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– Y ya es un poco tarde para ponerse a pintar -observó Lynley, acercándose a la ventana. Desde allí no se veía el río ni el jardín. Reflexionó en la naturaleza de la mentira de Parrish.

– Bueno, quién sabe lo que piensan esos grandes magos del pincel – dijo Parrish jovialmente-. ¿Acaso Whistler no pintaba el Támesis en plena noche?

– No estoy seguro de que Ezra Farmington pertenezca a la liga de Whistler.

Lynley observó cómo Parrish sacaba un paquete de cigarrillos y procuraba encender uno, operación que dificultaba el temblor de sus dedos. Cruzó la habitación y ofreció al otro la llama de su encendedor.

Los ojos de Parrish se encontraron con los suyos y quedaron ocultos por un velo de humo.

– Gracias -le dijo-. Lamento que haya visto ese estúpido espectáculo. En fin, no le he dado la bienvenida a la Villa Rosa. ¿Una copa? ¿No? Espero que no le importe si yo tomo un trago.

Entró en una habitación contigua y al poco se oyó un tintineo de cristal. Hubo una larga pausa, seguida nuevamente por el sonido de botellas y vasos, y Parrish apareció provisto de un vaso que contenía una respetable cantidad de whisky. Lynley especuló que debía de ser el segundo o tercero.

– ¿Por qué va a beber a la Paloma y el Silbato?

Esta pregunta cogió desprevenido a Parrish.

– Tenga la bondad de sentarse, inspector. Yo necesito hacerlo, y la idea de que usted esté en pie, por encima de mí como Némesis en persona, me atemoriza.

Lynley pensó que esto era una excelente táctica dilatoria, pero un juego en el que podían participar fácilmente dos personas. Se acercó al estéreo y pasó un rato haciendo inventario de las cintas de Parrish, una notable colección de Bach, Chopin, Verdi, Vivaldi y Mozart, así como una adecuada representación de músicos modernistas. Era evidente que Parrish era ecléctico en cuanto a gustos musicales. Cruzó la habitación, se sentó en una de las pesadas sillas tapizadas y se quedó mirando las negras vigas de roble que se extendían en el techo.

– ¿Por qué vive en este pueblo remoto? Es evidente que un hombre con su gusto musical y su talento estaría mucho más cómodo en un entorno más cosmopolita, ¿no es cierto?

Parrish emitió una risa breve y se pasó una mano por el cabello perfectamente peinado.

– Creo que me gusta la otra pregunta. ¿Tengo la opción de responder a una de ellas?

– El Santo Grial está a la vuelta de la esquina, pero usted acude al otro extremo del pueblo, a pesar de que, según dice, ya no está para esos trotes, sólo para beber en la otra taberna, la del Camino de San Chad. ¿Qué atractivo tiene ese establecimiento?

– Absolutamente ninguno -respondió Parrish, al tiempo que jugueteaba con los botones de un puño de su camisa-. Podría decirle que está Hannah, pero dudo que me creyera. La verdad es que prefiero la atmósfera de La Paloma. Eso de emborracharse delante mismo de la iglesia parece un tanto blasfemo, ¿no lo cree así?

– ¿Evita a alguien en el Santo Grial? -inquirió Lynley.

– ¿Evitar…? -La mirada de Nigel pasó de Lynley a la ventana.

Una rosa totalmente abierta besaba el vidrio con unos labios enormes. Los pétalos habían empezado a curvarse, mientras que el estigma, el pistilo y los filamentos estaban ennegrecidos. Sería preciso arrancarla, pero tardaría en morir.

– En absoluto. ¿A quién iba a evitar? ¿Quizás al padre Hart? ¿O al querido y difunto William? Este y el cura solían empinar el codo ahí una o dos veces por semana.

– No les tenía mucha simpatía a los Teys, ¿verdad?

– No, es cierto. Los beatos nunca me han sido simpáticos. No sé cómo Olivia aguantaba a aquel hombre.

– Quizás quería un padre para Bridie.

– Quizás. Bien sabe Dios que a la niña le haría falta cierta influencia paterna, y hasta el viejo y áspero William probablemente era mejor que nada. Liv no sabe qué hacer con ella. -Extendió las piernas y movió los pies a un lado y otro, como si examinara el lustre de sus zapatos-. Yo cuidaría de ella, pero, si he de serle franco, los niños no me gustan gran cosa y los “patos” en absoluto.

– Pero, en cualquier caso, tiene una estrecha relación con Olivia.

La expresión de Parrish no reveló nada.

– Fui compañero de escuela de su marido, Paul. ¡Qué hombre era aquél! ¡Divertidísimo!

– Murió hace cuatro años, ¿no?

Parrish asintió.

– A causa de la corea de Huntington. Al final, ni siquiera reconocía a su mujer. Fue horrible. Verle morir así cambió las vidas de cuantos le rodeaban. – Parpadeó varias veces y su atención se centró en el cigarrillo y luego en sus uñas, las cuales estaban bien cuidadas. El hombre sonrió de nuevo. La sonrisa era su arma defensiva, su manera de negar cualquier emoción que pudiera surgir a través de la superficie de su indiferencia-. Supongo que ahora me preguntará dónde estaba yo la noche fatal. Me encantaría poder darle una coartada, inspector. Que estaba en la cama con la puta del pueblo sería estupenda. Pero no sabía que aquella noche nuestro querido William tendría un encuentro con un hacha, por lo que me quedé en casa, tocando el órgano, completamente solo. ¿No es suficiente para quedar libre de toda sospecha? Quizás podría decir que quienquiera que me oyera estará en condiciones de atestiguar lo que digo.

– ¿Como hoy, tal vez?

Parrish ignoró esta pregunta y apuró su vaso.

– Cuando terminé, me fui a la cama. De nuevo, por desgracia, completamente solo.

– ¿Desde cuándo vive en Keldale, señor Parrish?

– Ah, volvamos a la idea inicial, ¿no es así? Déjeme ver. Desde hace cerca de siete años.

– ¿Y antes?

– Vivía en York, inspector. Enseñaba música en la escuela. Si va a investigar mi pasado en busca de detalles sabrosos, le diré que no, no me despidieron. Me marché por propia voluntad, porque quería vivir en el campo y disfrutar de cierta paz. -Su voz se elevó algo al pronunciar la última palabra.

Lynley se puso de pie.

– Entonces le dejaré en paz. Buenas noches.

Cuando el inspector salía de la casa, la música empezó a sonar de nuevo, esta vez menos estridente, pero no antes de que la nota discordante de un vaso roto contra alguna superficie de piedra le dijera la manera en que Nigel Parrish celebraba su marcha.

– Espero que no le moleste, pero le he reservado una mesa para cenar en Keldale Hall -le dijo Stepha Odell, la cual ladeó la cabeza y miró a Lynley pensativamente.- Sí, creo que hice lo apropiado. Esta noche parece necesitar una buena cena.

– ¿Acaso me estoy quedando en los huesos por momentos?

Ella cerró un libro de registro y lo colocó en un estante detrás del mostrador.

– En absoluto. La comida es excelente, desde luego, pero no es por eso por lo que le he reservado mesa ahí. Ese sitio es una de nuestras principales diversiones. Lo dirigen los excéntricos de la localidad.

– No les falta nada, ¿eh?

Ella rió.

– Tenemos todos los placeres que proporciona la vida, inspector. ¿Tomará una copa o está todavía de servicio?

– No diría que no a una jarra de cerveza de Odell.

– Estupendo. -Stepha le precedió al salón y se dispuso a servir la cerveza-. La familia Burton-Thomas dirige Keldale Hall. Nadie sabe con certeza cuál es su relación, y a la señora Burton-Thomas le gusta mantener la incertidumbre. Juraría que tiene media docena de hijos que, según ella, la llaman “tía”, por no mencionar a sus sobrinos verdaderos, que trabajan ahí como camareras, sirvientes y cocineros.

– Eso parece tener un sabor muy del siglo XIX -observó Lynley.

Stepha deslizó su cerveza sobre la barra pulimentada y se sirvió una jarra más pequeña.

– No, no son gente anticuada. Espere a conocerlos y verá. Los conocerá a todos, pues la señora Burton-Thomas siempre cena con sus comensales. Cuando telefoneé para hacer la reserva, se entusiasmó con la idea de que un miembro de Scotland Yard cene a su mesa.