlo?
La muchacha estaba sentada junto a la ventana, pero no miraba al exterior, sino a la pared, con extraña fijeza. Era una chica desmañada, muy alta y pesada. Estaba sentada en un taburete, con la espalda encorvada, en una postura que le daba un aire de derrota, y se balanceaba.
– Hola, Roberta. Me llamo Thomas Lynley y he venido para hablar contigo de tu padre.
La muchacha continuó su balanceo. Sus ojos no miraban ni veían nada. Si oía lo que le decían, no daba muestras de ello.
Tenía el cabello sucio y maloliente, peinado hacia atrás y recogido con una goma elástica, pero algunos mechones se habían escapado y le colgaban rígidos, rozando los pliegues carnosos del cuello, en el que un único adorno, una fina cadena de oro, parecía incongruente.
– El padre Hart fue a Londres, Roberta, y nos pidió que te ayudáramos. Está convencido de que no has hecho daño a nadie.
La muchacha no reaccionó. Su rostro redondo, con las mejillas y el mentón lleno de granos, carecía de expresión. La piel abotargada se extendía sobre capas de grasa que mucho tiempo atrás había difuminado las facciones, y ahora parecía de pasta grasienta y sucia.
– Hemos hablado con muchas personas en Keldale. Hemos visto a tu primo Richard, a Olivia y Bridie. Bridie se cortó el pelo, Roberta, y ha hecho un estropicio. Quería parecerse a la princesa de Gales. Su madre estaba muy enojada por ello. Nos dijo que siempre habías sido muy buena con Bridie.
Lynley no obtuvo ninguna respuesta. Roberta llevaba una falda demasiado corta que revelaba unos muslos blancos y fofos, salpicados de pústulas rojizas, cuya carne temblaba al balancearse. Calzaba unas zapatillas, pero eran pequeñas y sobresalían de ellas unos dedos gruesos como salchichas, con las uñas largas y curvadas.
– Hemos ido a la casa. ¿Has leído todos esos libros? Stepha Odell nos dijo que los has leído todos. Ha sido una sorpresa ver una cantidad tan grande de volúmenes. También vimos las fotografías de tu madre. Era muy guapa, ¿verdad?
El silencio siguió a estas palabras. Los brazos de la muchacha colgaban a los costados. Sus pechos enormes tensaban el tejido barato de la blusa, cuyos botones apenas podían mantenerse en su sitio mientras proseguía la presión del balanceo y cada movimiento hacía que la carne se moviera de un lado a otro en una pavana reverberante.
– Puede que esto sea un poco duro para ti, Roberta, pero hoy hemos visto a tu madre. ¿Sabes que vive en York? Allí tienes un hermano y una hermana. Nos dijo cuánto os quería tu padre a ti y a Gillian.
El movimiento cesó, no hubo ningún cambio en la expresión del rostro, pero empezaron a fluir las lágrimas, unos silenciosos y feos riachuelos de dolor callado que avanzaban entre los pliegues de grasa y escalaban los picos de acné. Pronto los mocos acompañaron a las lágrimas. Empezaron a descender desde la nariz, como un cordón viscoso, le tocaron los labios y se arrastraron hacia el mentón.
Lynley se agachó ante ella. Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco e impecable y limpió el rostro de Roberta. Luego le cogió la mano gruesa e inerte y la apretó con firmeza.
– Escucha, Roberta -le dijo, pero ella no respondió-. Encontraré a Gillian.
Se puso en pie, dobló el elegante pañuelo, decorado con un monograma, y se lo guardó.
Barbara recordó las palabras de Webberly: “Puede aprender mucho trabajando con Lynley”.
Ahora lo sabía. No podía mirarle, no se atrevía a afrontar su mirada. Sabía lo que descubriría en sus ojos, y pensar en la ligereza con que le había considerado un esnob de la clase alta le hizo estremecerse.
Era el hombre que bailaba en los clubes nocturnos, que dispensaba favores sexuales, que siempre estaba de juerga, que se movía como pez en el agua en un mundo dorado de riqueza y privilegios…
Nunca habría creído que detrás de todo eso hubiera un hombre como el que acababa de ver.
Lynley salió limpiamente del molde que ella había creado y lo destruyó totalmente sin volver la vista atrás. De algún modo, Barbara tenía que hacerle encajar de nuevo en ese molde, pues, si no lo hacía, los fuegos de su interior que durante tantos años la habían mantenido viva se extinguirían rápidamente. Y entonces, lo sabía muy bien, moriría en el frío.
Tal era el pensamiento con el que llegó a Keldale, ansiosa por huir de él. Pero cuando el Bentley tomó la última curva antes de entrar en el pueblo, Barbara supo de inmediato que no habría ninguna posibilidad de huida rápida, pues Nigel Parrish y otro hombre discutían con violencia en el puente, en la misma calzada por donde había de pasar el coche.
CAPÍTULO NUEVE
La música de órgano parecía surgir de los mismos árboles, aumentaba en crescendos, se diluía y volvía a rugir, con una combinación barroca de acordes, pausas y floreos que hacía pensar a Lynley que en cualquier momento el fantasma llegaría columpiándose en las grandes arañas de la ópera. Cuando apareció el Bentley, los dos hombres que discutían se separaron, el desconocido gritó una última imprecación violenta a Nigel Parrish antes de irse hacia la parte alta del pueblo.
– Creo que voy a tener una charla con nuestro Nigel -observó Lynley-. No es necesario que venga, Havers. Vaya a descansar un poco.
– Puedo perfectamente…
– Es una orden, sargento.
– Sí, señor – dijo ella, maldiciéndole para sus adentros.
Lynley esperó hasta que Havers entró en la hostería y retrocedió a través del puente hasta la casa pequeña y extraña que se levantaba en el extremo del común y cuya estructura era muy curiosa. La fachada del edificio estaba cubierta por celosías cuajadas de rosas, las cuales, sin ningún obstáculo a su crecimiento, se extendían exuberantes hacia las estrechas ventanas a cada lado de la puerta. Las flores trepaban por la pared, coronaban majestuosamente el dintel y ascendían para aposentarse en el tejado. Formaban un manto de color intenso, rojo como la sangre, y llenaban la atmósfera de un aroma tan denso que llegaba a ser enfermizo. El efecto que producían estaba a un paso de la obscenidad.
Nigel Parrish ya había entrado, y Lynley le siguió, deteniéndose junto a la puerta abierta para examinar el interior. La fuente de la música que seguía envolviéndole era un sistema de audición casi increíble. En cada uno de los cuatro rincones había un amplificador enorme, que creaba un vórtice de sonido en el centro. Aparte de un órgano, un magnetófono, un receptor de radio y un tocadiscos, no había nada en la estancia salvo una alfombra deshilachada y unas sillas viejas.
Parrish apagó el magnetófono, rebobinó la cinta, la extrajo del aparato y la guardó en su estuche. Hizo todo esto con lentitud, haciendo cada movimiento con una precisión por la que Lynley supo que era consciente de su presencia en la puerta.
– Señor Parrish…
El hombre se volvió en redondo, al parecer sorprendido. Una sonrisa apareció en su rostro, pero no pudo ocultar el hecho de que le temblaban las manos. Parrish pareció percatarse de ello al mismo tiempo que Lynley, pues se apresuró a meterlas en los bolsillos de sus pantalones de tweed.
– ¡Hola, inspector! Ha venido a visitarme. Siento que haya presenciado esa desagradable escena con Ezra.
– De modo que ese hombre era Ezra.
– Así es, el rubio y almibarado Ezra. -El esfuerzo que hacía para sonreír resultaba patético-. El querido muchacho creyó que la “licencia artística” le daba permiso para entrar en mi jardín trasero y estudiar los efectos de la luz en el río. ¿Ve usted qué descaro? Aquí estaba yo, afinando mi psique con la música de Bach, cuando miré por la ventana y le vi instalándose con sus trastos. Intolerable, vamos.